Adamsberg recibió una llamada de Émeri por el móvil, a dos kilómetros del castillo.
– Tengo el papel -dijo el capitán con voz dura.
– ¿Qué papel?
– Tu puto testamento, hostia. De acuerdo, los dos hijos Vendermot heredan cada uno un tercio. La única ventaja para Denis es que se quedaba con el castillo.
– ¿Lo has hablado con el conde?
– No se puede sacar nada de él, se ha vuelto cortante como un sílex. Creo que no sabe cómo dominar la situación.
– ¿Y sobre los homicidios cometidos por Denis?
– Lo niega todo en bloque. Reconoce que su hijastro no le resultaba simpático, y viceversa. Pero afirma que Denis no puede haber matado a los tres hombres, ni agredido a Léo, ni empujado al comandante Danglard a las vías.
– ¿Motivo?
– Porque lo conoce desde que tenía tres años. Se aferrará a su versión sin descanso. Por miedo al escándalo, ¿entiendes?
– ¿Cuál es su versión?
– Que Denis bebió hasta encontrarse mal, por alguna razón íntima que se desconoce. Que al marearse se precipitó hacia la ventana para vomitar. Que la ventana estaba abierta para que entrara el frescor de la tormenta. Que tuvo vértigo y que cayó.
– ¿Tu idea?
– Hay responsabilidad tuya -masculló Émeri-. La visita del secretario de la Compañía dio la alerta. Denis se administró un mejunje de medicamentos y alcohol, y murió de eso. Pero no de la manera que él había elegido. No perdiendo el conocimiento en la cama. Titubeó hacia la ventana, se asomó para vomitar y cayó.
– Bien -dijo Adamsberg sin tomar nota del reproche del capitán-, ¿Cómo has conseguido que el conde te deje ver el testamento?
– Por presión. Diciéndole que conocía el contenido. Estaba atrapado. Es un trabajo sucio, Adamsberg, abyecto. Sin pureza ni grandeza.
Adamsberg examinó la cabeza rota del vizconde, la altura de la ventana, la barandilla baja, la situación del cuerpo, los vómitos que habían salpicado el suelo. El vizconde había caído desde la habitación, efectivamente. En la espaciosa estancia, una botella de whisky había rodado por la alfombra, y tres cajas de medicamentos yacían abiertas junto a la cama.
– Un neuroléptico, un ansiolítico y un somnífero -dijo Émeri señalando sucesivamente las cajas-. Estaba en la cama cuando se los tomó.
– Ya veo -dijo Adamsberg siguiendo el rastro de vómitos, uno en las sábanas, el segundo en el suelo, a veinte centímetros de la ventana, el último en el alféizar-. Cuando se encontró mal, tuvo el reflejo de precipitarse hacia la ventana. Cuestión de dignidad.
Adamsberg se había sentado en un sillón apartado mientras dos técnicos tomaban posesión de la habitación. Sí, su búsqueda en el club de tiro había desencadenado el suicidio de Valleray. Y sí, el vizconde, después de cinco asesinatos, dos de ellos en grado de tentativa, había elegido su vía de salida. Adamsberg recordó su cabeza calva aplastada contra el suelo del patio. No, Denis de Valleray no tenía ni la estatura ni la expresión de un asesino audaz. Nada salvaje ni intimidatorio, sino un hombre distante y gris, frágil todo lo más. Pero lo había hecho. Con fusil, con hacha, con ballesta. Sólo en ese instante se dio cuenta de que el caso de Ordebec había finalizado. De que los sucesos dispersos y estancados se habían reunido súbitamente formando una bola, como se cierra una gran bolsa de golpe. Como se vacían de repente los nubarrones del oeste. De que iría a ver a Léo una última vez, le leería un nuevo desarrollo de la historia de amor o un pasaje sobre las yeguas preñadas. Una última vez a los Vendermot, a Merlán, al conde, a Gand; una última vez a Lina, el surco en el colchón de lana, su sitio bajo el manzano inclinado. La idea de esos alejamientos y olvidos le hizo experimentar una desagradable sensación de incompletud. Tan ligera como el dedo de Zerk sobre las plumas del palomo. Mañana llevaría a Hellebaud a la ciudad; mañana conduciría hacia París. El Ejército Furioso se desvanecía, el Señor se reincorporaba a las sombras. Habiendo finalmente, se dijo con pesar, cumplido la totalidad de su misión. No se vence al señor Hellequin. Todos lo habían predicho y dicho, y era verdad. Ese año se sumaría a los anales de la leyenda lúgubre de Ordebec. Cuatro prendidos, cuatro muertos. Él sólo había sabido impedir las intervenciones humanas; había salvado, al menos, a Hippo y a Lina de ser destruidos a golpes de horca.
La forense le sacudió el brazo sin miramientos para abordarlo.
– Perdón -dijo Adamsberg-, no la había visto entrar.
– No es un accidente -dijo ella-. Ya lo confirmarán los análisis, pero el examen preliminar indica una dosis letal de benzodiazepinas y, sobre todo, de neurolépticos. Si no se hubiera caído por la ventana, habría muerto probablemente de eso. Suicidio.
– Se confirma -dijo uno de los técnicos aproximándose-. Sólo he visto una serie de huellas, a primera vista suyas.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó la forense-. Sé que su mujer había decidido vivir en Alemania con sus hijos, pero la pareja llevaba años siendo virtual.
– Acababa de enterarse de que estaba a descubierto -dijo Adamsberg con voz cansada.
– ¿De dinero? ¿Arruinado?
– No, por la investigación. Había matado a tres hombres, y casi mata a otro y a la vieja Léone. Se disponía a asesinar a dos más. O cuatro. O Cinco.
– ¿Él? -dijo la forense dirigiendo la mirada hacia la ventana.
– ¿Le sorprende?
– Más que eso. Era un hombre que jugaba mezquino.
– ¿En qué sentido?
– Una vez al mes, más o menos, voy a probar suerte al Casino de Deauville. Allí me lo encontraba. Nunca llegué a hablar con él realmente, pero conoce uno a los demás viendo cómo se comportan ante el tapete. Vacilaba a la hora de tomar decisiones, pedía consejo, atrasaba a toda la mesa de un modo exasperante, y todo eso para hacer apuestas módicas. No era un audaz, un ganador, sino un jugador pusilánime y asistido. No cabe imaginarlo elaborando una idea personal. Menos aún una resolución tan feroz. Vivía exclusivamente de los efectos de su rango, de su prestigio, del apoyo de sus relaciones. Era su seguridad, su red. Ya sabe, las redes que aseguran a los trapecistas.
– ¿Y si esa red amenazaba con romperse?
– Entonces todo es posible, por supuesto -dijo la forense alejándose-, Cuando se desencadena una alarma vital, la réplica humana es imponderable y fulminante.
Adamsberg registró la frase. Nunca habría formulado así las cosas. Podría servirle para reconfortar al conde. Asesinatos fulminantes, suicidio imponderable, no acosar nunca a un animal hasta acorralarlo en un rincón, por mundano y educado que sea. Todos lo sabíamos, había sencillamente diferentes maneras de decirlo. Bajó la gran escalera de roble encerado murmurándose esas palabras, cogió el móvil, que le vibraba en el bolsillo trasero. Lo cual le recordó, al contacto con el barro reseco, que no se había tomado la molestia de ponerse un pantalón limpio. Se detuvo delante de la puerta de la biblioteca descifrando el mensaje de Retancourt. Seis pelos cortados en reposacabezas delant izdo, dos en chaqueta traje fiesta. Doncella confirma corte pelo y olor a garaje. Adamsberg apretó el aparato con los dedos, invadido por esa sensación de fuerza pueril turbadora que lo había atravesado el día anterior durante la tormenta. Alegría primaria, brutal, bárbara, triunfo contra los colosos. Respiró hondo dos veces, lentamente, se pasó la mano por la cara, para eliminar la sonrisa, y llamó a la puerta. En lo que tardó en llegar la respuesta del conde, colérica y acompañada de un bastonazo en el suelo, la frase de la forense se había esfumado entera, engullida por las aguas opacas de su cerebro.