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– ¿Cuántos días faltan para el festival del dios de piedra? -preguntó.

– Exactamente una luna -contestó ella. Ulises vaciló y dijo luego:

– ¿Y si prohibiese la tortura y la matanza? ¿Y si dijese que había que poner en libertad a los wuagarondites?

Awina abrió mucho los ojos. Era mediodía, y sus pupilas eran ranuras oscuras contra el azul del iris. Abrió la boca y lamió sus labios negros con su rugosa lengua.

– Perdón, Señor -dijo-. Pero, ¿por qué haríais eso que decís?

Ulises no pensó que ella pudiese comprender si intentaba definir los conceptos de piedad y compasión. Ella tenía aquellas características; era muy tierna y compasiva, en lo relativo a su propia gente. Pero para ella los wuagarondites no eran ni siquiera animales.

Él no podía menospreciarla por aquella actitud. Sus propias gentes, los onondagas y los sénecas, habían pensado del mismo modo. Y lo mismo sus otros antepasados, irlandeses, daneses, franceses y noruegos.

– Dime -preguntó-, ¿no es verdad que los wuagarondites también me proclaman dios suyo? ¿No llevaron a cabo aquel gran ataque intentando llevarme a su templo?

Awina le miraba tímidamente.

– ¿Quién lo sabría mejor que vos, Señor? -preguntó a su vez. Él movió una mano con impaciencia y añadió:

– He dicho más de una vez que algunos de mis pensamientos quedaron también convertidos en piedra. Y aún no recuerdo algunas cosas, aunque sin duda volveré a recodarlo todo. Lo que intento decir es que los wuagarondites son mi pueblo lo mismo que los wufeas.

– ¿Cómo? -exclamó Awina, y luego, en tono más bajo, añadió-: ¿Cómo, Señor?

Awina temblaba.

– Cuando un dios decide hablar, no siempre dice lo que su pueblo espera oír -dijo Ulises-. Si un dios dice sólo lo que todos saben, ¿para qué tener un dios? No, un dios ve mucho más allá y mucho más claramente que los mortales. Él sabe qué es lo mejor para su pueblo, aunque éste esté tan ciego que no sea capaz de ver lo que será bueno para él a la larga.

Hubo un silencio. Zumbó una mosca en la habitación, y Ulises se asombró de que hubiese sobrevivido aquella plaga. Si la Humanidad hubiese sido lo bastante inteligente, él… Y luego pensó que la Humanidad no era lo bastante inteligente. Incluso en 1985 parecía que el hambre y la contaminación, progenie de la humanidad, acabarían con el hombre. Y ahora parecía que toda la humanidad pudiese estar muerta salvo un solo superviviente accidental, él mismo. Sin embargo allí estaba una simple mosca, tan próspera como su prima lejana, la cucaracha, que también infestaba la aldea.

– No comprendo -dijo Awina- lo que mi Señor se propone, ni por qué los viejos sacrificios, que durante tantas generaciones parecieron satisfacer a mi Señor, y contra los que nunca abrió la boca…

– Deberías rezar para poder ver, Awina. Ya sabes que la ceguera puede llevar a la muerte.

Awina cerró la boca y luego se pasó la punta de la lengua por los labios. Él había descubierto que estas nebulosas afirmaciones les sumían en un pánico que les hacía imaginar lo peor.

– Ve y di a los jefes y sacerdotes que quiero celebrar una asamblea -ordenó-. En el tiempo en que un hombre recorrería andando lentamente el círculo de la aldea. Y di a los trabajadores que dejen de martillar en este edificio mientras celebremos la asamblea.

Awina salió corriendo y a los cinco minutos todos los dignatarios que no estaban cazando se habían reunido en el templo, Ulises, sentado sobre el duro y frío trono de granito, les dijo lo que quería. Parecían sorprendidos, pero no se atrevieron a poner objeciones. Aizira dijo:

– Señor, ¿puedo preguntaros qué os proponéis con esta alianza?

– Por una parte, me propongo acabar con esta guerra inútil. Por otra, me propongo reunir a los mejores guerreros de ambos pueblos en una expedición contra Wurutana.

– ¡Wurutana! -murmuraron todos, sobrecogidos y con claro temor.

– ¡Sí, Wurutana! ¿Os sorprende? ¿No esperabais que se cumplieran las viejas profecías?

– Oh, sí, Señor -dijo Aizira-. Es sólo que ahora que llega el momento tiemblan nuestras rodillas y se nos derriten las tripas. (Para los wufeas, el valor se asentaba en las tripas)

– Yo os dirigiré contra Wurutana -dijo Ulises.

Se preguntaba qué sería Wurutana y qué debía hacer para combatirlo. Había intentado reunir la mayor información posible sobre el asunto sin permitirles que supieran de su ignorancia. No creía adecuado utilizar su excusa de los pensamientos «petrificados» en el caso de Wurutana. Esto era admisible con otras cosas menos importantes. Pero Wurutana era tan importante que no debería haber olvidado el menor detalle al respecto. Esta parecía ser al menos la convicción de los wufeas.

– Enviaréis un mensajero a la aldea más próxima de los wuagarondites y les diréis que yo iré allí -dijo, dejándoles determinar el método práctico más conveniente para acercarse a un enemigo mortal-. Les diréis que voy a visitarles y que llevaremos a los prisioneros wuagarondites, salvos aunque no exactamente ilesos, y que los dejaremos en libertad. Y los wuagarondites pondrán en libertad a los wufeas que puedan tener prisioneros. Celebraremos una gran conferencia y luego iremos a las otras aldeas wuagarondites y celebraremos allí reuniones. Luego yo escogeré a los guerreros wuagarondites que quiera que nos acompañen, y cruzaremos las llanuras para atacar a Wurutana.

Había mucha luz dentro del templo. Estaban abiertas las dos puertas y había un gran agujero en un extremo que aún no había sido tapiado. La luz mostraba las expresiones bajo el corto y suave pelo de las caras de los hombres gato, y mostraba también las miradas que de reojo se dirigían. Sus ojos azules, verdes, amarillos, anaranjados, parecían siniestros y gatunos. Sus colas se balanceaban de un lado a otro, traicionando aún más su agitación.

Ellos suponían que les dirigiría a una guerra de exterminio contra los wuagarondites. Ahora les proponía paz, y, aún peor, deberían compartir su dios con sus viejos enemigos.

– Vuestro auténtico enemigo es Wurutana -dijo Ulises-, no los wuagarondites. Ahora id y haced lo que os he ordenado.

Al cabo de una semana salió por las puertas del norte, por el sendero de tierra dura que recorría los campos de maíz y los huertos. Los viejos y los guerreros más jóvenes quedaban atrás guardando la aldea y las mujeres y los niños les seguían, gritando y haciendo gestos de despedida. Tras él iban tres músicos wufeas, un tambor, un flautista y un portaestandarte. El tambor era de madera y cuero. La flauta un hueso ahuecado de un gran animal. El estandarte una larga lanza con plumas que brotaban en ángulos rectos del asta y las cabezas sobrepuestas de un pájaro parecido al águila, de un gran felino similar al lince, de un conejo gigante y de un caballo. Estas cabezas representaban los cuatro clanes, o fatrias, de los wufeas. Los clanes residían uno en cada aldea, y era el sistema de clanes lo que había mantenido, unidas a las diversas tribus wufeas. A su modo de ver, los tratados de paz y la unión no eran entre los clanes de las aldeas, ni entre cada tribu. Así, durante un tiempo, los clanes del conejo de cada aldea no habían combatido entre sí, pero los clanes lince y caballo sí. Luego éstos habían hecho la paz, y los clanes águila, que habían sido neutrales, habían aceptado también unirse a los otros. Sólo entonces habían presentado las aldeas de los wufeas frente unido contra los wuagarondites. Ulises no comprendía el sistema; parecía muy complicado y con pocas posibilidades de sobrevivir, pero los wufeas pensaban que su sistema era el único natural.

Tras el portaestandarte y los músicos, que interpretaban música atonal, iban el sumo sacerdote y sus dos acólitos. Estos llevaban gorros de plumas, grandes cuentas y adornos, y blandían cetros. Tras ellos iba un grupo de veinticinco jóvenes guerreros, todos adornados con plumas, cuentas y dibujos pintados en verde, negro y rojo en la cara y el pecho. Tras ellos iba un grupo de sesenta guerreros más viejos. Todos los guerreros iban armados de cuchillos de piedra, tomahawks y azagayas y llevaban arcos y carcajs de flechas. Estaban deseando probar sus nuevas armas con los wuagarondites. Es decir, lo estaban los guerreros más jóvenes. Los más viejos a duras penas ocultaban su menosprecio por las nuevas armas cuando Ulises llegaba hasta ellos y podía oírlos. Pero oía mejor de lo que pensaban.