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– Ocasión ideal -aprobó Adamsberg-. Porque, si mueren los tres prendidos, el terror de los habitantes de Ordebec se volverá necesariamente contra los Vendermot. Contra Lina, responsable de la visión, médium entre los vivos y los muertos. Pero también contra Hippo, de quien todo el mundo sabía que tenía los seis dedos del diablo. En semejante contexto, el asesinato de los dos Vendermot no sorprendería a nadie, y la mitad de los habitantes podría ser sospechosa. Exactamente como cuando los aldeanos, en mil setecientos algo, destrozaron a golpes de horca a un tal Benjamín, que había descrito a los prendidos. Para poner fin a la hecatombe, la chusma lo mató.

– Pero no estamos en el siglo XVIII, el método cambiará. No destriparán a Lina y a Hippo en la plaza mayor, lo harán de forma más discreta.

– Denis asesina, pues, a Herbier, Glayeux y Mortembot. Aparte de Herbier, lo hace a la manera antigua, siguiendo más o menos el ritual, para reforzar el temor popular. Le pega bastante pertenecer a un club elitista de ballesteros, ¿no?

– Primer punto que comprobar -asintió Veyrenc lanzando la vigésima manzana.

– No puedes apuntar bien si te quedas sentado. Y como las tres víctimas son unos cabronazos reconocidos, y seguramente asesinos, Denis no tiene por qué andarse con escrúpulos a la hora de sacrificarlos.

– Eso hace que, en estos mismos momentos, Lina e Hippo estén en peligro.

– No antes de la noche.

– ¿Eres consciente de que, de momento, toda la historia está basada en la cochinilla violeta?

– Podemos trabajar sobre las coartadas de Denis.

– No podrás acercarte a ese tipo más que a los Clermont.

Los dos hombres permanecieron un momento en silencio, tras lo cual Veyrenc lanzó de golpe toda su reserva de manzanas y recogió los platos del desayuno en una bandeja.

– Mira -dijo Adamsberg en voz baja, reteniéndolo por el brazo-. Hellebaud sale.

– ¿Le has puesto alpiste hasta allí? -preguntó Veyrenc.

– No.

– Entonces es que busca bichos por sí mismo.

– Insectos, crustáceos, artrópodos.

– Sí.

Capítulo 45

El capitán Émeri escuchaba a Adamsberg y Veyrenc sobrecogido. Nunca había visto esa marca; nunca había oído decir que los niños Vendermot fueran hijos de Valleray.

– Que se había acostado con todo lo que se movía, eso sí se sabía, igual que se sabía que su mujer lo odiaba y que malmetió a su hijo contra él.

– Igual que se sabe que, luego, la mujer tampoco se privó de nada -añadió Blériot.

– No hace falta sacar todos los trapos sucios, cabo. La situación es suficientemente lamentable así.

– Sí que hace falta, Émeri -dijo Adamsberg-, hay que sacar todos los trapos sucios. Está ese crustáceo, es algo que no se puede borrar.

– ¿Qué crustáceo?

– La cochinilla -explicó Veyrenc-, Es un crustáceo.

– ¿Y eso qué coño nos importa? -se irritó Émeri levantándose bruscamente-. No se quede plantado allí, Blériot, vaya a hacernos café. Te lo advierto, Adamsberg, y escúchame bien. Me niego a concebir la menor sospecha contra Denis de Valleray. ¿Me oyes? Me niego.

– Porque es vizconde.

– No me insultes. Olvidas que la nobleza del Imperio no tiene nada que ver con los aristócratas.

– Entonces ¿por qué?

– Porque tu historia no tiene sentido. La historia de un tipo que mata a otros tres sólo para poder deshacerse de los Vendermot.

– Cuadra perfectamente.

– No, para eso haría falta que Denis fuera un tarado o un sanguinario. Lo conozco, no es ni lo uno ni lo otro. Es listo, oportunista, ambicioso.

– Mundano, infatuado, despectivo.

– Sí, todo eso. Pero también gandul, prudente, medroso, sin espíritu de decisión. Te equivocas. Denis nunca tendría energía para disparar a Herbier en plena cara, para destrozar a Glayeux a hachazos ni para lanzar un perno a Mortembot. Buscamos a un loco temerario, Adamsberg. Y los locos temerarios, sabes muy bien dónde viven en Ordebec. ¿Quién te dice que no es al contrario? ¿Quién te dice que no fue Hippo quien mató a los tres hombres antes de prepararse para atacar a Denis de Valleray?

Blériot dejó la bandeja sobre la mesa, dispuso las cuatro tazas a toda prisa, de cualquier manera, a diferencia de cómo lo hacía Estalére. Émeri se sirvió sin sentarse, pasó el azúcar a todo el mundo.

– ¿Eh, quién te dice que no fue así? -insistió.

– No lo había pensado -dijo Adamsberg-. Podría encajar.

– Encaja perfectamente incluso. Imagina que Hippo y Lina sepan de quién son hijos y conozcan el testamento. Es posible, ¿no?

– Sí -dijo Adamsberg rechazando con firmeza el azúcar que le ofrecía Émeri.

– Tu razonamiento se aplica entonces perfectamente, pero en sentido contrario. Les interesa eliminar a Denis. Pero, apenas sea leído el testamento, resultarán sospechosos. Entonces Lina se inventa una visión, dejando la incógnita de la cuarta víctima.

– De acuerdo -admitió Adamsberg.

– Cuarta víctima que será Denis de Valleray.

– No, no encaja, Émeri. Eso no protegería a los Vendermot de la sospecha, al contrario.

– ¿Y por qué?

– Porque habría que creer que es el Ejército de Hellequin el que mató a los cuatro hombres. O sea que volvemos a los Vendermot.

– Joder -dijo Émeri dejando su taza-. Entonces encuentra otra cosa.

– Primero, comprobar si Denis de Valleray hace tiro con ballesta -dijo Veyrenc, que se había guardado una manzanita verde y la hacía rodar entre las palmas de las manos.

– ¿Has trabajado sobre los clubes deportivos de la zona?

– Hay muchos -dijo Émeri descorazonado-. Once en toda la región, cinco en el departamento.

– ¿Hay alguno más elegante que los demás, entre los once?

– La Compañía de la Marcha, en Quitteuil-sur-Touques. Hay que estar apadrinado por dos miembros para poder entrar.

– Perfecto. Pregúntales si Denis es miembro.

– ¿Cómo? Nunca me darán ese dato. Esos círculos protegen a sus miembros. Y no tengo intención de decirles que la gendarmería abre una investigación sobre el vizconde.

– Sí, es prematuro.

Émeri dio vueltas por la estancia, con el busto rígido, las manos en la espalda, el rostro hermético.

– De acuerdo -dijo al cabo de un rato, bajo la mirada insistente de Adamsberg-. Lanzaré un farol. Salgan los tres, me horroriza mentir en público.

El capitán abrió la puerta a los diez minutos y les hizo señas para que volvieran, con ademán agresivo.

– Me he hecho pasar por un tal François de Rocheterre. He dicho que el vizconde de Valleray aceptaba apadrinarme para entrar en la Compañía. He preguntado si era necesario tener dos padrinos, o si bastaba con la recomendación del vizconde.

– Muy buena -opinó Blériot.

– Olvide esto, cabo. Acostumbro trabajar con rectitud, no me gustan estas jugarretas.

– ¿Resultado? -preguntó Adamsberg.

– Sí -suspiró Émeri-, Valleray pertenece al club. Y es un buen tirador. Pero nunca ha aceptado participar en los concursos de la Liga de Normandía.

– Demasiado común seguramente -dijo Veyrenc.

– Sin duda. Pero tenemos un problema. El secretario del club hablaba demasiado. No por el gusto de informarme, sino porque quería ponerme a prueba. Desconfiaba, estoy seguro. Lo cual significa que la Compañía de la Marcha podría llamar a Denis de Valleray para preguntarle si conoce a un tal Rocheterre. Y Denis comprendería que alguien usa un nombre falso para informarse sobre él.