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Feril negó con la cabeza.

—Hoy no tengo tiempo. —Se incorporó, se sacudió la arena de las rodillas y miró a la criatura que se alejaba reptando.

—¿Sabía algo de la guarida del dragón? —preguntó Rig.

El marinero se enjugó el sudor de la frente y bebió un largo sorbo de agua del odre.

—Por aquí —respondió Feril señalando en la dirección que había indicado el lagarto—. Seguidme.

Poco después del ocaso los cuatro se detuvieron a descansar. No encontraron dónde resguardarse y se contentaron con sentarse en el suelo, junto a una duna. A Palin le dolían las piernas por la caminata y le escocían los pies, pues los granos de arena se filtraban constantemente en sus sandalias de cuero. Las finas prendas de color verde claro ahora estaban oscuras de sudor y se le adherían al cuerpo. Cerró los ojos y procuró pensar en algo fresco.

—¿Estás segura de que por aquí se llega a la guarida? —Rig se tendió a un par de metros de Palin y miró a la kalanesti.

—Sí; en esta dirección.

—¿Cuánto falta para llegar? —El marinero se quitó la camisa. Su oscura piel brillaba de sudor, e intentó en vano secarla con la camisa empapada. Luego volvió a ponérsela—. Llevamos todo el día andando. Es probable que hablar con los animales no sea la mejor manera de encontrar la guarida del dragón.

—¿Se te ocurre una idea mejor? Este viaje fue idea tuya, Rig Mer-Krel —le recordó Feril—. Si no te hubieras empeñado en descubrir la guarida del dragón y en hacerte rico, estaríamos... —Feril se interrumpió, pero pensó: «Estaríamos en Ergoth del Sur, mi patria... hasta que el Dragón Blanco se mudó allí».

Feril dio la espalda a los dos hombres y se concentró en el viento cálido que le acariciaba la cara. Soportaba el calor mucho mejor que los quejicas de sus compañeros. Como buena Elfa Salvaje, estaba habituada a los caprichos de la naturaleza y, en lugar de protestar por las temperaturas extremas, sabía disfrutar de ellas. Contempló el sol que descendía poco a poco, una bola brillante que teñía el desierto de un pálido tono rojo anaranjado. Era una vista fascinante y por un momento deseó que Dhamon estuviera allí para compartirla con ella.

—Al menos cuando lleguemos a Ergoth del Sur no sudaremos —dijo Ampolla. Se llevó la mano enguantada a la cabeza y comenzó a arreglarse el copete. Se mordió el labio inferior y, cuando comenzaron a dolerle los dedos, decidió dejar el cabello como estaba—. Me pregunto si hará mucho frío. Supongo que éste no será tan intenso como aquí el calor. Me estoy ahogando en mi propio sudor.

El marinero sonrió. Era su primera sonrisa desde la muerte de Shaon. Apuró el segundo odre de agua, se recostó sobre la duna y cerró los ojos. Se preguntó qué pensaría Shaon de su viaje por el desierto en busca de la madriguera donde había vivido el dragón que la había matado.

El sonido de un aleteo interrumpió sus pensamientos, y miró hacia una elevación del terreno situada a varios metros de distancia. Un buitre se había posado allí y los observaba, mientras otros pájaros planeaban en círculos a su alrededor.

Feril modeló afanosamente un trozo de arcilla, haciendo una escultura en miniatura del pájaro. Se concentró en los olores y los sonidos del desierto, y su mente flotó en el viento cálido en dirección al buitre. Se concentró más y más, hasta establecer una conexión a través de la distancia y penetrar en los pensamientos del pájaro.

¿Moriréis pronto?, graznó el buitre, y los estridentes sonidos resonaron en la cabeza de Feril. Mi estómago ruge de hambre, pero vosotros podréis llenarlo.

Feril negó con la cabeza.

Me propongo vivir mucho tiempo.

Los humanos no viven mucho tiempo con este calor si no tienen camellos, graznó el pájaro. Pronto os desplomaréis y no volveréis a levantaros. Pronto despediréis el dulce olor de la muerte y nosotros nos daremos un banquete.

Te gusta el olor de la muerte.

Aunque era una afirmación, Feril vio que el pájaro inclinaba la cabeza en señal de asentimiento.

Es muy dulce, graznó.

Entonces es posible que conozcas un sitio cercano donde ese olor está muy concentrado, ¿no es cierto?

Cuando asomaron las primeras estrellas, los cuatro amigos divisaron una inmensa colina rocosa. Se extendía sobre la arena como la espina dorsal de una bestia semienterrada y en algunos sitios alcanzaba los quince metros de altura.

—Las rocas que tocan el cielo —murmuró Feril, recordando las palabras del lagarto de cola ensortijada—. La guarida del dragón está aquí.

Palin se acercó a ella y enfiló hacia la entrada de una cueva sorprendentemente ancha y profunda. Parecía una inmensa y oscura sombra proyectada por la colina y estaba prácticamente oculta bajo el cielo de la noche. Incluso a la luz del día debía de ser difícil de distinguir entre las sombras.

El marinero arqueó las cejas.

—No veo huellas de dragón.

—El viento —dijo Feril señalando la arena que se arremolinaba a sus pies—. Las ha cubierto igual que cubre las nuestras.

—Si es que había huellas que cubrir —dijo Rig—. ¿Cómo sabemos que el buitre te ha dicho la verdad? Puede que no sea más listo que el lagarto. —Miró al hechicero—. Si aquí fuera está oscuro, dentro lo estará más.

—Podríamos esperar hasta mañana —sugirió Feril.

Palin estaba agotado; pero, por mucho que quisiera descansar, deseaba aun más poner fin a esa aventura, regresar al Yunque y escapar de aquel horrible calor. El hechicero cerró los ojos y se concentró hasta percibir la energía a su alrededor y sentir el pulso mágico de la tierra.

En su juventud este pulso era fuerte y poderoso, un don divino fácil de captar y capaz de dar vida a los más grandiosos hechizos. Ahora, en cambio, era como un susurro en el viento, detectable sólo por un hábil hechicero. Los grandes encantamientos requerían fuerza de voluntad y perseverancia. La mente de Palin absorbió la energía natural y la canalizó hacia la palma de su mano, donde la doblegó y le dio forma para crear una variación del hechizo del fuego.

—¡Guau! —exclamó Ampolla.

El hechicero abrió los ojos. En su mano había un resplandeciente orbe de luz, brillante pero no más caluroso que el aire del desierto. La bola emitía alternativamente reflejos blancos, anaranjados y rojos, semejantes a las llamas de una hoguera. La rudimentaria creación mágica funcionaba mejor que una lámpara.

—Veamos qué dejó aquí el dragón —dijo Palin mientras se dirigía a la cueva.

En el interior, el aire quieto estaba impregnado del nauseabundo olor de la muerte. Era tan intenso, que a Palin se le saltaron las lágrimas. Junto a la entrada había montoncillos desperdigados de huesos rotos y pieles de animales. Palin se arrodilló a examinarlos.

—Camellos —indicó—. Sólo una criatura muy grande podría comer camellos.

Se incorporó y se adentró en las profundidades de la cueva, donde el aire era rancio pero no tan hediondo. Descendió por la escarpada cuesta del suelo de piedra y penetró en una cámara inferior de más de cien metros de ancho. La luz del orbe apenas alcanzaba a alumbrar los muros y el techo, y no podía disipar las sombras que cubrían las grietas y protuberancias de las rocas.

—¡Nunca había estado en una cueva tan grande! —exclamó Ampolla—. ¿Por dónde empezaremos? ¡Palin, mira eso!