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– ¿Qué hombre? -dijo Blériot, que había dejado sonar una decena de veces antes de contestar, y hablaba con voz pastosa.

– El asesino de Ordebec.

– ¿Y Valleray?

– No era Valleray. Venga ahora mismo, cabo.

– ¿Adónde? ¿A París?

– No hay pozo de Oison en París, Blériot. Despabile.

– ¿Qué hombre? -repitió Blériot tras carraspear.

– Émeri. Lo siento, cabo.

Y Adamsberg lo sentía. Había trabajado con ese tipo, habían caminado, bebido y comido juntos, brindado por la victoria en su casa. Ese día -de hecho, el día anterior-, Émeri estaba jovial, parlanchín, simpático. Había matado a cuatro hombres, empujado a Danglard a las vías, estrellado la cabeza de Léo contra el suelo. La vieja Léo que lo había salvado de la laguna helada. El día anterior, Émeri alzaba su copa de kir a la memoria de su antepasado, estaba confiado, había un culpable, aunque no fuera el previsto. El trabajo no estaba acabado, faltaban todavía dos muertos; tres si Léo recobraba el habla. Pero todo se presentaba inmejorablemente. Cuatro asesinatos realizados, dos tentativas abortadas, otros tres a la vista; tenía su plan. En total, siete muertos; buen balance para un valeroso soldado. Adamsberg iba a volver a su Brigada con el culpable Denis de Valleray, se cerraría el caso, y el campo de batalla quedaría libre.

Adamsberg se sentó con las piernas cruzadas en la hierba, a su lado. Émeri, con los ojos vueltos al cielo, se componía el semblante de un guerrero que no pestañea ante el enemigo.

– Eylau -le dijo Adamsberg-, una de las victorias de tu antepasado y una de tus preferidas. Te sabes la estrategia al dedillo, hablas de ella a quien quiere oírte y a quién no. Porque es «Eylau» lo que dijo Léo, y no «Hello», claro. «Eylau, Gand, azúcar», te señalaba a ti.

– Estás cometiendo el error de tu vida, Adamsberg -dijo Émeri con voz plúmbea.

– Somos tres testigos. Has intentado tirar a Hippo al pozo.

– Porque es un asesino, un diablo. Siempre te lo he dicho. Me ha amenazado, y me he defendido.

– No te ha amenazado. Te ha dicho que sabía que eras el culpable.

– No.

– Sí, Émeri, yo le dicté el papel. Anunciarte que había visto un cuerpo en el pozo, pedirte que vinieras a verlo. Estabas preocupado. ¿Por qué una cita en plena noche? ¿Qué historia era ésa que contaba Hippo del cuerpo en el pozo? Y viniste.

– ¿Y qué? Si había un cadáver, era mi deber desplazarme. Fuera la hora que fuera.

– Pero no había ningún cadáver. Sólo Hippo acusándote.

– No hay pruebas -dijo Émeri.

– Exactamente. Desde el principio, ninguna prueba, ningún indicio. Ni en lo de Herbier, ni en lo de Glayeux, ni en lo de Léo, Mortembot, Danglard, Valleray. Seis víctimas, cuatro muertos, ni una huella. No es frecuente, un asesino que pasa así, como un espectro… o como un policía. Porque ¿quién mejor que un policía para disolver todos los rastros? Tú te encargabas de la parte técnica, tú me dabas los resultados. Totaclass="underline" no teníamos nada, ni una huella, ni un indicio.

– No hay indicio, Adamsberg.

– Confío en que lo hayas destruido todo. Pero queda el azúcar.

Blériot acababa de aparcar junto al palomar y acudía bamboleando su orondo vientre, con una linterna en la mano. Observó el cuerpo del capitán atado en el suelo, lanzó una mirada iracunda a Adamsberg y se retuvo. No sabía si había que intervenir, hablar, no sabía dónde estaban los amigos y los enemigos.

– Cabo, líbreme de estos cretinos -ordenó Émeri-. Hippo me ha citado aquí diciendo que había un cadáver en el pozo, me ha amenazado, y me he defendido.

– Tratando de tirarme al agua.

– No iba armado -dijo Émeri-, Luego habría dado la alarma para que te sacaran de allí. A pesar de que los demonios como tú merecen reventar así. Para que vuelvan a las profundidades de la tierra.

Blériot miraba a Émeri y a Adamsberg, incapaz de elegir campo.

– Cabo -dijo Adamsberg alzando la cabeza-, usted no echa azúcar al café. Así que sus reservas de azúcar son para el capitán, ¿no es así?

– Siempre llevo terrones encima -dijo Blériot con vocecilla seca.

– ¿Para darle uno cuando tiene una crisis? ¿Cuando le fallan las piernas, cuando se pone a sudar y a temblar?

– No puedo hablar de eso.

– ¿Por qué le lleva usted la reserva? ¿Porque le deforma los bolsillos? ¿Porque le da vergüenza?

– Las dos cosas, comisario. No puedo hablar de eso.

– ¿Los terrones tienen que estar envueltos?

– Por higiene, comisario. Pueden pasar semanas en mis bolsillos sin que los toque.

– Sus envoltorios de azúcar, Blériot, son los mismos que recogí en el camino de Bonneval, delante del tronco caído. Allí tuvo una crisis Émeri. Se sentó y se tomó seis terrones, y allí dejó los papeles, y allí los encontró Leó. Después del asesinato de Herbier. Porque diez días antes, no estaban. Léo lo sabe todo. Léo asocia los detalles, las alas de mariposa. Léo sabe que Émeri a veces tiene que tomarse varios terrones de azúcar seguidos para darse fuerza. ¿Qué demonios hacía Émeri en el camino de Bonneval? Es la pregunta que ella le hizo. Y él fue a responder, es decir, a matarla.

– No es posible. El capitán nunca lleva terrones de azúcar. Siempre me los pide.

– Pero esa noche, Blériot, iba él solo a la capilla, así que se llevó unos cuantos. Él conoce su problema. Una emoción demasiado fuerte, un gasto brusco de energía, pueden desencadenar una crisis de hipoglucemia. No podía correr el riesgo de desmayarse después del asesinato de Herbier. ¿Cómo rompe los envoltorios? ¿Por los lados, por el medio? ¿Y luego? ¿Hace una bolita, lo arruga, lo deja tal cual, lo dobla? Cada cual tiene sus manías con los papeles. Usted hace una bolita muy apretada y la mete en el bolsillo delantero.

– Para no tirarla al suelo.

– ¿Y él?

– Lo abre por el medio, deshace los tres cuartos del envoltorio.

– ¿Y después?

– Lo deja así.

– Exactamente, Blériot. Y seguramente, Léo lo sabía. No voy a pedirle a usted que detenga al capitán. Lo pondremos Veyrenc y yo en el asiento trasero del coche. Usted subirá delante. Lo único que le pido es que nos lleve a la gendarmería.

Capítulo 53

Adamsberg había quitado las cuerdas y las esposas a Émeri una vez en la sala de interrogatorio. Había alertado al comandante Bourlant, de Lisieux. Blériot había sido enviado al sótano de Léo para buscar los envoltorios de terrones de azúcar.

– No es prudente dejarle las manos libres -observó Retancourt con el tono más neutro posible-. Recuerde la huida de Mo. Los detenidos se escapan a la mínima de cambio.

Adamsberg cruzó la mirada con Retancourt y encontró en ella, con certeza absoluta, la marca de una ironía provocadora. Retancourt había comprendido lo de la huida de Mo, igual que Danglard, y no había hablado de ello. Y eso a pesar de que nada debió de desagradarle tanto como ese método de efectos imprevisibles.

– Pero, esta vez, está usted aquí, Retancourt -contestó Adamsberg sonriendo-. Así que no corremos ningún peligro. Estamos esperando a Bourlant -dijo volviéndose hacia Émeri-, No estoy habilitado para interrogarte en esta gendarmería donde todavía eres oficial. Bourlant te trasladará a Lisieux.

– Mejor, Adamsberg. Bourlant, por lo menos, respeta los principios basados en los hechos. Todo el mundo sabe que tú paleas nubes, y tu opinión no tiene credibilidad alguna entre las fuerzas del orden, ya sean gendarmes o policías. Espero que lo sepas.

– ¿Por eso insististe en hacerme venir a Ordebec? ¿O porque pensabas que sería más conciliador que tu colega, que no te habría dejado intervenir en la investigación?