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«Estable.» «Ha tenido suerte.» Estas palabras sostuvieron a Karin hasta el mediodía. Pero la siguiente vez que el traumatólogo habló con ella, las palabras se habían convertido en «edema cerebral». La presión intracraneal había aumentado de repente. Las enfermeras estaban tratando de bajarle la temperatura. El médico mencionó el respirador artificial y un drenaje ventricular. La suerte y la estabilidad se habían esfumado.

Cuando le permitieron ver a Mark de nuevo, ya no lo conoció. La persona a la que vio la segunda vez yacía en estado comatoso, la cara transformada en la de un desconocido. No abrió los ojos cuando ella pronunció su nombre. Sus brazos permanecieron inmóviles incluso cuando se los apretó.

Los médicos hablaron con ella, y lo hicieron como si fuese una deficiente mental. Karin insistió en que la informaran. El porcentaje de alcohol en sangre de Mark había estado justo por debajo del límite establecido en Nebraska: tres o cuatro cervezas en las horas previas al vuelco de su camioneta. No se apreciaba ninguna otra sustancia en su organismo. El vehículo estaba destrozado.

Dos agentes de policía se la llevaron aparte, al pasillo, y la interrogaron. Ella respondió lo que sabía, es decir, nada. Al cabo de una hora se preguntó si había imaginado la conversación. Luego, por la tarde, un hombre cincuentón con camisa azul de faena se sentó junto a ella en la sala de espera. Karin logró volverse y parpadeó. No era posible, ni siquiera en aquel pueblo: intentaban ligársela en la sala de espera de una unidad de traumatología.

– Debería consultar con un abogado -le dijo el hombre.

Ella parpadeó de nuevo y sacudió la cabeza. La falta de sueño.

– ¿Es usted pariente del hombre que volcó con su camión? Lea lo que dicen de él en el Telegraph. No hay duda de que debería buscarse un abogado.

Karin no dejaba de sacudir la cabeza.

– ¿Lo es usted?

El hombre se echó atrás con brusquedad.

– No, por Dios. Es solo un consejo de paisano.

Ella tomó el periódico y leyó la sucinta noticia del accidente hasta que las lágrimas la volvieron borrosa. Permaneció sentada en el rincón del terrario mientras pudo, y entonces dio una vuelta por la sala y volvió a sentarse. A cada hora que transcurría rogaba que la dejaran ver a su hermano, y cada vez se lo negaban. Dormitó durante cinco minutos, recostada en una silla de madera tallada de color melocotón. Mark surgía en sus sueños, como la hierba búfalo tras un incendio en una pradera. Un niño que, por conmiseración, siempre elegía a los peores jugadores para su equipo. Un adulto que solo la llamaba cuando tenía una borrachera llorona. Le escocían los ojos y notaba la boca pastosa. Se miró en el espejo del lavabo: la piel llena de manchas, titubeante, la cabellera pelirroja como una enmarañada cortina de cuentas. Pero todavía presentable, dadas las circunstancias.

– Se ha producido un empeoramiento -le explicó el médico.

Entonces le habló de ondas B, milímetros de mercurio, lóbulos, ventrículos y hematomas. Karin comprendió por fin. Tenían que operar a Mark.

Le hicieron una incisión en la garganta y le pusieron un tornillo en el cráneo. Las enfermeras dejaron de responder a las preguntas de Karin. Al cabo de unas horas, con su mejor tono de atención al cliente, pidió de nuevo que le permitieran verle. Le dijeron que estaba demasiado débil tras la intervención. Las enfermeras se ofrecieron para conseguirle algo, y solo muy lentamente Karin comprendió que se referían a tranquilizantes.

– Oh, no, gracias -replicó-. Estoy bien.

– Váyase a casa unas horas -le aconsejó el médico-. Prescripción facultativa. Tiene que descansar.

– Hay personas durmiendo en el suelo de la sala de espera. Puedo ir a buscar un saco de dormir y volver enseguida.

– En estos momentos no hay nada que pueda usted hacer por él -le aseguró el doctor.

Pero eso no podía ser, no era así en el mundo del que ella procedía.

Prometió que se iría a descansar si le dejaban ver a Mark, solo un instante. Se lo permitieron. Él tenía aún los ojos cerrados y no reaccionaba a nada.

Entonces vieron la nota. Estaba sobre la mesita de noche, esperando. Nadie pudo decirle a Karin cuándo había aparecido. Algún mensajero había entrado sigilosamente en la habitación, sin que nadie le viera, incluso mientras Karin tenía prohibido el acceso. La caligrafía era de trazos finos e inseguros, etérea: la de un inmigrante de un siglo atrás.

No soy nadie,

pero esta noche en la carretera North Line

dios me ha conducido a ti

para que puedas vivir

y traer de vuelta a alguien más.

* * *

Una bandada de aves, cada una de ellas ardiendo. Las estrellas bajan en picado convertidas en proyectiles. Motas rojas ardientes se encarnan, anidan ahí, una parte del cuerpo, cuerpo en parte.

Dura eternamente: ningún cambio apreciable.

Una bandada de cenizas ardientes. Cuando se atenúa ese dolor gris, siempre se licua. Se extiende tan lentamente que cae como un líquido. Al final no hay más que flujo. Una corriente sin nada a continuación, lo más bajo que existe por encima del conocimiento. El mismo frío es un objeto, por lo que no puede sentirlo.

Lisa agua corporal, que cae a razón de un centímetro por kilómetro. El torso tan largo como el mundo. Una carrera inmovilizada a lo largo de todo el camino desde el inicio al final. Grandes curvas muy cerradas, encorvamientos de la edad, perezosas y demoradas eses, hacen que la corriente retarde durante el mayor tiempo posible la única y larga caída en la que ya termina.

Ni siquiera río, ni siquiera el agua marrón que avanza lentamente hacia el oeste, no ahora ni entonces, excepto cuando crece de vez en cuando. La superficie desbordándose con un grito insonoro. Una columna blanca, como en un río de luz. Entonces puro terror, resonando en el aire, dando saltos mortales y cayendo, todo menos alcanzar su objetivo.

Un sonido sin palabras pero que aun así dice: Ven. Ven conmigo. Prueba la muerte.

Finalmente, solo agua. Agua lisa extendiéndose en su nivel. Agua que es nada pero que cae en nada.

* * *

Karin se registró en uno de esos hoteles turísticos donde se alojan los observadores de las grullas, al lado de la autopista interestatal. El edificio parecía recién descargado de la parte trasera de un camión. Le cobraron un precio excesivo por una habitación. Pero allí se encontraba cerca del hospital, y eso era lo único que importaba. Se quedó una noche, y luego tuvo que buscar otro alojamiento. Como familiar más próximo, tenía derecho a una plaza en el establecimiento que estaba a una manzana del hospital, un hostal subvencionado con la calderilla del mayor cártel global de comida rápida del mundo. La Casa de los Payasos, la habían llamado ella y Mark cuando su padre agonizaba debido a un insomnio letal, cuatro años atrás. Tardó cuarenta días en morir, y en los últimos momentos, cuando por fin accedió a ingresar en el hospital, la madre pasaba a veces la noche en la Casa de los Payasos para estar cerca de él. Karin no podía enfrentarse a ese recuerdo, no en aquellas circunstancias. Subió al coche y se dirigió a la casa de Mark, que estaba a media hora de camino.

Condujo hasta Farview, donde, solo unos meses después de la muerte de su padre, Mark había comprado con su parte de la pequeña herencia una de esas casas prefabricadas seleccionadas por catálogo. Se extravió y tuvo que preguntar por la dirección de la urbanización River Run al encargado de la estación de servicio Texaco en Four Corners, que parecía un doble de Walter Brennan. Era algo psicológico. Ella nunca había querido que Mark viviera allí. Pero tras la muerte de Cappy, Mark no hacía caso a nadie.