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– Lo que explicaría lo de la prostituta -señalé-. Dado que vivían vidas separadas.

– Supongo -dijo Garber-. Tengo la impresión de que era un matrimonio, sí, pero más aparente que real, ya me entiendes.

– ¿Cómo se llamaba? -inquirió Summer.

Garber se volvió para mirarla.

– Señora Kramer -contestó-. Ese es todo el nombre que necesitamos saber.

Summer apartó la mirada.

– ¿Con quién viajaba Kramer hasta Irwin? -pregunté.

– Con dos de sus colegas -respondió Garber-. Un general de una estrella y un coronel, Vassell y Coomer. Constituían un verdadero triunvirato: Kramer, Vassell y Coomer. El rostro colectivo del Cuerpo de Blindados.

Me puse en pie y me enderecé.

– Empiece desde medianoche -le dije a Garber-. Dígame todo lo que hizo.

– ¿Por qué?

– Porque no me gustan las coincidencias. Y a usted tampoco.

– No hice nada.

– Todo el mundo hizo algo -objeté-. Menos Kramer.

Me miró a los ojos.

– Oí las campanadas -contestó-. Tomé otra copa. Di un beso a mi hija. Si mal no recuerdo, besé a un montón de gente. Luego canté Auld Lang Syne.

– ¿Y después?

– Me llamaron de la oficina. Me explicaron que, por vía indirecta, teníamos a un general de dos estrellas muerto en Carolina del Norte. Y que el oficial PM de servicio de Fort Bird se lo había quitado de encima. Así que llamé allí y te encontré.

– ¿Qué más?

– Tú te pusiste en marcha y yo llamé a la policía local y me enteré de que era Kramer. Consulté y averigüé que pertenecía al XII Cuerpo. De modo que llamé a Alemania e informé de la muerte, pero no revelé ningún detalle. Eso ya te lo dije.

– ¿Y después?

– Después nada. Esperé tu informe.

– Muy bien -dije.

– Muy bien, ¿qué?

– ¿Muy bien, señor?

– No me vengas con chorradas -soltó-. ¿En qué estás pensando?

– En el maletín -repuse-. Aún quiero encontrarlo.

– Pues sigue buscándolo -dijo-. Hasta que yo localice a Vassell y Coomer. Ellos nos dirán si contenía algo por lo que valga la pena preocuparse.

– ¿No consigue encontrarlos?

– No -contestó-. Se marcharon de su hotel, pero no tomaron ningún avión a California. Nadie parece saber dónde demonios están.

Garber se fue para regresar a la ciudad y Summer y yo subimos al coche y pusimos rumbo al sur. Hacía frío y empezaba a oscurecer. Me ofrecí para coger el volante, pero Summer no me dejó. Por lo visto, su gran afición era conducir.

– El coronel Garber parecía tenso -dijo. Sonaba decepcionada, como una actriz que lo ha hecho mal en una audición.

– Se sentía culpable -indiqué.

– ¿Por qué?

– Porque él mató a la señora Kramer.

Summer me miró fijamente. Iba a ciento cuarenta y me seguía mirando de reojo.

– Es una manera de hablar -aclaré.

– ¿Qué quiere decir?

– Que no fue ninguna coincidencia.

– Eso no es lo que dijo la doctora.

– Kramer falleció de muerte natural. La doctora lo dijo. Pero algo relacionado con este hecho llevó directamente a que la señora Kramer se convirtiera en la víctima de un homicidio. Y fue Garber quien lo puso todo en movimiento al comunicar la noticia al XII Cuerpo. Lo hizo público, y al cabo de dos horas la viuda también estaba muerta.

– Entonces ¿qué está pasando?

– No tengo ni idea.

– ¿Y qué hay de Vassell y Coomer? -dijo-. Formaban un grupo de tres. Kramer está muerto, su esposa está muerta. ¿Y los otros dos desaparecidos?

– Ya lo ha oído. El asunto está fuera de nuestro alcance.

– ¿No va a hacer usted nada?

– Voy a buscar una puta.

Decidimos tomar la ruta más directa que pudiéramos encontrar, de nuevo hacia el motel y aquel bar. De hecho no había opción. Primero la Beltway y luego la I-95. Había poco tráfico. Aún era el día de Año Nuevo. Más allá de las ventanillas el mundo parecía sombrío y tranquilo, frío y soñoliento. Se iban encendiendo luces por todas partes. Summer conducía todo lo rápido que se atrevía, o sea muy deprisa. Un trayecto en el que Kramer habría invertido seis horas nosotros íbamos a hacerlo en menos de cinco. Paramos para repostar y compramos bocadillos rancios que habían sido preparados el año anterior. Los engullimos a la fuerza mientras nos apresurábamos hacia el sur. A continuación dediqué veinte minutos a observar a Summer. Tenía manos pequeñas y bien cuidadas. Las apoyaba ligeramente en el volante. No parpadeaba mucho. Tenía los labios algo separados y más o menos cada minuto se pasaba la lengua por los dientes.

– Hábleme -dije.

– ¿De qué?

– De cualquier cosa. Cuénteme la historia de su vida.

– ¿Por qué?

– Porque estoy fatigado -respondí-. Para mantenerme despierto.

– No es muy interesante.

– Pruébelo -sugerí.

Se encogió de hombros y comenzó por el principio, es decir, en las afueras de Birmingham (Alabama) a mediados de los sesenta. No tenía nada malo que decir al respecto, pero me dio la impresión de que ya entonces ella sabía que para una chica negra había mejores formas de criarse que en la pobre y racista Alabama de aquella época. Tenía hermanos y hermanas. Siempre había sido menuda, pero también ágil, y gracias a sus aptitudes para la gimnasia, bailar y saltar la cuerda no pasó inadvertida en la escuela. También era buena con los libros y había conseguido una serie de discretas becas que le permitieron marcharse del estado a una universidad de Georgia. Se había incorporado al Cuerpo de Formación de Oficiales en la Reserva y en su tercer año se agotaron las becas, pero los militares corrieron con los gastos a cambio de cinco años de servicio en el futuro. Aún no había cumplido ni la mitad del período. En la escuela de PM había destacado. Parecía sentirse cómoda. En ese momento los militares llevaban cuarenta años integrados racialmente, y según ella era el lugar más daltónico de América. No obstante, también se sentía algo frustrada por su progreso personal. Tuve la sensación de que para ella su solicitud a la 110 era todo o nada. Si lo conseguía, se quedaría toda la vida, como yo. Si no, pasados los cinco años se marcharía.

– Ahora hábleme usted de la suya -pidió.

– ¿La mía? -solté. La mía era diferente bajo cualquier enfoque imaginable. El color, el género, la geografía, las circunstancias familiares-. Nací en Berlín. Entonces uno se quedaba en el hospital siete días, así que cuando me incorporé al ejército tenía una semana de vida. Crecí en las diversas bases en que estuvimos. Fui a West Point. Aún estoy en el ejército. Y estaré siempre. De hecho, eso es todo.

– ¿Tiene familia?

Recordé la nota de mi sargento: «Ha llamado su hermano. Ningún mensaje.»

– Una madre y un hermano -respondí.

– ¿Ha estado casado?

– No. ¿Y usted?

– No -contestó-. ¿Sale con alguien?

– Ahora mismo no.

– Yo tampoco.

Seguimos adelante, un kilómetro tras otro.

– ¿Puede imaginar una vida fuera del ejército? -preguntó.

– ¿Existe eso?

– Yo crecí ahí fuera. Quizá regrese.

– Ustedes los civiles son un misterio para mí -dije.

Summer aparcó frente a la habitación de Kramer al cabo de algo menos de cinco horas de haber salido del Walter Reed. Parecía satisfecha con su velocidad promedio. Apagó el motor y sonrió.

– Yo iré al bar -dije-. Usted hable con el chico del motel. Haga de poli bueno. Dígale que el poli malo ya viene.