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—El calor ha vuelto completamente loca a esta pobre criatura —murmuró Moshe Shiloah, introduciendo una enorme aguja en uno de los muslos de Seúl.

—¡Haz que me escuchen! —me pidió Joseph.

—Ustedes conocen esa voz —les dije a los médicos—. Algo muy insólito ha sucedido aquí.

Pero no estaban más dispuestos a creer en dybbuks que en ríos capaces de discurrir hacia arriba. Joseph siguió protestando, y los médicos continuaron llenando metódicamente el cuerpo de Seúl con sedantes, restauradores y otros medicamentos. Ni siquiera le prestaron atención cuando Joseph empezó a hablar de los chismes del kibbutz correspondientes al año anterior: quién había estado acostándose con quién y a espaldas de quién; quién había estado sacando ilícitamente mercancías del almacén de la comunidad para vendérselas a los kunivaru, etc. Era como si tuvieran tanta dificultad en creer que un kunivaru pudiera hablar hebreo, que ya se sentían incapaces de aceptar algún sentido a lo que él estaba diciendo y que Seúl, en su delirio, adoptaba la voz de Joseph. De repente, Joseph elevó su voz por primera vez, diciendo en un tono muy alto y enojado:

—¡Usted, Moshe Shiloah! A bordo del Arca le encontré en la cama con la esposa de Teviah Kohn, ¿recuerda? ¿Cree que un kunivaru habría sabido eso?

Moshe Shiloah abrió la boca, sin decir nada, enrojeció y dejó caer la aguja hipodérmica. El otro médico se quedó casi tan asombrado como él.

—¿Qué es esto? —preguntó Moshe Shiloah—. ¿Cómo puede ser?

—¡Niegúeme ahora! —rugió Joseph—. ¿Me puede negar ahora?

Los médicos tenían ahora el mismo problema de aceptación con el que yo me había enfrentado, y hasta con el que el propio Joseph había tenido que superar. Todos nosotros éramos hombres racionales de este kibbutz, y lo sobrenatural no ocupaba lugar alguno en nuestras vidas. Pero no había forma de argumentar en contra del fenómeno. Escuchábamos la voz de Joseph Avneri surgiendo de la garganta de Seúl, el kunivaru, y la voz decía cosas que sólo Joseph podría haber dicho, y ya hacía más de un año que Joseph estaba muerto. Se le podía llamar un dybbuk, una alucinación, o cualquier otra cosa. Pero no podía ignorarse la presencia de Joseph allí.

Mientras cerraba la puerta con llave, Moshe Shiloah me dijo:

—Tenemos que solucionar esto de algún modo.

Tensamente discutimos la situación. Estuvimos de acuerdo en que se trataba de una cuestión delicada y difícil. Joseph, rabioso y torturado, exigía que le exorcisaran y que se le permitiera dormir el sueño de los muertos; a menos que le aplacáramos, podía hacernos sufrir a todos. En su dolor, en su furia, podía decir cualquier cosa, podía revelar todo lo que sabía sobre nuestras vidas privadas; un hombre muerto se encuentra más allá de todas las reglas de común decencia de la sociedad. No podíamos exponernos a eso.

Pero ¿qué podíamos hacer con él? ¿Encadenarlo en algún edificio apartado y ocultarlo en un solitario confinamiento? Difícilmente. El desgraciado Joseph se merecía un trato mejor por nuestra parte, y también había que considerar a Seúl, al pobre y suplantado Seúl, al involuntario anfitrión del dybbuk. No podíamos mantener a un kunivaru en el kibbutz, ya fuera prisionero o libre, aún cuando su cuerpo alojara el espíritu de uno de los nuestros; y tampoco podíamos permitir que el cuerpo de Seúl regresara al pueblo de los kunivaru con Joseph como furioso pasajero atrapado en su interior.

¿Qué hacer? Separar el alma del cuerpo, de algún modo: devolver a Seúl a su totalidad y enviar a Joseph al limbo de los muertos. Pero ¿cómo? En la farmacopea habitual no existía nada sobre los dybbuks… ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

Envié a buscar a Shmarya Asch y a Yakov Ben-Zion, que se encontraban ese mes a la cabeza del consejo del kibbutz, así como a Shlomo Feig, nuestro rabino, un hombre sagaz y enérgico, muy poco ortodoxo en su ortodoxia, casi tan secular como el resto de nosotros. Interrogaron ampliamente a Joseph Avneri y él les explicó todo el cuento, sus escandalosos experimentos secretos, su año post mortem como espíritu errante y su repentina y dolorosa encarnación en el interior de Seúl. Finalmente, Shmarya Asch se volvió hacia Moshe Shiloah y le espetó:

—Tiene que haber alguna terapia para un caso así.

—No conozco ninguna.

—Esto es esquizofrenia —dijo Shmarya Asch con su actitud habitual, firme y dogmática—. Y existen curas para la esquizofrenia. Hay drogas, electrochoques, hay… Usted conoce mejor que yo esas cosas, Moshe.

—Esto no es esquizofrenia —replicó Moshe Shiloah—. Esto es un caso de posesión demoníaca. No poseo la menor experiencia en el tratamiento de tales casos.

—¿Posesión demoníaca? —gritó Shmarya—. ¿Es que ha perdido la razón?

—Serenidad, serenidad, por favor —pidió Shlomo Feig, cuando todo el mundo empezó a gritar al mismo tiempo. La voz del rabino sonó agudamente entre el tumulto y nos silenció a todos. Era un hombre de gran fortaleza, tanto física como moral. Todo el kibbutz se volvía inevitablemente hacia él en busca de guía, aunque no había entre nosotros prácticamente ninguno que observara los grandes ritos del judaísmo—. A mí esto me resulta tan difícil de comprender como a ustedes —dijo—, pero la evidencia triunfa sobre mi escepticismo. ¿Cómo podemos negar que Joseph Avneri ha regresado como un dybbuk? Moshe, ¿no conoce usted algún medio para lograr que este intruso abandone el cuerpo del kunivaru?

—Ninguno —contestó Moshe Shiloah.

—Quizás los propios kunivarus conozcan un medio —sugirió Yakov Ben-Zion.

—Exactamente —dijo el rabino—. Es mi siguiente punto. Estos kunivaru son un pueblo primitivo. Viven más cercanos que nosotros al mundo de la magia y de la brujería, de los demonios y los espíritus; nuestras mentes han sido educadas en los hábitos de la razón. Quizás entre ellos se produzcan con cierta frecuencia tales casos de posesión. Quizá conozcan técnicas para alejar a los espíritus no deseados… Dirijámonos a ellos y permitamos que sean ellos mismos quienes curen a alguien de su propia raza.

Yigal no tardó mucho en llegar, trayendo consigo a seis kunivaru, incluyendo a Gyaymar, el jefe del pueblo. Llenaron la pequeña sala del hospital, moviéndose de un lado a otro como una delegación de enormes y peludos centauros. Me sentí oprimido por el olor acre que producían tantos de ellos en un espacio tan reducido, y aunque siempre se habían mostrado amistosos para con nosotros ―no oponiendo ni una sola objeción cuando aparecimos como refugiados para asentarnos en su planeta―, entonces sentí miedo de ellos como no lo había sentido nunca con anterioridad. Arremolinándose alrededor de Seúl, hicieron preguntas sobre él y su propia flexibilidad de lenguaje, y cuando Joseph Avneri contestó en hebreo, murmuraron cosas entre sí, de modo ininteligible para nosotros. Entonces, inesperadamente, se escuchó la voz de Seúl, hablando en contenidos monosílabos espásticos que revelaban la terrible conmoción que debía haber sufrido su sistema nervioso; a continuación, el extraño ser se desvaneció y fue Joseph Avneri quien habló una vez más por los labios del kunivaru, pidiendo perdón y solicitando la liberación de su estado.

Volviéndose hacia Gyaymar, Shlomo Feig preguntó:

—¿Han sucedido antes estas cosas en este mundo?

—¡Oh, sí, sí! —replicó el jefe—. Muchas veces. Cuando muere uno de nosotros teniendo un alma culpable se le niega el reposo, y el espíritu puede emprender extrañas migraciones antes de que le llegue el perdón. ¿Cuál fue la naturaleza del pecado de este hombre?

—Sería difícil de explicar a alguien que no sea judío —contestó el rabino apresuradamente, desviando la mirada—. Lo importante es saber si ustedes disponen de algún medio de deshacer lo que ha caído sobre el infortunado Seúl, cuyo sufrimiento lamentamos todos.