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—¿Qué significan sus palabras? —preguntó el Baal Shem.

—Están diciendo —le informé— que han quedado convencidos del poder de tu Dios. Quieren convertirse en judíos.

Por primera vez observé conmocionado en su postura y serenidad a Reb Shmuel. Sus ojos fulguraron ferozmente, y se abrió paso por entre la multitud de los kunivaru. Creando un pasillo entre ellos y acercándose a mí, me espetó:

—¡Eso es absurdo!

—De todos modos, mírelos. Le rinden culto a usted, Reb Shmuel.

—¡Yo rechazo su culto!

—Ha obrado usted un milagro. ¿Les puede culpar por adorarle y sentir verdadera ansia por su fe?

—Que adoren lo que quieran —dijo el Baal Shem—, pero ¿cómo pueden convertirse en judíos? Sería una burla.

—¿Qué fue lo que le dijo usted al rabino Shlomo? —le pregunté, sacudiendo mi cabeza—. Que nada se perdía a los ojos de Dios. Siempre ha habido convertidos al judaísmo; nunca les invitamos, pero tampoco les rechazamos si son sinceros, ¿no es así, Reb Shmuel? Incluso aquí, en las estrellas, hay una continuidad de la tradición; y nuestra tradición dice que no endurezcamos nuestros corazones para con aquellos que buscan la verdad de Dios. Ésta es buena gente: permítales ser recibidos en Israel.

—No —dijo el Baal Shem—. Antes que nada, un judío debe ser humano.

—Muéstreme dónde dice eso en la Torá.

—¡La Torá! Está burlándose de mí. Antes que nada, un judío debe ser humano. ¿Acaso se permitió a los gatos convertirse en judíos? ¿Y a los caballos?

—Estas gentes no son ni gatos ni caballos, Reb Shmuel. Son seres tan humanos como nosotros.

—¡No! ¡No!

—Si puede haber un dybbuk en Mazel Tov IV —observé—, también puede haber judíos con cuatro patas y pelaje verde.

—No. No, no. ¡No!

El Baal Shem ya no quería saber nada más de esta discusión. Apartando de un modo muy poco santo las manos de los kunivaru que se extendían hacia él, reunió a sus seguidores y se marchó como una torre de dignidad ofendida, sin despedirse siquiera.

Pero ¿cómo puede negarse la verdadera fe? Los Hasidim no ofrecieron estímulo alguno, de modo que los kunivaru acudieron a nosotros; aprendieron hebreo y les prestamos libros, y el rabino Shlomo les dio instrucción religiosa. A su debido tiempo y siguiendo su propia forma, los kunivaru se convirtieron al judaísmo. Todo esto sucedió hace años, en la primera generación después de la Llegada. Ahora, la mayoría de quienes vivieron aquellos tiempos ya han muerto —el rabino Shlomo, el Baal Shem Reb Shmuel, Moshe Shiloah, Shmarya Asen. Yo era entonces muy joven. Ahora sé muchas cosas más, y si no estoy más cerca de Dios de lo que jamás estuve, quizás Él se ha acercado más a mí. Como carne y mantequilla en la misma comida, y aro mi tierra en el Sabbath, pero ésas son viejas costumbres que tienen muy poco que ver con las creencias, o con la ausencia de fe.

También nos sentimos mucho más cerca de los kunivaru de lo que estábamos en aquellos primeros tiempos. Ya no parecen ser criaturas extrañas, sino simplemente vecinos cuyos cuerpos poseen una forma diferente. Los más jóvenes de nuestro kibbutz se sienten especialmente atraídos hacia ellos. El año pasado, el último rabino Lhaoyir, un kunivaru, sugirió a algunos de nuestros jóvenes que acudieran a recibir lecciones a la Talmud Torá, la escuela religiosa que él dirige en el pueblo kunivaru; desde la muerte de Shlomo Feig no ha habido en el kibbutz nadie capaz de impartir esa instrucción. Cuando Reb Yossele ―el hijo y sucesor del Baal Shem Reb Shmuel― se enteró de eso, opuso fuertes objeciones. «Si vuestros jóvenes toman instrucción», dijo, «al menos enviádnoslos a nosotros, y no a unos monstruos verdes». Mi hijo Yigal le expulsó del kibbutz. Yigal le dijo a Reb Yossele que preferíamos que nuestros jóvenes aprendieran la Torá de monstruos verdes que permitir que fueran educados por los Hasidim.

Y así el hijo de mi hijo ha recibido sus lecciones en la escuela Talmud Torá del rabino Lhaoyir, el kunivaru, y a la próxima primavera pasará su bar mitzvah. En otros tiempos me habría sentido desconcertado por tales cuestiones, pero ahora sólo digo: ¡qué extraño! ¡Qué inesperado! ¡Qué interesante!

Desde luego, el Señor, si es que existe, debe tener un agudo sentido del humor. Me gusta un Dios capaz de sonreír y hacer una mueca, que no se tome a sí mismo con excesiva seriedad. ¡Los kunivaru son judíos! ¡Sí! ¡Están preparando a David para su bar mitzvah! ¡Sí! Hoy es el Yom Kippur y escucho el sonido del shofar procedente de su pueblo. ¡Sí! Que así sea. Que así sea, sí, y que todo sean alabanzas para Él.