– Y más precisamente sobre sus capacidades como ballestero.
– Exacto. Denis no es una lumbrera, pero captará rápidamente que es sospechoso del asesinato de Mortembot. O para la policía, o para un desconocido. Estará en guardia.
– O acabará muy rápidamente el trabajo. Suprimiendo a Hippo y Lina.
– Ridículo -dijo Émeri.
– Denis tiene todo que perder -insistió Adamsberg-, Piénsalo bien. Lo mejor sería poner vigilancia en el castillo.
– Ni hablar. El conde y el vizconde se me echarían encima, son mis superiores. Vigilancia no motivada, sospechas difamatorias, falta profesional.
– Exacto -reconoció Veyrenc.
– Entonces vigilamos la casa Vendermot. Pero es mucho menos seguro. ¿Puedes llamar a Faucheur?
– Sí.
– No es necesario antes de que sea noche cerrada. Empezamos a las diez, paramos a las seis de la madrugada. Son ocho horas de guardia, podemos hacerlo.
– Muy bien -dijo Émeri, que pareció súbitamente cansado-, ¿Dónde está Danglard?
– Estaba sonado por lo que le pasó. Ha vuelto a París.
– O sea que sólo son dos.
– Será suficiente. Montas guardia de diez a dos; te relevo con Veyrenc. Nos da tiempo para cenar antes en el Jabalí.
– No, lo hacemos al contrario. Tomo la segunda guardia con Faucheur, de dos a seis. Estoy agotado, dormiré antes.
Capítulo 46
Adamsberg llevaba tres días yendo con un libro de casa de Léo al hospital. La peinaba, luego se sentaba en la cama, apoyado en un codo, y le leía unas veinte páginas. Era un libro antiguo, que detallaba los meandros de un amor loco destinado a la catástrofe. El asunto no parecía apasionar a la anciana, pero sonreía mucho durante la lectura, agitando la cabeza y los dedos, como si oyera una canción y no una historia. Hoy Adamsberg había cambiado intencionadamente de volumen. Le leyó un capítulo técnico sobre el parto en las yeguas, y Léo pareció danzar del mismo modo. Igual que la enfermera, que no se perdía una sesión de lectura y a quien el cambio de tema no pareció afectar. Adamsberg empezaba a preocuparse por ese estado de paz casi beatífica; había conocido a otra Léo, exuberante, directa, un poco refunfuñona y cortante. El doctor Merlán, que sentía por su colega una fe constante que el comisario empezaba a perder, le aseguró que el proceso seguía el curso exacto descrito por el osteópata, a quien había podido contactar por teléfono el día anterior, en su «casa de Fleury». Léone era perfectamente capaz de hablar y de pensar, pero su subconsciente había puesto esas funciones en pausa, con la ayuda del médico, amparando a la anciana en un saludable refugio, y todavía serían necesarios varios días para poder prescindir de la protección.
– Sólo hace siete días -dijo Merlán-, dé tiempo al tiempo.
– ¿No le ha dicho nada de lo de Mortembot?
– Ni una palabra. Seguimos las consignas. ¿Leyó usted el periódico de ayer?
– ¿El artículo sobre los maderos de París que no se enteran de nada?
– Algo así.
– Tienen razón. Dos muertos desde mi llegada.
– Pero dos evitadas. La de Léone y la del comandante.
– Evitar no es combatir, doctor.
El doctor Merlán abrió los brazos, compadeciéndolo.
– Los médicos no pueden diagnosticar sin síntomas y los policías no pueden hacerlo sin indicios. El asesino es un ser asintomático. No deja rastro, pasa como un espectro. No es normal, comisario, no es normal. Valleray opina lo mismo que yo.
– ¿Padre o hijo?
– Padre, naturalmente. A Denis le importa un pito todo lo que pasa por aquí.
– ¿Lo conoce bien?
– Así así. Lo vemos muy poco en Ordebec. Pero dos veces al año, el conde organiza una cena de notables, y me invita. No es muy agradable, pero es ineludible. La comida es excelente, eso sí. ¿Tiene al vizconde en el visor?
– No.
– Hace bien. Nunca se le habría ocurrido intentar matar a alguien, ¿y sabe por qué? Porque para eso hay que ser decidido, y él no es capaz. Ni siquiera eligió él a su mujer, así que dese cuenta. En fin, es lo que se dice.
– Volveremos a hablar de eso, doctor, en cuanto tenga usted un momento que dedicarme.
Hippolyte tendía la ropa delante de la casa, en una cuerda azul atada a dos manzanos. Adamsberg lo observó: sacudía uno de los vestidos de su hermana para alisarlo antes de tenderlo cuidadosamente. Ni hablar, por supuesto, de anunciarle a bocajarro su nuevo parentesco. Eso, en lo inmediato, no provocaría más que efectos violentos e imprevisibles, y el asesino era demasiado fugaz y móvil para que se añadieran nuevas sorpresas a esa situación incontrolada. Hippolyte se interrumpió, frotando maquinalmente su mano derecha, al ver aproximarse a Adamsberg.
– Aloh, comisario.
– Hola -contestó Adamsberg-. ¿Le duele?
– No es nada, es el dedo que falta. Cuando va a llover, me da pinchazos. Se está nublando al oeste.
– Lleva días nublándose al oeste.
– Pero esta vez va en serio -dijo Hippo reanudando el trabajo-. Va a llover, y no poco. Los pinchazos son fuertes.
Adamsberg se pasó la mano por la cara, vacilante. Émeri habría supuesto muy probablemente que lo que le provocaba el dolor no era el dedo cortado sino el golpe violento que había asestado a Danglard con el canto de la mano.
– ¿Y no le da pinchazos la izquierda?
– A veces una, a veces la otra, a veces las dos. No es matemático.
Inteligencia anormal, mente aguda, aspecto no benigno. Si Adamsberg no hubiera dirigido la investigación del caso, Émeri habría encarcelado a Hippo hace tiempo. Por materializar la visión de su hermana matando a los prendidos y, de paso, eliminando al heredero Valleray.
Hippo estaba tranquilo. Ahora sacudía una de las blusas floreadas de Lina, lo que trajo instantáneamente su pecho a la mente de Adamsberg.
– Se cambia todos los días, es increíble el trabajo que da.
– Esta noche vamos a vigilar su casa, Hippo. Es lo que he venido a decirle. Si ve a nuestros hombres fuera, no les dispare. Estaremos yo y Veyrenc de diez a dos. Luego Émeri y Faucheur hasta el amanecer.
– ¿Por qué? -preguntó Hippo encogiéndose de hombros.
– Los tres han muerto. Su madre tiene razón temiendo por ustedes. He visto una nueva pintada en la pared del almacén, viniendo hacia aquí: «Muerte a los V».
– «Muerte a los Vigilantes» -dijo Hippo sonriendo.
– O «Muerte a los Vendermot». A aquellos por los que llega la tormenta.
– ¿Para qué serviría matarnos?
– Para romper la maldición.
– Tonterías. Ya le he dicho que nadie se atreverá a tocarnos. Y no creo en las guardias. Prueba de ello es que han matado a Mortembot. Sin ánimo de ofender, comisario, usted no ha servido para nada. Estuvieron dando vueltas como cernícalos alrededor de su casa, y ocurrió delante de sus narices. ¿Le importaría ayudarme?
Hippolyte dio con candor el extremo de una sábana a Adamsberg, y ambos la sacudieron en el aire caliente.
– El asesino -prosiguió Hippo pasando dos pinzas al comisario- estaba mientras tanto tranquilamente en su taburete plegable, lo que se habrá reído después. La policía nunca ha impedido a los asesinos matar. Si el tipo está decidido, es como un caballo desbocado; los obstáculos, los salta y punto. Y este asesino está decidido hasta la médula. Para tirar a un hombre a las vías del tren, hay que tener una sangre fría del copón. ¿Sabe por qué atacó a su adjunto?
– Todavía no -dijo Adamsberg en alerta-. Al parecer, lo confundió conmigo.