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De regreso a la cueva, Mercurio sacrificó a la dioses olímpicos dos de las reses, cortadas en doce trozos, y luego se metió en su cuna de fragantes sábanas como si nada hubiera sucedido. Pero a la madre honesta no le pasaron inadvertidas las travesuras del pequeño y lo reprendió. En castigo guiaría la vida de los ladrones por oscuras gargantas. Entonces el niño se levantó airado de su cuna y exigió a Júpiter su parte de las inagotables riquezas y, además, las mismas honras sagradas tributadas a Apolo.

Apenas despuntaba la mañana desde el océano, Apolo iracundo inició la búsqueda del rebaño de vacas sagradas sustraídas, y así llegó hasta la gruta de la ninfa. Bajo amenazas preguntó al infante dónde había escondido las reses, pero Mercurio fingió ignorancia, aseguró no haber visto ni oído nada, a él sólo le importaba dormir y mamar la leche materna, duro era el suelo y delicados su piececitos. Apolo no le creyó ni una palabra, apostrofó al niño de ladrón y truhán y se lo llevó al Olimpo a rastras para dejarlo ante las rodillas del padre.

Júpiter supo reconciliarlos al exigir a uno la restitución de las vacas y al otro amor, por su hermano. Hechas las paces, ambos emprendieron el arduo camino a Pilos, donde Mercurio mantenía escondido el rebaño. Para darse aliento pulsó las cuerdas de su lira y alabó la dignidad de los dioses. Pero como Apolo sólo sabía tocar la flauta, codició con indomable ansia la lira del hermano que marchaba a su lado, un instrumento capaz de colmarlo de alegría y sumirlo en dulce sueño. Pidió, pues, encarecidamente a Mercurio que se la cediera; Apolo le ofreció a cambio las vacas y la fama entre los dioses. El astuto Mercurio objetó el generoso ofrecimiento y arrancó al instrumento los sones más tiernos, hasta que Apolo, fuera de si, colmó al hermano con todas sus posesiones y retuvo tan solo la facultad de la adivinación superior. Al menos, así ha sido perpetuado el mito en mi techo.

Mientras estoy tumbado despierto y sigo con la vista estos acontecimientos una y otra vez, voy comprendiendo claramente que los críticos de nuestra fe en los dioses tienen razón cuando aseguran que los olímpicos son sólo un retrato de los mortales tan buenos y tan malos, astutos y tontos, despóticos y sumisos como ellos, y su inmortalidad es solo el sueño irrealizable de los hombres. Si sigo el hilo de este pensamiento, entonces no hay duda que me merezco el honor de llevar el nombre divino, pero no sirve para más, aunque lo repita a menudo.

Me acuesto y empiezo a contemplar de nuevo la vida de Mercurio dado a luz por Maya, la pudorosa ninfa después de la voluptuosa unión con Júpiter… etcétera… etcétera…

XXI

Desde ayer rechazo toda alimentación. No quiero seguir viviendo en esta impotencia y despreciado, ni siquiera los veinte días que aún me quedan. De este modo les jugaré una broma a las Parcas y a todos los que esperan mi muerte con avidez. Les daré una prueba de que la voluntad del César se cumplió hasta su último suspiro. Estoy acostumbrado a las privaciones, a menudo me he impuesto el ayuno, tanto en la guerra como en la paz para dar ejemplo a los romanos, aunque sé muy bien que se rieron de mí. El vientre es su dios más amado; le hacen ofrendas hasta provocar el vómito y, apenas sucedido esto, vuelven a hartarse como gladiadores ante su última comida. Los romanos son un pueblo de glotones y hasta el más pobre de la Suburra *, al que el dinero apenas le alcanza para una sardina, pide atún, a despecho del sabio filósofo que predicaba que no vivimos para comer, sino que comemos para vivir.

Sé que los romanos se mofan de mí, me llaman gimnosofista, porque estos vivían en los bosques, desnudos, entregados a una vida ascética; con abstinencia absoluta de la carne, su alimentación era frugal y adoraban a la naturaleza. En verdad, no es así, estoy lejos de esta doctrina, porque pronto descubrí que el supremo goce no reside en el sibaritismo, sino en la razón sobria que persigue las causas de la búsqueda y la evitación de necesidades. La frívola riqueza nos ha hecho pobres, pobres en imaginación y en el arte culinario: solo lo exótico que nos viene de las colonias nos parece adecuado y deseable, aderezado con condimentos extraños que queman como fuego y descomponen los intestinos con pestilente hedor. Donde por siglos la sal y la miel llenaron su cometido, se requieren hoy hierbas y salsas de los más apartados rincónes de la tierra. Y bichos que a los griegos todavía les resultan extraños como alimento, como las ostras y los caracoles, se tienen por preciados manjares condimentados.

Por rápidos senderos traen desde la lejana Germania jabalíes, terribles rayas y tortugas de las costas etíopes, Egipto provee flamencos zancudos y cocodrilos de anchas colas (de los primeros, según he oído decir, son muy apetecidos los sesos hervidos, de los últimos solo la rabadilla). No conozco animal marino que no haya llegado a las mesas romanas, hasta se comen anguilas, pulpos y erizos de mar, que por mucho tiempo causaron terror a los hombres, aderezados con garum. O tempora!, O mores! Observad al romano mediocre que cruza el Foro, cómo lucha con los bordes de su toga porque se le zafan constantemente del cinturón, pues la tela resulta estrecha para cubrir el hinchado abdomen. Hubo épocas, no tan lejanas, en que la esbeltez y la proporción del cuerpo se tenían por un ideal al que todos aspiraban. ¿Y hoy? Hoy se envidia lo opuesto, y el panzudo pater familias anuncia públicamente con su mofletuda cara de luna cuánto le ha costado su aspecto. Nada le proporciona mayor placer que la mesa opípara y las libaciones copiosas.

¡Cuánto ha cambiado el concepto del placer! Según la concepción estoica se ha trocado en lo contrario, puesto que los filósofos llamaban placer a la aprobación de una cosa y aversión a su condenación. Y cuando Epicuro pregonaba que el placer era la meta suprema de sus aspiraciones, no se refería al goce que procuran los excesos, sino a la libertad del cuerpo de dolores y a la del alma de desasosiego. El sabio aconsejó cierto día a su discipulo Solomeneo de Lampsacos, que si quería hacer rico a su amigo Pitocles, no debía colmarlo de regalos materiales, sino liberarlo de sus apetitos. Si Epicuro fuera contemporáneo y romano (los dioses le ahorraron este destino), se reirían de él como de un volatinero en el Campo de Marte.

¡Por Baco! ¿Quién pretendió calificarme enemigo del vino? De acuerdo con las costumbres lo bebí bien mezclado, aunque no pocas veces puro y sin preocuparme por si me excedía de mi límite. Me pregunto, pues, ¿por qué se impone hoy deleitarse con avidez y sorber diversos vinos en gran número, hacer el vino circular por la boca para luego fruncir los labios y escupirlo sobre el mármol de Laconia? Esto se tiene por distinguido. ¿Dónde ha quedado el respeto por la savia de la vida que prospera solo por voluntad de un dios? El deja llover sobre la tierra el agua de las nubes, y, gracias al sol, esta se convierte en noble vmo. ¿Dónde ha quedado el respeto por la creación que el vino me insufla con cada trago, como si reflejara la propia vida? ¿Dónde han quedado los ingeniosos discursos preparados, con los que nuestros antepasados, fieles a las antiguas costumbres, abrían cada orgía para convencerse unos a otros en estimulante embriaguez? ¿Dónde han quedado las amistades para toda la vida iniciadas con el tintineo de las copas. ¿En esta ciudad nos hemos olvidado ya que bastaba una sola copa de rojo falernés para regalar al mundo un poema de Horacio?

El torpe menosprecio de la cotidianidad me repugna, equivale a un menosprecio de la propia vida. ¡Solo cuenta y se observa lo extraordinario, lo inaudito, lo inconcebible! La aurea mediocritas está expuesta a la compasión, más aún al ridículo. ¿Qué fue Epicuro, el que disfrutaba de las hortalizas de su diminuta huerta? Un incorregible enmendador del mundo; ¿y Horacio, que podaba en el Sabinum sus propias vides? Un soñador. La virtud de la modestia ha degenerado en la exorbitancia.

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* Así en el original de la traducción. La forma etimológica y correcta es Subura; era el valle entre el final del sur del Viminal y el final occidental del Esquilino, u Oppius, que se conectó con el forum por el Argiletum, y continuó hacia el este entre el Oppius y el Cispius por el Clivus Suburanus, terminando en la Porta Esquilina. Actualmente este distrito es atravesado por la Via Cavour y la Via dello Statuto. Otra depresión se extendía de la Subura hacia el norte entre el Viminal y el Quirinal, y uno tercer – de norte hacia el este entre los Cispius y el Viminal que fue caracterizado por los vicus Patricius. El origen del Subura fue llamado primae fauces (Mart. II.17.1) y estaba quizás situado cerca del Praefectura Urbana cruenta pendent qua flagella tortorum HJ 329, n15). [Nota del escaneador].