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– Lina es mi hija -anunció apresuradamente-. Ha visto a Herbier. Lo vio dos semanas y dos días antes de su desaparición. Se lo contó a su jefe y, al final, todo Ordebec se ha enterado.

Danglard se había puesto de nuevo a clasificar archivos, con una barra de contrariedad atravesándole la ancha frente. Había visto a Veyrenc en el despacho de Adamsberg. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Iba a firmar? ¿A reengancharse? La decisión era para esa misma tarde. Danglard se detuvo junto a la fotocopiadora y acarició al gatazo allí tumbado, buscando consuelo en su pelaje. Los motivos de su aversión a Veyrenc no eran confesables. Unos celos sordos y tenaces, casi femeninos, la necesidad imperiosa de apartarlo de Adamsberg.

– Tenemos que darnos prisa, señora Vendermot. ¿Su hija lo vio, y algo le hizo pensar que alguien lo había matado?

– Sí. Gritaba. Y había otros tres con él. Era de noche.

– ¿Había habido una pelea? ¿Por las ciervas y los cervatos? ¿En una reunión, una cena de cazadores?

– No, qué va.

– Vuelva mañana, o en otro momento -decidió Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta-. Vuelva aquí cuando pueda hablar.

Danglard esperaba al comisario, de pie y desabrido, apoyado en la esquina de la mesa.

– ¿Tenemos a la niña? -preguntó Adamsberg.

– Los chicos la han encontrado en un árbol. Se había subido hasta lo más alto, como un joven jaguar. Tiene un gerbillo en las manos, y no lo suelta de ninguna de las maneras. El gerbillo parece estar bien.

– ¿Un gerbillo, Danglard?

– Es un pequeño roedor. A los niños les encanta.

– ¿Y la niña? ¿Cómo está?

– Más o menos como su paloma. Muerta de hambre, de sed y de cansancio. Está recibiendo cuidados. Una de las enfermeras se niega a entrar por el gerbillo, que se ha escondido debajo de la cama.

– ¿Ha explicado por qué lo ha hecho?

– No.

Danglard respondía con reticencia, rumiando sus preocupaciones. No tenía el día parlanchín.

– ¿Sabe que su tío abuelo se ha salvado?

– Sí, pareció aliviada y decepcionada al mismo tiempo. Vivía sola con él desde no se sabe cuándo, y nunca ha puesto un pie en la escuela. No hay seguridad ninguna de que sea realmente su tío abuelo.

– Bien. Delegamos la continuación en Versalles. Pero diga al teniente encargado del caso que no mate al gerbillo de la niña. Que lo pongan en una jaula y le den de comer.

– ¿Es tan urgente?

– Claro, Danglard. Puede que sea lo único que tiene esa niña en el mundo. Un momento.

Adamsberg se dirigió apresuradamente hasta el despacho de Retancourt, que se disponía a empapar las patas a la paloma.

– ¿La ha desinfectado, teniente?

– ¡Momento! -contestó Retancourt-, Primero había que rehidratarlo.

– Perfecto, no tire la cuerda, quiero pedir muestras. Justin ha avisado al técnico, ya viene.

– Se me ha cagado encima -observó tranquilamente Retancourt-. ¿Qué quiere esa mujer? -preguntó señalando el despacho.

– Decir algo que no quiere decir. Es la indecisión personificada. O se va ella sola, o la echamos cuando vayamos a cerrar.

Retancourt se encogió de hombros, un poco despectiva. La indecisión era un fenómeno ajeno a su modo de acción. De ahí su potencia de propulsión, que sobrepasaba con diferencia la de los otros veintisiete miembros de la Brigada.

– ¿Y Veyrenc? ¿También está indeciso?

– Veyrenc ha tomado su decisión desde hace tiempo. ¿Policía o profesor, usted qué eligiría? La enseñanza es una virtud que amarga. La policía es un vicio que enorgullece. Y como es más fácil abandonar una virtud que un vicio, no tiene elección. Me voy a ver al supuesto tío abuelo al hospital de Versalles.

– ¿Qué hacemos con la paloma? No puedo llevármela a casa, mi hermano es alérgico a las plumas.

– ¿Tiene a su hermano en casa?

– Provisionalmente. Se ha quedado sin trabajo. Robó una caja de pernos en el garaje y unas buretas de aceite.

– ¿Puede dejarlo en mi casa esta noche? Me refiero al pájaro.

– De acuerdo -masculló Retancourt.

– Tenga cuidado, hay gatos andando por el jardín.

La mano de la mujer menuda se posó, tímida, sobre el hombro de Adamsberg. Éste se volvió.

– Esa noche -dijo lentamente-, Lina vio pasar al Ejército Furioso.

– ¿A quién?

– Al Ejército Furioso -repitió la mujer en voz baja-. Y allí estaba Herbier. Y chillaba. Y también otros tres.

– ¿Es una asociación? ¿Tiene que ver con la caza?

La señora Vendermot miró a Adamsberg, incrédula.

– El Ejército Furioso -volvió a decir muy bajo-. La Gran Cacería. ¿No lo conoce?

– No -dijo Adamsberg sosteniéndole la mirada estupefacta-. Vuelva usted otra vez, ya me lo explicará.

– Pero ¿ni siquiera le suena el nombre? ¿La Mesnada Hellequin? -susurró.

– Lo siento -repitió Adamsberg volviendo a su despacho seguido de la mujer-, Veyrenc, ¿conoce a una pandilla que se llama «el Ejército Curioso»? -preguntó mientras se metía en el bolsillo las llaves y el móvil.

– Furioso -corrigió la mujer.

– Eso. La hija de la señora Vendermot vio al desaparecido con ellos.

– Y a otros -insistió la mujer-. Jean Glayeux y Michel Mortembot. Pero mi hija no reconoció al cuarto.

Una expresión de intensa sorpresa pasó por el rostro de Veyrenc, que luego sonrió ligeramente, levantando el labio. Como un hombre a quien traen un regalo muy inesperado.

– ¿Su hija lo ha visto de verdad? -preguntó.

– Por supuesto.

– ¿Dónde?

– Donde suele pasar en nuestra tierra, en el camino de Bonneval, en el bosque de Alance. Siempre ha pasado por allí.

– ¿Está delante de la casa de su hija?

– No, vivimos a más de tres kilómetros.

– ¿Su hija había ido a verlo?

– No, ni hablar de eso. Lina es una chica muy razonable, muy sensata. Estaba allí, eso es todo.

– ¿De noche?

– El Ejército Furioso siempre pasa de noche.

Adamsberg arrastró a la mujer menuda hacia fuera, pidiéndole que pasara al día siguiente o llamara otro día, cuando tuviera las cosas más claras. Veyrenc lo retuvo discretamente, mordisqueando un bolígrafo.

– Jean-Baptiste -preguntó-, ¿de verdad no has oído nunca hablar de eso? ¿Del Ejército Furioso?

Adamsberg sacudió la cabeza, peinándose rápidamente con los dedos.

– Entonces pregunta a Danglard -insistió Veyrenc-, Le interesará mucho.

– ¿Por qué?

– Porque, por lo que sé, es el anuncio de una sacudida. Puede que de una sacudida del copón.

Veyrenc esbozó de nuevo una sonrisa y, como decidido súbitamente por la irrupción del Ejército Furioso, firmó.

Capítulo 4

Cuando Adamsberg volvió a su casa, más tarde de lo previsto -por lo que se habían complicado las cosas con el tío abuelo-, su vecino, el viejo español Lucio, estaba meando ruidosamente en el árbol del pequeño jardín, en el calor de la noche.

– Hombre, hola -dijo el viejo sin interrumpir el chorro-. Uno de tus tenientes te está esperando. Una mujerona alta y ancha como una torre. Tu hijo le ha abierto.

– No es una mujerona, Lucio. Es una diosa, una diosa polivalente.

– Ah, ¿es ella? -preguntó Lucio abrochándose el pantalón-. ¿La mujer de la que tanto hablas?

– Sí, la diosa. Por eso, claro, no puede parecerse a los demás. Oye, ¿tú sabes qué es eso del Ejército Curioso? ¿Te suena el nombre?