Lo que siguió fue un periodo de inmensa confianza en sí mismo. Armado con cuatro idiomas (el quinto, el inglés, era inútil excepto para fuentes secundarias) y un extenso conocimiento de la vida y la época de Colonna, Paul llevó a cabo el asalto al texto. Cada día se dedicaba más al proyecto, tomando frente a la Hypnerotomachia una posición que me pareció incómodamente familiar: las páginas eran campos de batalla donde Colonna y él medían fuerzas; el ganador se lo llevaba todo. La influencia de Vincent Taft, que en los meses previos al viaje había permanecido inactiva, regresó entonces. A medida que el interés de Paul fue tomando tonos de obsesión, Taft y Stein adquirieron una mayor importancia en su vida. Si no hubiera sido por la intervención de un hombre, creo que habríamos perdido irremediablemente a Paul.
Ese hombre fue Francesco Colonna, y su libro no resultó ser la mujer fácil que Paul había esperado. Por más que flexionara el músculo de su mente, se dio cuenta de que la montaña se negaba a moverse. A medida que sus progresos se hacían más y más lentos, y que el otoño del tercer año se convertía en invierno, Paul se volvió irritable, presto a comentarios hirientes y gestos groseros que sólo podía haber aprendido de Taft. Según me contaba Gil, los miembros del Ivy habían empezado a burlarse de Paul cada vez que lo veían sentado solo en la mesa del comedor, rodeado por pilas de libros, sin hablar con nadie. Cuanto más veía cómo flaqueaba su confianza en sí mismo, más comprendía algo que mi padre había dicho alguna vez: la Hypnerotomachia es una sirena: en la playa distante es un canto atractivo, y en persona es toda garras. Si decides cortejarla, lo haces bajo tu responsabilidad.
El tiempo pasó. Llegó la primavera; bajo la ventana de Paul chicas con camisetas de tirantes jugaban al frisbee; en las ramas de los árboles se acumulaban las flores y las ardillas; el eco de las bolas de tenis llenaba el aire; y Paul seguía en su habitación, solo, con las persianas bajadas, la puerta cerrada con llave y un letrero en su tablero de anuncios que decía no molestar. Todo lo que a mí me encantaba de la nueva estación, a él le parecía una distracción: los olores y los sonidos, la impaciencia tras un invierno largo y libresco. Me di cuenta de que yo mismo me convertía, para él, en una distracción. Todo lo que me contaba empezaba a sonar como el pronóstico del tiempo de una ciudad extranjera. Nos veíamos con poca frecuencia.
Pero el verano lo transformó. A principios de septiembre del último curso, después de pasar tres meses en un campus desierto, nos dio la bienvenida y nos ayudó a instalarnos. De repente estaba abierto a cualquier interrupción, dispuesto a pasar tiempo con los amigos, menos obsesionado con el pasado. Durante los primeros meses de ese semestre, disfrutamos de un renacimiento de nuestra amistad mucho mejor de lo que yo hubiera podido esperar. Paul hizo caso omiso de los curiosos del Ivy, gente que lo escuchaba con atención, esperando oír de su boca algo escandaloso; pasaba cada vez menos tiempo con Taft y Stein; saboreaba las comidas y disfrutaba de los paseos entre clases. Incluso le veía la gracia a la forma en que todos los martes, a las siete de la mañana, los basureros vaciaban los contenedores bajo nuestra ventana. Me pareció que estaba mejor. Más aún: me pareció que había vuelto a nacer.
Pero más tarde, cuando Paul vino a verme en octubre, a altas horas de la noche y después de los exámenes parciales de otoño, comprendí el otro aspecto que nuestras tesinas tenían en común: ambas eran sobre muertos que se negaban a ser enterrados.
– ¿Hay alguna forma de convencerte de que vuelvas a trabajar en la Hypnerotomachia? -me preguntó aquella noche. Por la tensión de su rostro supe que había encontrado algo importante.
– No -dije, en parte porque era cierto, y en parte para obligarlo a mostrar sus cartas.
– Creo que he descubierto algo. Pero necesito tu ayuda para entenderlo.
– Cuéntame -dije.
Ahora no importa cómo empezó mi padre, qué despertó su curiosidad por la Hypnerotomachia; así es cómo empecé yo. Lo que Paul me explicó aquella noche le dio nueva vida al mortecino libro de Colonna.
– El año pasado, cuando vio que yo estaba cada vez más frustrado, Vincent me presentó a Steven Gelbman, de Brown -empezó Paul-. Gelbman investiga en el campo de las matemáticas, la criptografía y la religión, todo junto. Es un experto en el análisis matemático de la Torá. ¿Has oído hablar de eso?
– Suena a cábala.
– Exacto. No hay que limitarse a estudiar lo que dicen las Escrituras; hay que estudiar lo que dicen los números. Cada letra del alfabeto hebreo tiene un número asignado. A través del orden de las letras se pueden buscar patrones matemáticos en el texto.
»Pues bien, al principio yo no estaba muy seguro. Ni siquiera después de diez horas de clases sobre las correspondencias sefiróticas logré creérmelo. Simplemente me parecía que aquello no guardaba ninguna relación con Colonna. Cuando llegó el verano, ya había terminado de estudiar las fuentes secundarias de la Hypnerotomachia, y empecé a trabajar en el libro en sí. Fue imposible. Si trataba de imponerle una interpretación, el libro me la arrojaba a la cara. Cuando pensaba que ciertas páginas se movían en una dirección determinada, con una determinada estructura, con una determinada intención, de repente la frase se acababa, y en la siguiente todo había cambiado.
»Estuve cinco semanas tratando de entender el primer laberinto que Francesco describe. Estudié a Vitruvio para entender los términos arquitectónicos. Busqué todos y cada uno de los laberintos antiguos que conocía: el de la Ciudad de los Cocodrilos, en Egipto, y los de Lemnos y Clusio y Creta, y media docena más. Entonces me percaté de que había cuatro laberintos distintos en la Hypnerotomachia: uno en un templo, uno en el agua, uno en un jardín y otro bajo tierra. Cuando creí que empezaba a dominar un cierto nivel de complejidad, éste se cuadruplicaba. Incluso Polifilo se pierde al principio del libro y dice: «Mi único recurso era rogar piedad a la Ariadna de Creta, que dio el hilo a Teseo para que éste escapara del difícil laberinto». Es como si el libro supiera lo que me estaba haciendo.
»Al final me di cuenta de que lo único que definitivamente funcionaba era el acróstico formado por la primera letra de cada capítulo. Así que hice lo que el libro me pedía que hiciera. Rogué piedad a la Ariadna de Creta, que era tal vez la única persona capaz de resolver el laberinto.
– Regresaste a Gelbman.
Paul asintió.
– Tuve que tragarme mis palabras. Estaba desesperado. En julio, Gelbman me permitió quedarme con él en Providence después de que Vincent insistiera en que estaba haciendo progresos con el método. Se pasó el fin de semana enseñándome las técnicas de decodificación más sofisticadas, y fue entonces cuando las cosas empezaron a marchar mejor.
Recuerdo que mientras Paul hablaba yo miraba por encima de su hombro, a través de la ventana, y sentía que el paisaje estaba transformándose. Estábamos en nuestra habitación, en Dod, solos, un viernes por la noche; Charlie y Gil estaban debajo de nosotros, bajo tierra, jugando a paintball en los túneles de vapor con un grupo de amigos del Ivy y del equipo de emergencias médicas. Al día siguiente, yo tenía que escribir un ensayo y estudiar para un examen. Una semana más tarde, conocería a Katie. Pero en ese momento Paul acaparaba por completo mi atención.