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El niño, que estaba practicando con las letras en su pequeño escritorio, no se perdía detalle de la conversación.

– Por el amor de Dios, tiene cuatro años -gruñó el duque-. Se supone que ya debería hablar.

– Sabe escribir -se apresuró a decir la niñera Hopkins-. He criado a cinco niños, y ninguno aprendió a escribir tan rápido como el señorito Simon.

– Si no puede hablar, va a necesitar escribir mucho -dijo, y añadió, dirigiéndose al niño, con los ojos encendidos-. ¡Di algo, maldita sea!

Simon se echó hacia atrás, con los labios temblorosos.

– ¡Señor! -exclamó la niñera-. Lo está asustando.

Hastings dio media vuelta para mirarla a la cara.

– A lo mejor es lo que necesita. A lo mejor necesita una buena dosis de disciplina. Una buena zurra quizá sirva para hacerle hablar.

Cogió el cepillo de plata que la niñera usaba para peinar a Simon y se dirigió hacia su hijo.

– Yo te haré hablar, pequeño estúpido…

– ¡No!

La niñera Hopkins contuvo la respiración. El duque dejó caer el cepillo. Fue la primera vez que escucharon la voz de Simon.

– ¿Qué has dicho? -susurró el duque, con los ojos llenos de lágrimas.

Simon cerró los puños y la mandíbula y empezó a moverse cuando dijo:

– No me p-p-p-p-p-p-p…

El duque palideció.

– ¿Qué está diciendo?

Simon volvió a intentarlo.

– N-n-n-n-n-n-n…

– Dios mío -susurró el duque, horrorizado-. Es tonto.

– ¡No es tonto! -dijo la niñera, abrazando al niño.

– N-n-n-n-n-n-n-no me p-p-p-p-p-p-p -Simon respiró hondo-, p-p-pegues.

Hastings se dejó caer en una silla, con la cabeza entre las manos.

– ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Qué podría haber hecho para…

– ¡Debería alegrarse por él! -le recriminó la niñera-. Lleva cuatro años esperando a que hable y, ahora, cuando lo hace…

– ¡Es idiota! -gritó Hastings-. ¡Un maldito idiota!

Simon se echó a llorar.

– El condado de Hastings va a ir a manos de un tonto -dijo el duque-. Tantos años esperando un heredero y todo para nada. Debería haberle dado el título a mi primo. -Le dio la espalda a su hijo, que se estaba secando las lágrimas con las manos, intentando ser fuerte ante su padre-. No puedo mirarlo. Ni siquiera soporto mirarlo.

Y, entonces, se fue.

La niñera abrazó al niño.

– No eres tonto -le susurró, furiosa-. Eres el niño más listo que conozco. Y si alguien pude aprender a hablar correctamente, ése eres tú.

Simon se acurrucó en su regazo y sollozó.

– Ya verás -dijo la niñera-. Tendrá que tragarse sus palabras, aunque sea lo último que haga en esta vida.

La niñera Hopkins se esforzó por cumplir su palabra. Mientras el duque de Hastings se instaló en Londres e intentó hacer ver que no tenía ningún hijo, ella pasó cada minuto del día con Simon, enseñándole letras y sonidos, elogiándolo cuando hacía algo bien y dándole palabras de ánimo cuando fallaba.

Los progresos eran lentos pero, poco a poco, el discurso de Simon fue mejorando. A los seis años, el «n-n-n-n-n-n-n-no» se había convertido en «n-n-no», y a los ocho ya decía frases enteras sin titubear. Sin embargo, cuando estaba nervioso o enfadado seguía teniendo problemas, y la niñera Hopkins tuvo que recordarle que tenía que estar tranquilo si quería pronunciar las palabras enteras.

Pero Simon estaba decidido, era inteligente y, lo más importante, era muy testarudo. Aprendió a respirar hondo antes de cada frase y a pensar lo que iba a decir antes de abrir la boca. Memorizó la sensación que tenía en la boca cuando hablaba bien e intentó analizar qué era lo que no funcionaba cuando tartamudeaba.

Y, al final, a los once años, miró a la niñera a los ojos, respiró hondo, y dijo:

– Creo que ha llegado la hora de ir a ver a mi padre.

La niñera lo miró muy seria. El duque no había venido a ver a su hijo en siete años. Y tampoco había respondido ninguna de las cartas que Simon le había enviado. Y fueron cerca de un centenar.

– ¿Estás seguro? -le preguntó.

Simon asintió.

– Está bien. Diré que preparen el carruaje. Saldremos hacia Londres mañana por la mañana.

El viaje duró un día y medio y, cuando cruzaron la verja de Basset House era casi de noche. Simon observó maravillado el ir y venir de carruajes en las calles de Londres mientras subía la escalera de la entrada de la mano de la niñera Hopkins. Ninguno de los dos había estado antes en Basset House así que, cuando llegaron a la puerta principal, al la niñera sólo se le ocurrió llamar al picaporte.

La puerta se abrió enseguida y se vieron observados por un mayordomo más bien imponente.

– Las entregas -dijo, cerrando la puerta-, se hacen por la puerta de atrás.

– ¡Espere un segundo! -dijo, la niñera, colocando un pie en el umbral-. No somos criados.

El mayordomo miró con desdeño su ropa.

– Bueno, yo sí, pero él no. -Cogió a Simon por el brazo y lo colocó delante de ella-. Es el conde Clyvedon y será mejor que lo trate con un poco más de respeto.

El mayordomo se quedó con la boca abierta y parpadeó varias veces antes de hablar.

– Según tengo entendido, el conde Clyvedon está muerto.

– ¿Qué? -exclamó la niñera.

– ¡Le aseguro que no estoy muerto! -dijo Simon, con toda la indignación que puede mostrar un niño de once años.

El mayordomo lo miró y enseguida reconoció la mirada de los Basset. Los hizo entrar.

– ¿Por qué creía que estaba m-muerto? -preguntó Simon, maldiciéndose por tartamudear, aunque no le sorprendió porque era lo que le pasaba cuando se enfadaba.

– No me corresponde a mí contestar a esa pregunta -respondió el mayordomo.

– Por supuesto que sí -dijo la niñera-. No puede decirle algo así a un niño de su edad y no explicárselo.

El mayordomo se quedó callado, y luego dijo:

– El duque no lo ha mencionado en años. Lo último que dijo fue que no tenía ningún hijo. Parecía muy afecta, así que nadie le hizo más preguntas. Nosotros, bueno los criados, supusimos que había muerto.

Simon apretó la mandíbula e intentó calmar la rabia que sentía en su interior.

– Si su hijo hubiera muerto, ¿no le habría llevado duelo? -preguntó la niñera-. ¿No se le ocurrió pensar eso? ¿Cómo pudo pensar que el niño estaba muerto si su padre no llevaba duelo?

El mayordomo se encogió de hombros.

– El duque suele vestirse de negro. El duelo no habría alterado su manera de vestir.

– Esto es una ofensa -dijo la niñera-. Le exijo que vaya a buscar al duque inmediatamente.

Simon no dijo nada. Estaba haciendo un gran esfuerzo para intentar controlar sus emociones. Tenía que hacerlo. Sólo podría hablar con su padre si se calmaba un poco.

El mayordomo asintió.

– Está arriba. Le comunicaré su llegada de inmediato.

La niñera empezó a caminar furiosa de un lado a otro, refunfuñando entre dientes y refiriéndose al duque en todas las palabras ofensivas de su extraordinariamente amplio vocabulario. Simon se quedó en el medio de la sala, con los brazos como palos a ambos lados del cuerpo, respirando hondo.

«Puedes hacerlo -se decía-. Puedes hacerlo»

La niñera lo miró, vio que intentaba controlar sus emociones y, en voz baja, le dijo:

– Respira hondo. Y piensa las palabras antes de hablar. Si puedes controlar…

– Veo que sigue mimándolo como siempre -dijo una voz desde la puerta.

La niñera se levantó y, lentamente, se giró. Intentó encontrar algo respetuoso que decir. Pero, cuando miró al duque, vio a Simon en sus ojos y la invadió la rabia. Puede que el duque se pareciera a su hijo, pero no era un padre para él.

– Usted, señor, es un ser despreciable -dijo, al final.