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Este había sido el camino del Destino; nos había llevado a esos tempranos accidentes de la fortuna que predeterminaron todo cuanto jamás podríamos ser. Ahora comprendía que el mismo camino nos reunía de nuevo. Fuera lo que fuese lo que habíamos perdido, juntos poseíamos el precioso e incomunicable pasado.

Alza la vista de la página y se resquebraja. No queda un todo que proteger, nada más sólido que células trenzadas y centelleantes. Lo que indican los escáneres él lo ha visto de cerca, en el campo: parientes más antiguos aún encaramados en su tronco encefálico, girando siempre en círculos hacia atrás, a lo largo del curvilíneo curso fluvial. Avanza torpemente hacia ese hecho, el único lo bastante grande para llevarlo a casa, cayendo hacia atrás, hacia lo incomunicable, lo no reconocido, el pasado que él ha dañado de manera irreparable, tan solo por existir. Destruido y rehecho con cada pensamiento. Un pensamiento que necesita contar a alguien antes de que también se desvanezca.

Una voz anuncia el momento del desembarque. La gente se levanta y él también lo hace, y saca su bolsa de viaje, despojándose de sí mismo en todo cuanto toca. Avanza tambaleante por la pasarela cubierta para salir a otro mundo, transformado a cada paso por impostores. Necesita que ella esté ahí, al otro lado de la recogida de equipajes, aunque ha perdido por completo el derecho a esperarlo. Allí, sujetando una tarjeta con su nombre, escrito con claridad para que él pueda leerlo. «Hombre», debe decir la tarjeta. No: «Weber». Ella será quien la sujete, y así es como él debe encontrarla.

Richard Powers

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