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Tras casi una hora de marcha, se sentó en un banco, a la sombra, apoyando la barbilla en las manos. Había perdido el hilo durante el discurso de Retancourt. ¿Qué le había pasado? Nada. Todos los agentes habían permanecido en sus sitios, atentos al relato de la teniente. Mercadet luchaba contra el sueño y tomaba notas con gran esfuerzo. Todos salvo uno. Estalére se había movido. Naturalmente, había servido los cafés, con el acostumbrado perfeccionismo que ponía en esa operación. El joven se había sentido herido porque Mercadet había rechazado el azúcar que solía tomar, y el teniente se había señalado el vientre. Adamsberg apartó las manos de la cara, apretó las rodillas. Mercadet había hecho otro gesto, había levantado la mano en ademán de rechazo. Fue en ese instante cuando pasó por su cabeza el tiro de ballesta. El azúcar, algo pasaba con el puto azúcar desde el principio. El comisario alzó la mano ante sí, imitando el gesto de Mercadet. Repitió el gesto una decena de veces, volvió a ver la puerta del coche abierta, y a Blériot delante del vehículo averiado. Blériot también había rechazado el azúcar cuando se lo había propuesto Émeri para el café. Había levantado silenciosamente la mano, exactamente igual que Mercadet. En la gendarmería, el día en que hablaban de Denis de Valleray. Blériot, con sus bolsillos de la camisa hinchados de terrones de azúcar, pero que sin embargo no había querido endulzarse el café. Blériot.

Adamsberg inmovilizó sus gestos. La perla estaba allí, brillante, en el hueco de la roca. La puerta que no había cerrado. Quince minutos después, se levantó lentamente, para no espantar las sensaciones todavía poco formadas y no comprendidas, y volvió a su casa a pie. No había deshecho la bolsa del día anterior. La cogió, metió a Hellebaud en el zapato y lo introdujo todo, tan silenciosamente como pudo, en el coche. No quería hacer ruido, temiendo que hablar en voz alta perturbara las partículas de sus pensamientos que estaban soldándose torpemente, de modo que envió un simple mensaje a Danglard con el móvil que le había dado Retancourt: Vuelvo allí. En caso de necesidad, mismo lugar, misma hora. Se vio incapaz de ortografiar «necesidad» y cambió la palabra por «apuro». En caso de apuro, mismo lugar misma hora. Luego dirigió otro mensaje al teniente Veyrenc: Ven 20:30 posada Léo. Trae a Retancourt como sea. Que no os vean, id sendero bosque. Trae rollo de cuerda y comida.

Capítulo 50

Adamsberg se esforzó en pasar inadvertido al entrar de nuevo en Ordebec a las dos de la tarde, una hora favorable de domingo en que las calles estaban vacías. Tomó la carretera forestal para ir a la casa de Léo, abrió la puerta de la habitación que consideraba suya. Hundirse en el surco del colchón le pareció una prioridad evidente. Depositó al dócil Hellebaud en el antepecho de la ventana y se acurrucó en la cama. Sin dormirse, escuchando el arrullo del palomo, que parecía satisfecho de volver a su sitio. Dejando entremezclarse todos sus pensamientos sin tratar ya de seleccionarlos. Recientemente, había visto una fotografía que le había llamado la atención por ofrecerle una clara ilustración de la idea que se hacía de su cerebro. Era el contenido de las redes de pesca vertido en el puente de un gran barco, formando una masa más alta que los marineros, heteróclita, que desafiaba la identificación mezclando inextricablemente la plata de los peces, el pardo de las algas, el gris de los crustáceos -de mar, y no de tierra como la cochinilla-, el azul de los bogavantes, el blanco de las conchas, sin que pudieran distinguirse los límites de los diferentes elementos. Siempre luchaba con eso, con un aglomerado confuso, ondeante y proteiforme, siempre a punto de alterarse o de derrumbarse, incluso de volver al mar. Los marinos seleccionaban la masa echando al agua las piezas demasiado pequeñas, los tapones de algas, las materias impropias, conservando las formas útiles y conocidas. Adamsberg, le parecía a él, procedía a la inversa, desechando los elementos que tenían sentido y escrutando luego los fragmentos ineptos de su amasijo personal.

Volvió al punto de partida, desde la mano de Blériot alzándose ante el café, y dio rienda suelta a las imágenes y sonidos de Ordebec, al bello rostro corroído del señor Hellequin, Léo esperándolo en el bosque, la bombonera Imperio en la mesa de Émeri, Hippo sacudiendo el vestido mojado de su hermana, la yegua cuyo hocico había acariciado, Mo y los lápices de colores, el ungüento en las partes arcillosas de Antonin, la sangre sobre la Madona de Glayeux, Veyrenc hundido en el andén de la estación, las vacas y la cochinilla, las bolas de electricidad, la batalla de Eylau, que Émeri había conseguido contarle tres veces, el bastón del conde golpeando el viejo parquet, el ruido de los grillos en casa de los Vendermot, la piara de jabalíes en el camino de Bonneval. Se volvió boca arriba, se puso las manos debajo de la nuca, mirando las vigas del techo. El azúcar. El azúcar lo había acosado a lo largo de los días, causándole una irritación anormal, hasta el punto de que lo había suprimido del café.

Adamsberg se levantó al cabo de dos horas, con las mejillas demasiado calientes. Sólo tenía una persona a quien ver, Hippolyte. Esperaría hasta las siete de la tarde, la hora en que todos los habitantes de Ordebec están apiñados en las cocinas y cafés para el aperitivo. Pasando por fuera del pueblo, podría llegar a la casa Vendermot sin correr el riesgo de encontrarse con alguien. También ellos estarían tomando el aperitivo, quizá acabando ese terrible oporto que habían comprado para agasajarle. Convencer a Hippo sin que se diera cuenta, hacer que fuera al lugar exacto donde él quería que estuviera, dirigirlo sin un solo fallo. Somos buena gente. Es una definición muy rápida para un niño con los dedos amputados que había aterrorizado a sus compañeros durante años. Somos buena gente. Consultó sus dos relojes. Tenía que hacer tres llamadas de confirmación. Una al conde de Valleray, otra a Danglard y la última a Merlán. Se pondría en camino al cabo de dos horas y media.

Salió sigilosamente de la habitación hasta el sótano. Allí, subiéndose a un tonel, alcanzaba un ventanuco polvoriento, única abertura que daba a una porción del prado de las vacas. Tenía tiempo, esperaría.

Al dirigirse prudentemente a la casa Vendermot cuando sonaba el ángelus, se sentía satisfecho. Tres vacas se habían movido, ni una menos. Y además, varios metros, sin despegar el hocico de la hierba. Eso le pareció un signo excelente para el futuro de Ordebec.

Capítulo 51

– No he podido hacer la compra, todas las tiendas estaban cerradas -dijo Veyrenc vaciando una bolsa de provisiones en la mesa-. He tenido que saquear el armario de Froissy; habrá que reponer cuanto antes.

Retancourt se había apoyado de espaldas contra la chimenea apagada; su cabeza rubia sobrepasaba ampliamente el manto de piedra. Adamsberg se preguntó en qué habitación de la casa la iba a instalar, teniendo en cuenta que todas las camas eran antiguas, es decir demasiado cortas para sus dimensiones corporales. Violette miraba a Veyrenc y Adamsberg preparar los bocadillos de paté de liebre con setas de cardo, con una expresión bastante jovial en la cara. Nunca se sabía por qué Retancourt adoptaba, según los días, un semblante hosco o amable, nadie preguntaba. Incluso sonriente, el aspecto de la oronda fémina acostumbraba tener un cariz rugoso y ligeramente impresionante, que disuadía de hacer confidencias o preguntas a la ligera. Igual que no se da una palmada amistosa -en el fondo irrespetuosa- en el tronco de una secuoya milenaria. Cualquiera que fuera su aspecto, Retancourt imponía deferencia, a veces devoción.