– Tonterías -volvió a decir Hippo-, Un tipo así no se equivoca de blanco. Tenga cuidado si monta guardia esta noche.
– Nunca ha servido para nada matar a policías. Son como la mala hierba, nunca muere.
– Es verdad, pero éste es sanguinario. Hacha, ballesta, tren, es asqueroso. Un tiro de bala es más limpio, ¿no?
– Pues no tanto. Herbier tenía la cabeza reventada. Y además, hace ruido.
– Es verdad -dijo Hippo rascándose la nuca-. Y él es un fantasma, ni se ve ni se nota.
– Es lo que dice Merlán.
– Por una vez, no se equivoca. Usted haga su guardia si le parece, comisario. Al menos, tendrá la virtud de tranquilizar a mi madre. Últimamente está que no vive. Y tiene que ocuparse de Lina.
– ¿Está enferma?
– De aquí -dijo Hippo señalándose la frente-. Cuando ve al Ejército, se queda conmocionada durante semanas. Tiene crisis.
La llamada de Danglard llegó al Jabalí corredor un poco antes de las nueve de la noche. Adamsberg se levantó con aprensión. Se dirigió lentamente al aparato preguntándose cómo iba a codificar la conversación. Jugar con las palabras era el último de sus talentos.
– Puede usted decir al remitente que esté tranquilo -dijo Danglard-, que he encontrado los dos paquetes en la consigna. La llave era la correcta.
De acuerdo, pensó Adamsberg aliviado. Danglard había localizado a Zerk y Mo. Estaban efectivamente en Casares.
– ¿No están muy deteriorados?
– El papel, un poco arrugado; la cuerda, desgastada, pero todavía muy presentables.
De acuerdo, se repitió Adamsberg. Los dos jóvenes estaban cansados, pero en buen estado.
– ¿Qué hago con ellos? -preguntó Danglard-, ¿Los devuelvo al remitente?
– Si no son un estorbo, quédeselos de momento. Todavía no tengo noticias del centro de distribución.
– Es que ocupan sitio, comisario. ¿Dónde los pongo?
– No es mi problema. ¿Está usted cenando?
– Todavía no.
– ¿Es la hora del aperitivo? Tómese un oporto a mi salud.
– Nunca bebo oporto.
– Pues a mí me gusta. Tómeselo.
De acuerdo, se dijo Danglard. Era bastante zafio, pero no una tontería. Adamsberg le pedía que se llevara a los chicos a Oporto. Es decir en la dirección opuesta a la que habían llevado hasta entonces. Y no había ninguna noticia de las investigaciones de Retancourt. Demasiado pronto, pues, para hacerlos volver a Francia.
– ¿Alguna novedad en Ordebec?
– Todo estancado. Esta noche quizá.
Adamsberg se reunió con Veyrenc en la mesa y acabó la carne casi fría. Un trueno sacudió súbitamente las paredes del restaurante.
– Nubes al oeste -murmuró Adamsberg alzando el tenedor.
Los dos hombres iniciaron la guardia nocturna bajo una lluvia violenta y con estrépito de relámpagos. Adamsberg se asomó al diluvio. En esos momentos, y sólo en esos, se sentía parcialmente vinculado a la masa de energía que estallaba allá arriba sin motivo ni objeto, sin más impulso que el despliegue de una fuerza fantástica e inútil. Fuerza que le había faltado singularmente esos últimos días; fuerza enteramente abandonada en manos del enemigo. Y que esa noche, por fin, consentía en derramarse sobre él.
Capítulo 47
La tierra estaba todavía mojada a la mañana siguiente, y Adamsberg, sentado bajo el manzano del desayuno, con la caja de azúcar en la espalda, sentía el pantalón impregnarse de humedad. Con los pies descalzos, se entretenía cogiendo hierba con los dedos y tirando de las briznas. La temperatura había bajado al menos diez grados; el cielo estaba brumoso, pero la avispa de esa mañana, valerosa, había venido de nuevo a verlo. Hellebaud picoteaba a cuatro metros del umbral de la habitación, lo cual representaba un avance notable. Ninguno, en cambio, por el lado del asesino. La noche se había desarrollado sin alerta.
Blériot venía hacia él bamboleando su cuerpo tan rápido como le era posible.
– Mensajería saturada -dijo resoplando al llegar a su altura.
– ¿Cómo?
– Su mensajería, está saturada. No he podido ponerme en contacto con usted.
Grandes ojeras, mejillas no afeitadas.
– ¿Qué pasa, cabo?
– Denis de Valleray no podría haber masacrado a los Vendermot esta noche. Está muerto, comisario. Dese prisa, lo llaman desde el castillo.
– ¿Cómo ha muerto? -exclamó Adamsberg corriendo descalzo hacia su habitación.
– Se ha matado tirándose por la ventana -informó a voces Blériot, y se sintió incómodo porque ése no era un tipo de hecho que se divulgara a voz en grito.
Adamsberg no se tomó el tiempo de ponerse un pantalón limpio. Cogió el teléfono, calzó directamente los zapatos disponibles y corrió a despertar a Veyrenc. Cuatro minutos después, se subía al coche del cabo.
– Cuente, Blériot, lo escucho. ¿Qué se sabe?
– El conde descubrió el cuerpo de Denis a las ocho y cinco de esta mañana. Llamó a Émeri. El capitán se fue sin esperarlo a usted, que estaba ilocalizable. Me mandó a buscarlo.
Adamsberg apretó los labios. Al volver de la guardia nocturna, él y Veyrenc habían desconectado los móviles para hablar libremente de los dos jóvenes huidos. Y había olvidado volver a poner la batería antes de irse a dormir. A fuerza de considerar el móvil como un enemigo personal, cosa que era efectivamente, no le había prestado la atención debida.
– ¿Qué dice?
– Que Denis de Valleray se ha suicidado, sobre eso no cabe ninguna duda. El cuerpo huele a whisky que apesta. Émeri dice que el vizconde bebió cuanto pudo para darse valor. Yo no estoy tan seguro. Porque el vizconde se encontró mal. Se asomó y vomitó por la ventana. Vive en un segundo piso, el patio de abajo está adoquinado.
– ¿Pudo caer por accidente?
– Sí. Las barandillas de las ventanas del castillo son muy bajas. Pero, como dos de sus cajas de calmantes están vacías y la de somníferos abierta, el capitán piensa que quiso suicidarse.
– ¿Hacia qué hora?
– Las doce, o la una de la madrugada. Por una vez, la forense ha llegado enseguida y los técnicos también. Se desplazan más deprisa cuando se trata del vizconde.
– ¿Se medicaba mucho?
– Ya lo verá. Tenía la mesilla de noche cubierta.
– ¿Bebía mucho?
– Es lo que dicen. Pero nunca hasta el punto de emborracharse o de ponerse malo. Lo malo -dijo Blériot torciendo el gesto- es que Émeri afirma que Denis no se habría suicidado si usted no hubiera iniciado esa investigación sobre la compañía de ballesteros.
– ¿O sea que es por mi culpa?
– En cierto modo. Porque anoche, el secretario de la Compañía se presentó en el castillo para el aperitivo.
– Pues sí que se han dado prisa.
– Pero luego, según el conde, Denis no pareció preocupado durante la cena. Hay que decir que, en esa familia, nadie presta mucha atención al otro. Cada cual come en su rincón, en una mesa inmensa, sin intercambiar más de tres palabras. No hay más testigos, su mujer está en Alemania con los niños.
– Émeri debería pensar también que, si el vizconde se ha suicidado, es que era efectivamente culpable.
– También lo dice. Ya conoce un poco al capitán. Se pone hecho una furia, como corresponde a un tataranieto de mariscal, pero luego se le pasa enseguida. Sólo dice que usted podría haber hecho las cosas de otra manera. Con más prudencia, acumulando pruebas poco a poco antes de arrestar a Denis. Así no estaría muerto.
– Pero estaría condenado a cadena perpetua, y sus crímenes saldrían a la luz. Exactamente lo que no quiso. ¿Cómo está el conde?
– Chocado. Encerrado en su biblioteca. Pero sin tristeza. Esos dos no podían verse ni en pintura.