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Juan Marsé

El embrujo de Shanghai

A la memoria de la Rosa de Calafell

y de la Berta de L'Arboç.

Para la Carmen de Santa Fe.

Para la Joaquina de Herguijuela.

La verdadera nostalgia, la más honda, no

tiene que ver con el pasado, sino con el futuro.

Yo siento con frecuencia la nostalgia del futuro,

quiero decir, nostalgia de aquellos días de fiesta,

cuando todo merodeaba por delante y el futuro

aún estaba en su sitio.

Luis García Montero, Luna en el sur

CAPÍTULO PRIMERO

1

Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos, dijo el capitán Blay caminando delante de mí con su intrépida zancada y su precaria apariencia de Hombre Invisible: cabeza vendada, gabardina, guantes de piel y gafas negras, y una gesticulación abrupta y fantasiosa que me fascinaba. Iba al estanco a comprar cerillas y de pronto se paró en la acera y olfateó ansiosamente el aire a través de la gasa que afantasmaba su nariz y su boca.

– Y tan desdichada carroña está en la calle, se huele. Pero hay algo más… Sin querer ofender a nadie, se percibe otra descomposición de huevos. ¿No lo notas? -siguió el anciano husmeando su quimera predilecta ayudándose con nerviosos golpes de cabeza, y yo también me paré a oler. El capitán tenía el don de sugestionarme con su voz mineral y sentí un vacío repentino en el estómago y una sensación de mareo.

Así empieza mi historia, y me habría gustado que hubiese en ella un lugar para mi padre, tenerlo cerca para aconsejarme, para no sentirme tan indefenso ante los delirios del capitán Blay y ante mis propios sueños, pero en esa época a mi padre ya le daban definitivamente por desaparecido, y nunca volvería a casa. Pensé otra vez en él, vi su cuerpo tirado en la zanja y los copos de nieve cayendo lentamente y cubriéndole, y luego pensé en las enigmáticas palabras del viejo mochales mientras yo iba andando pegado a sus talones camino del estanco de la plaza Rovira, cuando, al pasar frente al portal número 8, entre el colmado y la farmacia, el capitán se paró en seco por segunda vez y su temeraria nariz, habitualmente desnortada y camuflada bajo el vendaje, detectó de nuevo la pestilencia.

– ¿No reconoces esa gran tufarada, muchacho? -dijo-. ¿Tu cándida naricilla maliciada en el incienso de Las Ánimas y en el agrio sudor de las sotanas ya no distingue el hedor…? -Se interrumpió estirando el cuello, resoplando como un caballo nervioso-: ¿A huevos podridos, a mierda de gato? Nada de eso… Ahí, en ese portal. ¡Ya sé lo que es! ¡Gas! ¡Se veía venir esta miseria!

En el interior del zaguán anidaba ciertamente un tufo a miseria casi permanente, pues era refugio nocturno de mendigos, pero el capitán supo distinguir en el acto una pestilencia de otra y además afirmó que el olor a gas no salía de allí, sino de la maltrecha acera que pisábamos, de las grietas donde crecía una hierba rala y malsana.

Él mismo se encargó de alertar al vecindario. Lo comentó en el estanco, en la farmacia y en la parada de tranvías, y aunque sus arranques de locura senil eran bien conocidos, desde ese día todo aquel que pasaba por la acera alta de la plaza y husmeaba el aire, detectaba el olor con sobresalto. Las mujeres se alarmaron y una vecina avisó a la Compañía del Gas.

– Se trata sin duda de una tubería rota que deja filtrar esa mierda -no se cansaba de repetir el capitán Blay en la taberna de la plaza-. Muy peligroso, señores, todos haríamos santamente evitando circular por allí y metiéndonos cada uno en su casa, a ser posible… Y mucho cuidado con encender cigarrillos junto al quiosco, a vosotros os digo, chavales.

– Sobre todo -advirtió su amigo el señor Sucre a la clientela habitual de bebedores, que escuchaban entre recelosos y burlones-, cuidado con las miradas llameantes y con las ideas incendiarias y la mala leche que algunos todavía esconden. ¡Mucho cuidado! La vieja castañera frente al cine, con su fogón y su lengua viperina, también es un peligro. Una chispa o una palabra soez, y ¡bum!, todos al infierno.

– Cuidado vosotros dos, puñeta, que quemáis periódicos detrás del quiosco -replicó un tranviario socarrón que bebía orujo-. Un día volaremos todos por los aires, con la parada de tranvías y la fuente y…

– ¡¿Y a qué hemos venido a este mundo sino a volar todos por los aires en pedazos, me lo quieres decir, tranviario carcamal vestido de pana caqui?!

– gritó el capitán moviendo sus largos brazos como aspas de molino y restregando los pies en la alfombra de serrín y huesos de aceituna. El vendaje de la cabeza se le había aflojado y colgaban junto a su oreja grumos de algodón deshilachado y amarillento-. ¡Vuele usted en mil pedazos, hombre de Dios, se sentirá mucho mejor!

– Puede que lo haga, sí señor -dijo el tranviario, y mirándome añadió-: Llévatelo ya, chaval. Está como una chota.

Transcurrieron quince días y persistía el tufo en la plaza, y a pesar de las reiteradas quejas de los vecinos a la Catalana de Gas y al Ayuntamiento, nadie vino a efectuar una revisión. Desde la puerta de la taberna se podía observar que todo seguía igual un día tras otro; los viandantes alertados bajaban de la acera evitando pasar por delante del portal, y los inquilinos del edificio, tres plantas con balcones corridos rebosantes de geranios, salían y entraban escurriéndose como ratas asustadas. Los Chacón y yo solíamos transitar expresamente por ese tramo de la acera calentándonos el coco con la emoción del peligro, la inminencia de una catástrofe.

Me encontraba por aquel entonces en una situación singular, nueva para mí, que a ratos me sumía en el tedio y la ensoñación: había dejado la escuela y aún no tenía trabajo. O mejor dicho, lo tenía aplazado. Debido a cierta habilidad que yo mostraba desde niño para el dibujo, mi madre, por consejo y mediación de un joyero fundidor amigo suyo, el señor Oliart, había hecho gestiones para que me admitieran como aprendiz y recadero en un taller de joyería no muy lejos de casa; en el taller le dijeron a mi madre que no precisaban de otro aprendiz hasta dentro de diez meses por lo menos, pasadas las vacaciones del próximo verano, pero aun así ella decidió que el oficio de joyero era justo el que me convenía y se comprometió a mandarme al taller en la fecha acordada. Mi supuesta maña para dibujar y mi gusto por la lectura fueron determinantes en esa decisión: guiada ante todo por el sentido práctico -no podía pagarme estudios y en casa hacía falta otra semanada-, pero seguramente aún más por su intuición, mi madre-quiso encarrilar así un destino que ella preveía marcado por algún tipo de sensibilidad artística, dicho sea en su sentido más vago y prosaico. Sin embargo, por aquel entonces yo me sentía incapaz de asociar la joyería artística a mis inquietudes, y lo único que me gustaba, además de leer y dibujar, era vagar por el barrio y el parque Güell.

Solía juntarme en la taberna de la plaza esquina Providencia con dos chavales de mi edad, los hermanos Chacón, cuya desvergüenza y libertad de movimientos envidiaba secretamente. Eran precarios y confusos sus medios de vida, y también lo eran sus correrías por la barriada; liberados de la escuela mucho antes que yo, habían trabajado ocasionalmente como repartidores y de chicos para todo en colmados y tabernas, y ahora se les veía callejear todo el día. Nunca supe exactamente dónde vivían, creo que en una barraca de la calle Francisco Alegre, en lo alto del Carmelo. Los domingos vendían tebeos usados y sobadas novelas de quiosco a precios de saldo.

Corría el mes de noviembre y la pequeña plaza ensimismada y gris se cubría con las hojas amarillas de los plátanos, el frío se había anticipado y el invierno prometía ser duro. La gente transitaba deprisa y encogida, pero el señor Sucre iba siempre como sonámbulo, hablando solo y comportándose como si dudara de su propia existencia o como si temiera convertirse de pronto en un fantasma. Solía decir que, en días desapacibles y de mucho viento, tenía que echarse a la calle en busca de su propio yo extraviado. Y, en efecto, le veíamos rastreándose a sí mismo por las calles de Gracia con las manos a la espalda y la cabeza gacha, indagando en tabernas y farmacias y droguerías, en recónditas y polvorientas librerías de viejo y en humildes exposiciones de pintura, preguntando a la gente hasta dar con su nombre y sus señas. Y nos contaba a los Chacón y a mí que le costaba tanto volver a ser el que era, y que recibía tan poca ayuda, que a veces tenía ganas de mandarlo todo a paseo y resignarse a ser nadie tomando el sol tranquilamente sentado en un banco de la plaza Rovira. Pero lo más frecuente era verle buscándose ansioso y enrabiado en los sitios más inesperados, dicen que un día se paró ante el cuartel de la Guardia Civil de la Travesera y preguntó al centinela cuál era su nombre y domicilio -el suyo propio, no el del centinela-, y que éste se espantó y llamó a gritos al sargento de guardia y menudo follón se armó.

– A ver, chicos, ¿queréis hacer el favor de decirme cómo me llamo y dónde vivo? -El señor Sucre se había parado en la puerta de la taberna y distrajo momentáneamente nuestra atención del portal número 8-. Por favor.