– Mire -le dice Gil a la vigilante al ver que la mujer no está haciendo mucho por ayudarnos-, ¿podemos terminar con este asunto? No creo que haya nada más que ver aquí.
Sin esperar respuesta, cierra la ventana de un golpe y lleva a Paul al sofá. Se sienta a su lado.
La vigilante hace un garabato final sobre el cuaderno.
– Ventana abierta, puerta cerrada. Nada robado. ¿Algo más?
Nadie dice nada.
Williams niega con la cabeza.
– Los robos son difíciles de resolver -dice como si nosotros tuviéramos muchas expectativas-. Informaremos a la policía local. La próxima vez, cerrad con llave antes de salir. Así os ahorraréis problemas. Si descubrimos algo más, nos pondremos en contacto con vosotros.
Camina penosamente hacia la salida y sus botas chirrían a cada paso. La puerta se cierra sola.
Me acerco a la ventana para echar otro vistazo. La nieve derretida en el suelo es absolutamente transparente.
– No moverán un dedo -dice Charlie.
– No importa -dice Gil-. No han robado nada.
Paul está callado, pero sus ojos siguen recorriendo la habitación.
Levanto la guillotina de la ventana y dejo que el viento invada el salón de nuevo. Gil se gira hacia mí, molesto, pero yo sólo me fijo en los cortes del mosquitero, que siguen el borde del marco por tres de los cuatro lados, de tal manera que la red se sacude al viento como una puerta para perros. Vuelvo la mirada al suelo. El único barro que hay es el de mis zapatos.
– Tom -me grita Gil-, cierra la maldita ventana.
Ahora Paul se ha dado la vuelta para mirar también. El postigo está abierto hacia fuera, como si alguien hubiera salido por la ventana. Pero algo falla. La vigilante no se ha molestado en comprobarlo.
– Mirad esto -digo, pasando los dedos sobre las fibras del mosquitero, por el lugar del corte. Al igual que el postigo, todas las incisiones apuntan hacia fuera. Si alguien hubiera cortado el mosquitero para entrar, los bordes apuntarían hacia nosotros.
Charlie ya ha comenzado a revisar la habitación.
– Tampoco hay barro -dice señalando el charco sobre el suelo.
Gil y él intercambian una mirada que Gil parece tomar como acusación. Si el mosquitero se cortó desde dentro, estamos de vuelta al asunto de la puerta cerrada sin llave.
– No tiene lógica -dice Gil-. Si sabían que la puerta estaba abierta, no se habrían ido por la ventana.,
– Pero es que no tiene lógica de ninguna manera -le digo-. Si ya estás dentro, puedes salir por la puerta.
– Deberíamos contarles esto a los vigilantes -dice Charlie, dispuesto a plantar cara-. No puedo creer que la mujer ni siquiera se haya fijado en eso.
Paul no dice nada, pero pasa una mano por el diario.
– ¿Todavía piensas ir a la conferencia de Taft? -le pregunto.
– Supongo que sí. Falta casi una hora para que empiece.
Charlie está colocando los libros que van en los estantes más altos, a los que sólo llega él.
– Me pasaré por Stanhope -dice-. Para contarles a los vigilantes lo que se han pasado por alto.
– Tal vez sólo haya sido una broma -dice Gil, sin dirigirse a nadie en particular-. Nudistas olímpicos tratando de divertirse un poco.
Después de ordenar las cosas durante un rato, decidimos, todos a la vez, que ya basta. Gil se pone un par de pantalones de lana y mete la camisa de Katie en la bolsa de la lavandería.
– Podríamos comer algo de camino al Ivy.
Paul asiente mientras hojea su ejemplar de El mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Braudel, como si le hubieran podido robar alguna página.
– Quiero echarle un vistazo a las cosas que tengo en el club.
– Y tal vez os queráis cambiar de ropa -nos dice Gil, mirándonos de arriba abajo.
Paul está demasiado preocupado para escucharlo, pero yo sé a qué se refiere, así que regreso a la habitación. Nadie iría al Ivy ataviado así ni por todo el oro del mundo. Sólo Paul, que es una sombra en su propio club, se rige por reglas distintas.
Mientras reviso mis cajones, me doy cuenta de que casi toda mi ropa está sucia. Hurgando en el fondo del armario, encuentro un par de pantalones caqui enrollados y una camisa que lleva doblada tanto tiempo que los dobleces se han vuelto arrugas, y las arrugas, pliegues. Busco mi chaqueta de invierno, y entonces recuerdo que se ha quedado en el túnel, colgada de la mochila de Charlie. Me conformo con el abrigo que mi madre me ha regalado por Navidad y me dirijo al salón, donde Paul sigue sentado junto a la ventana, los ojos fijos en las estanterías, tratando de resolver algún interrogante.
– ¿Vas a traer el diario? -le pregunto.
Da una palmada sobre el atado de trapos que tiene sobre el regazo y asiente.
– ¿Dónde está Charlie? -digo mirando alrededor.
– Ya se ha ido -me dice Gil mientras nos conduce al vestíbulo-. Para hablar con los vigilantes.
Coge las llaves de su Saab y se las mete en el abrigo. Antes de cerrar la puerta, se revisa los bolsillos.
– Llaves de la habitación… llaves del coche… tarjeta de identificación…
Se muestra tan cuidadoso que me irrita. No acostumbra a preocuparse por los detalles. Cuando vuelvo a mirar hacia el salón, veo mis dos cartas, que siguen sobre la mesa. Entonces, Gil cierra la puerta con una precisión infrecuente y hace girar el pomo dos veces para asegurarse de que no cederá. Caminamos hacia su coche en un silencio que se ha vuelto pesado. Mientras se calienta el motor vemos a los vigilantes que van y vienen a lo lejos, sombras entre las sombras. Los observamos durante un instante; enseguida Gil mete la marcha y nos deslizamos hacia la oscuridad.
Capítulo 8
Tras pasar el puesto de seguridad de la entrada norte del campus, giramos a la derecha en Nassau Street, la avenida principal de Princeton. A esta hora no hay un alma; la calle sólo está habitada por dos palas mecánicas y un camión de sal que alguien ha sacado de su hibernación. Aquí y allá hay tiendas que resplandecen en la noche gracias a la nieve acumulada bajo las vitrinas. Talbot's y Micawber Books están cerradas a esta hora, pero en Pequod Copy y en las cafeterías hay un ligero ajetreo de estudiantes de último año que se apresuran a completar sus tesinas en poco antes del límite fijado por el departamento para la entrega.
– ¿Contento de haber terminado? -le pregunta Gil a Paul, que de nuevo se ha replegado en sí mismo.
– ¿Mi tesina?
Gil mira por el retrovisor.
– No la he terminado todavía -dice Paul.
– Oh, vamos. Si ya está lista. ¿Qué te falta?
El aliento de Paul empaña la ventanilla trasera.
– Me falta bastante -dice.
Al llegar al semáforo giramos por Washington Road y seguimos hacia Prospect Avenue, donde están los clubes. Gil sabe que no debe hacer más preguntas. Intuyo, mientras nos acercamos a Prospect, que sus pensamientos están en otra parte.
La noche del sábado será el baile anual del Ivy y le han encargado a él, como presidente del club, supervisar la organización. Como se ha retrasado a causa de la finalización de la tesina, ahora se ha acostumbrado a hacer pequeños viajes al Ivy solo para convencerse de que todo está bajo control. Según Katie, mañana por la noche, cuando lleguemos juntos al baile, apenas podré reconocer el interior del club.
Aparcamos junto a la sede del club, en una plaza que parece reservada para Gil, y cuando él saca la llave del contacto, un silencio frío resuena dentro del coche. El viernes es la calma que precede a la tormenta del fin de semana, la oportunidad de recuperar la sobriedad entre las tradicionales noches de fiesta, la del jueves y la del sábado. La fría nieve sofoca incluso el murmullo de voces que de costumbre flota en el aire cuando los estudiantes de tercero y cuarto regresan al campus para la cena.
Según los administradores, los clubes con servicio de comida de Princeton son una «opción de clase alta». Pero lo cierto es que son la única opción que tenemos. En las primeras épocas de la universidad, cuando los incendios en los refectorios y los huraños posaderos obligaban a los estudiantes a valerse por sí mismos, se comenzaron a formar pequeños grupos que comían bajo un mismo techo. En aquella época, y dada la naturaleza de Princeton, los techos bajo los cuales comían y las sedes que construyeron para soportar esos techos, no eran cualquier cosa; algunos son verdaderas casas solariegas. Y hasta el día de hoy, el club sigue siendo una de las instituciones características de Princeton: como las fraternidades, son lugares donde los estudiantes de tercero y cuarto se reúnen para comer y hacer fiestas, pero no para vivir en ellos. Casi ciento cincuenta años después del nacimiento de estas instituciones, la vida social en Princeton es muy fácil de explicar. Está en manos de los clubes. El Ivy se ve triste a esta hora. Así, cubiertas por un manto de oscuridad, las afiladas puntas y la oscura mampostería del edificio resultan poco acogedoras. El Cottage Club vecino, con sus piedras blancas y formas redondeadas, lo supera fácilmente en atractivo. Estos clubes hermanos son más viejos que los diez supervivientes de Prospect Avenue y son los más exclusivos de Princeton. Su rivalidad por llevarse lo mejor de cada clase se remonta a 1886.