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– Sí -aprobó Zerk, que parecía no desarrollar ningún espíritu crítico respecto al comandante.

– Pero, bueno -prosiguió Danglard-, sean cuales sean los esfuerzos del testigo cuando vuelve a su casa tras esta visión terrorífica, cualquiera que sea el número de misas que dé, los vivos que haya visto en manos de los caballeros mueren en la semana que sigue a la desaparición. O, en el mejor de los casos, tres semanas después. Y ése es un punto que no hay que olvidar en lo referente a la historia de la mujer menuda, comisario: todos los que son «prendidos» por el Ejército son crápulas, almas negras, explotadores, jueces indignos o asesinos. Y sus fechorías, por lo general, no las conocen sus coetáneos, están impunes. Por eso el Ejército se encarga de ellos. ¿Cuándo lo vio pasar Lina exactamente?

– Hace más de tres semanas.

– Entonces no hay duda -dijo tranquilamente Danglard contemplando su vaso-. Entonces sí, el hombre está muerto. Se lo ha llevado la Mesnada Hellequin.

– ¿Mesnada, comandante? -interrogó Zerk.

– Las huestes de una casa noble -si lo prefieres-. Y Hellequin es su señor.

Adamsberg volvió a la chimenea, de nuevo con cierta curiosidad, y se apoyó en la columna de ladrillo. El hecho de que el Ejército señalara a asesinos impunes le interesaba. Súbitamente atisbaba que a los tipos cuyo nombre había desvelado Lina no debía de llegarles la camisa al cuerpo, allá en Ordebec. Que los demás debían de observarlos, preguntarse cosas, como qué fechorías podían haber cometido. Aunque no se crea en ello, se cree de todos modos. La idea perniciosa va cavando su galería. Progresa sin ruido por los espacios indecibles de la mente, huronea, deambula. Si uno la rechaza, se calla, pero luego vuelve.

– ¿Cómo mueren los que son «prendidos»? -preguntó.

– Depende. De fiebre brutal o de asesinato. Cuando no es de enfermedad fulgurante o de accidente, con un ser terrestre convertido en ejecutor de la voluntad implacable del Ejército. Un homicidio, pues, pero un homicidio ordenado por el señor Hellequin. ¿Entiende?

Los dos vasos de vino que había bebido -cosa que no solía hacer- habían disuelto la ligera irritación de Adamsberg. Ahora le parecía, por el contrario, que conocer a una mujer capaz de ver ese Ejército terrible era una experiencia inusual y distraída.

Y que las consecuencias reales de semejante visión podían ser espantosas. Se sirvió medio vaso más y robó un cigarrillo del paquete de su hijo.

– ¿Es una leyenda especial de Ordebec? -preguntó.

Danglard negó con la cabeza.

– No. La Mesnada Hellequin pasa por toda Europa del Norte. Por los países escandinavos, Flandes, y cruza todo el norte de Francia e Inglaterra. Pero siempre recorre los mismos caminos.

Y lleva un milenio cabalgando por el de Bonneval.

Adamsberg acercó una silla y se sentó estirando las piernas, cerrando así el pequeño círculo de los tres hombres ante la chimenea.

– No quita -empezó a decir, y la frase se interrumpió, como solía pasar, por falta de un pensamiento suficientemente preciso para poder proseguir.

Danglard nunca había podido acostumbrarse a las brumas indecisas de la mente del comisario, a su ausencia de ilación y de razonamiento de conjunto.

– No quita -prosiguió Danglard en su lugar- que sólo es la historia de una mujer que tiene la desgracia de estar suficientemente perturbada para tener visiones. Y de una madre suficientemente asustada para creérselas y solicitar la ayuda de la policía.

– No quita que es también una mujer que anuncia varias muertes. Suponga que Michel Herbier no se haya ido, suponga que encuentren el cuerpo.

– Entonces, Lina estará en muy mala situación. ¿Quién dice que no mató a Herbier? ¿Y que no cuenta esa historia para engañar a su entorno?

– ¿Cómo, engañar? -dijo Adamsberg sonriendo-. ¿Cree realmente que los caballeros del Ejército Furioso son sospechosos plausibles para la policía? ¿Cree muy astuto por parte de Lina señalar como culpable a un tipo que lleva mil años cabalgando por la zona? ¿A quién van a detener? ¿Al jefe Hennequin?

– Hellequin. Y es un señor. Quizá un descendiente de Odín.

Danglard volvió a coger el vaso con mano segura.

– Déjelo comisario. Deje a los caballeros sin piernas donde están y a esa Lina con ellos.

Adamsberg asintió, y Danglard vació el vaso. Cuando se hubo ido, Adamsberg dio unas vueltas por la estancia, con la mirada vacía.

– ¿Recuerdas la primera vez que viniste, cuando faltaba una bombilla en el techo?

– Sigue faltando.

– ¿Y si pusiéramos otra?

– Dijiste que no molestaba, que las bombillas funcionan o no.

– Es verdad. Pero llega un día en que hay que dar un paso. Siempre llega un momento en que uno piensa que va a poner una bombilla nueva, en que piensa que llamará mañana mismo al capitán de la gendarmería de Ordebec. Y entonces, sólo queda hacerlo.

– Pero el comandante Danglard no deja de tener razón. La mujer está pirada, seguro. ¿Qué quieres hacer con su Ejército Furioso?

– Lo que me molesta no es su Ejército, Zerk. Es que no me gusta que vengan a anunciarme muertes violentas, de esta manera o de otra.

– Lo entiendo. Entonces me ocuparé de la bombilla.

– ¿Esperas hasta las once para darle de comer?

– Me quedo aquí esta noche para alimentarlo cada hora. Echaré cabezadas en la silla.

Zerk tocó el lomo del pájaro con los dedos.

– Está bastante frío, a pesar del calor que hace.

Capítulo 6

A las seis y cuarto de la mañana, Adamsberg sintió una mano que lo sacudía.

– ¡Ha abierto los ojos! Ven a verlo. Corre.

Zerk seguía sin saber cómo llamar a Adamsberg. ¿Padre? Demasiado solemne. ¿Papá? Uno no toma esa costumbre a su edad. ¿Jean-Baptiste? Amistoso y fuera de lugar. Entretanto, no lo llamaba, y esa carencia creaba a veces incómodos vacíos en sus frases. Huecos. Pero esos huecos resumían perfectamente sus veintiocho años de ausencia.

Los dos hombres bajaron la escalera y se inclinaron sobre la canasta de fresas. Había una mejoría, era indiscutible. Zerk se ocupó de retirar las vendas de las patas y desinfectarlas mientras Adamsberg hacía el café.

– ¿Cómo vamos a llamarlo? -preguntó Zerk enrollando una gasa limpia alrededor de cada pata-. Si vive, tendremos que llamarlo de alguna manera. No podemos decir siempre «el palomo». ¿Y si lo llamáramos Violette, como tu guapa teniente?

– No pega. Nadie atraparía a Retancourt para atarle las patas.

– Entonces Hellebaud, como el tipo de la historia que ha contado el comandante. ¿Tú crees que había revisado los textos antes de venir?

– Sí, debió de releerlos.

– Incluso así, ¿cómo pudo memorizarlos?

– No intentes saberlo, Zerk. Si realmente viéramos lo que hay dentro de la cabeza de Danglard, si nos paseáramos por dentro tú y yo, croo que lo que veríamos nos causaría un espanto mucho mayor que cualquier Ejército Furioso.

Nada más llegar a la Brigada, Adamsberg consultó los registros y llamó al capitán Louis Nicolas Émeri de la gendarmería de Ordebec. Adamsberg se presentó, y percibió cierta indecisión al otro lado de la línea. Preguntas susurradas, opiniones, gruñidos, sillas arrastradas. La irrupción de Adamsberg en una gendarmería solía producir ese rápido desconcierto en que cada cual se preguntaba si había que aceptar la llamada o abstenerse de hacerlo aduciendo un pretexto cualquiera. Louis Nicolas Émeri se puso finalmente al aparato.