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—Tuyo para lo que ordenes —dijo Rurak en voz alta.

—Guiarás a estos caballeros más allá de mis tierras, hasta el lugar que los hombres llaman Solamnia. —Esta vez las palabras eran audibles para que las escucharan los caballeros formados detrás de Rurak—. Sabré qué ocurre allí, y obtendré ese conocimiento a través de ti. Tú y tus hombres viajaréis de aldea en aldea y os mezclaréis con los humanos que tienen poder. Descubriréis hacia dónde marchan los refugiados de Ansalon y quién está incitando a la población a rebelarse contra los señores supremos y los Caballeros de Takhisis. También escogeréis a aquellos con las cualidades necesarias para convertirse en mis aliados.

—Como ordenes —respondió Rurak.

—Buscad personas sanas e inteligentes, con maldad en el alma. Quizá yo pueda darles buen uso. Sólo humanos. Yo te indicaré adonde llevarlos.

—Entiendo, Malystryx. —Rurak hizo acopio de valor y echó un rápido vistazo a la escama. Estaba brillante y roja como la sangre, pero ya no resplandecía. Palpó los contornos e introdujo una uña en la pequeña brecha que quedaba entre la escama y la piel—. ¿Siempre tendré que llevar esto? —se atrevió a preguntar.

—Nunca podrás arrancártela... a menos que desees morir.

Rurak Gistere asintió con un gesto y comenzó a ponerse la armadura. Miró por última vez los enormes ojos del dragón y vio su propia imagen reflejada en ellos. Luego dio media vuelta y condujo a sus hombres cuesta abajo.

Malys asomó la cabeza por encima del abismo y contempló a los Caballeros de Takhisis descendiendo por la tortuosa senda. No alcanzaba a ver a Rurak, pero sabía que estaba al frente. Sabía todo lo que hacía porque ahora era capaz de ver a través de sus ojos. Vio que nadie caminaba delante de él. Vio las rocas que esquivaba, los ríos de lava que saltaba con agilidad.

Malys ronroneó, satisfecha, cerró los ojos e imaginó algo frío.

No había nada más que resplandeciente tierra blanca en todas las direcciones, desde las llanuras de la costa, otrora cubiertas de arbustos y hierba, hasta la cuesta este de la imponente cordillera que atravesaba el territorio de Ergoth del Sur. Los vientos helados azotaban la región, levantando espesos bancos de niebla y pequeños remolinos de nieve que cambiaban de forma constantemente. A diferencia de las tierras del lejano oeste, Ergoth del Sur se había convertido en un auténtico iceberg.

El feroz amo del lugar —el señor supremo Gellidus, a quien los hombres llamaban Escarcha— estaba sentado a la orilla de un pequeño lago congelado. Con la sola excepción de sus ojos, dos remansos de color verde azulado, el dragón era tan blanco como su territorio. De vez en cuando sus escamas brillaban aquí y allí con vetas azules y plateadas, un reflejo del cielo que a ratos se dejaba ver entre el grueso manto de nubes.

El majestuoso dragón ni siquiera pestañeaba; estaba totalmente inmóvil, con las alas apretadas a los lados y la cola enrollada sobre los cuartos traseros. Su cresta, una escamosa orla que partía de sus enormes y escarchadas fauces, brillaba tanto como los cinco cuernos curvos que se proyectaban sobre la cabeza, semejantes a carámbanos invertidos.

Gellidus contempló el lago y llenó sus pulmones con el bendito aire gélido. Luego lo dejó escapar con un bufido, barriendo la nieve que cubría el agua congelada.

El hielo recién descubierto brillaba, centelleaba, y por un instante pareció fluir, como si estuviera derritiéndose. Luego se volvió más brillante y adquirió una pálida tonalidad rosada, igual que cuando reflejaba el sol del amanecer los días en que las nubes no eran tan espesas. Pero era mediodía y el hielo tenía varios centímetros de espesor; no había peligro de que se derritiera. El color rosado se transformó en un radiante resplandor anaranjado, después en un rojo cálido semejante al de unas brasas mortecinas. Por fin cobró un intenso color sangre y reflejó la cara de Malystryx.

Gellidus contempló con fascinación e interés la imagen mágica del gigantesco dragón. La Roja le devolvió la mirada desde centenares de kilómetros de distancia.

¿Cuál es tu respuesta?, apremió Malystryx.

Gellidus oyó las palabras en su cabeza; era parte de la magia que el monstruoso dragón usaba para comunicarse. Con sus treinta metros de largo, la hembra tenía dos veces su tamaño y podía aplastarlo sin el más mínimo esfuerzo. Su fuego podía derretir fácilmente el hielo del territorio de Gellidus. Cuando el vapor se disipara, en las llanuras sólo quedaría su cadáver retorcido y chamuscado.

—Me uniré a ti —dijo Gellidus. Su voz era sonora e inquietante, como el gélido viento que soplaba en los valles de su tierra. Pero no era tan autoritaria como la de la Roja—. Trabajaré contigo. No me enfrentaré a ti.

Malys curvó los labios en un amago de sonrisa y un rugido resonó dentro de la cabeza blanca. La Roja parecía satisfecha. Las llamas danzaban entre unos dientes tan blancos como la piel de Gellidus y rodeaban la cabeza de la Roja como un resplandeciente halo.

—Y aceptaré ser tu consorte, Malys —continuó el Dragón Blanco.

La Roja asintió.

De acuerdo, Gellidus. Juntos haremos temblar Ansalon. Mis planes ya están en marcha y pronto te comunicaré cuál es el grandioso papel que desempeñarás en ellos.

—Me siento honrado —respondió el Dragón Blanco—. ¿Nos reuniremos?

Pronto, se limitó a responder la Roja. En las Praderas de Arena, en el reino llamado Duntollik.

—Territorio neutral —dijo él—. Eres muy prudente.

Entonces sintió que la mente del dragón se separaba de la suya y vio cómo el resplandor rojo en las heladas aguas del lago se volvía anaranjado y luego rosado. Instantes después, el hielo volvió a ser blanco como la leche y el reconfortante viento frío arrastró la nieve sobre la superficie pulida.

Gellidus detestaba someterse a otros dragones. Era un señor supremo, amo indisputable de Ergoth del Sur. Cuando él había llegado allí, el continente de los elfos kalanestis tenía un clima templado. Había grandes extensiones de tierras cubiertas de hielo de las que podría haberse apoderado con facilidad, pero estaban habitadas por unos pocos Bárbaros de Hielo, y Gellidus pretendía gobernar a una población más amplia. Tras conquistar Ergoth del Sur, hacía casi dos décadas, había trabajado para modificar el clima y el terreno de acuerdo con sus gustos austeros y fríos. Rápidamente había tomado el mando de Daltigoth, la antigua capital. Y con la misma celeridad la había entregado a los ogros, después de apoderarse de sus riquezas. El valle de Foghaven también había caído, y con él el legendario lugar de descanso de Huma, héroe de la Tercera Guerra de los Dragones.

Los ogros de la zona estaban a las órdenes de Gellidus. Habían ofrecido su lealtad y sus servicios al dragón a cambio de sus insignificantes vidas y de una pequeña cantidad de poder. Los thanois —grotescos hombres-morsa— también estaban bajo su dominio. Gellidus había capturado a los thanois al sur de las Praderas de Arena y los había llevado consigo para emplearlos como guardias o mensajeros.

Casi todos los kalanestis, los Elfos Salvajes que antaño habitaban las tierras de la isla, habían huido hacía más de una década. Pero todavía quedaban algunos al oeste del reino del dragón, más allá de las montañas de Fingaard. Aunque el clima era inclemente y el viento furioso, allí estaban relativamente a salvo de las zarpas del dragón. No es que Gellidus fuera demasiado holgazán para conquistar esa parte del continente, aunque el señor supremo llevaba una vida bastante sedentaria. Sencillamente, el Blanco había decidido conceder a los humanos un paraíso seguro. Así tendría algo que mirar, algo que estudiar, un lugar para aterrorizar en el futuro, cuando estuviera aburrido.