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– Escuchad esto -dijo sacando de su mochila una copia de la Utopía de Tomás Moro y leyendo un pasaje.

Los habitantes de Utopía tienen dos juegos similares al ajedrez. El primero es una suerte de concurso aritmético en el cual ciertos números «se toman» a otros. El segundo es una batalla campal entre virtudes y vicios, que ilustra, de manera bastante ingeniosa, la forma en que los vicios viven en conflicto mutuo pero se combinan en contra de las virtudes. Demuestra lo que determina, en última instancia, la victoria de un lado o del otro.

Me cogió la mano y puso el libro en ella, esperando a que leyera el pasaje de nuevo.

Le eché un vistazo a la contraportada.

– Escrito en 1516 -dije-. Menos de veinte años después de la Hypnerotomachia.

La diferencia cronológica no era excesiva.

– Una batalla campal entre virtudes y vicios -repitió Katie- que muestra lo que determina la victoria de un lado o del otro.

Y comencé a caer en la cuenta de que tal vez tuviera razón.

Mientras salimos juntos, Lana McKnight tenía una regla. Nunca mezclar los libros con la cama. En el espectro de la emoción, el sexo y el pensamiento estaban en extremos opuestos: ambos existían para ser disfrutados, pero no al mismo tiempo. Me sorprendía que una chica tan inteligente pudiera volverse tan desaforadamente estúpida en la oscuridad: iba por la habitación agitándose en su salto de cama con estampado de leopardo como una cavernícola a la que yo hubiera golpeado con un palo, o diciéndome cosas que habrían escandalizado incluso a la jauría de lobos que la había criado. Nunca me atreví a decirle a Lana que tal vez gemir menos significara más, pero desde la primera noche imaginé lo maravilloso que sería si mi mente y mi cuerpo pudieran sentirse excitados al mismo tiempo. Probablemente intuí esa posibilidad en Katie desde el principio, después de esas mañanas que pasábamos ejercitando ambos músculos al mismo tiempo. Pero aquello no ocurrió hasta esa noche: mientras trabajábamos en las implicaciones de su descubrimiento, desapareció el último residuo de su viejo jugador de lacrosse, y tuvimos que empezar de cero.

Lo que recuerdo más claramente de esa noche es que Paul tuvo la delicadeza de dormir en el Ivy, y que las luces permanecieron encendidas durante todo el tiempo que Katie pasó conmigo. Estaban encendidas mientras leíamos a Tomás Moro, tratando de entender qué juego era ése en el cual las grandes victorias eran posibles cuando había armonía entre las virtudes. Estaban encendidas cuando descubrimos que uno de los juegos que Moro mencionaba, llamado el Juego de los Filósofos, o Rithmomachía, era precisamente del estilo preferido de Colonna, y tal vez el más difícil de todos los juegos jugados por los hombres medievales o renacentistas. Estaban encendidas cuando Katie me besó por decir que tal vez ella tuviera razón después de todo, porque Rithmomachía resultó ser un juego que sólo puede ganarse creando una armonía entre números, la más perfecta de las cuales produce el inusual resultado conocido como gran victoria. Y estaban encendidas cuando me besó de nuevo por admitir que mis otras ideas debían estar equivocadas y que habría debido hacerle caso desde el principio. Me di cuenta, finalmente, del malentendido que había persistido entre nosotros desde la mañana en que salimos a correr por primera vez: mientras yo me esforzaba por tratarla de igual a igual, ella intentaba ir un paso por delante. Había intentado demostrar que los estudiantes de cuarto la intimidaban, que merecía que la tomaran en serio… y no se había dado cuenta, hasta esa noche, que lo había logrado.

Cuando llegó el momento de ir a la cama, tras dejar de fingir que seguíamos leyendo, mi colchón estaba cubierto de una escarpada montaña de libros. Tal vez era cierto que en la habitación hacía demasiado calor para el suéter de Katie. Y tal vez es cierto que habría hecho demasiado calor en la habitación para su suéter aunque el aire acondicionado hubiera estado encendido y estuviera nevando como en Semana Santa. Katie llevaba una camiseta debajo del suéter, y debajo de la camiseta, un sujetador negro, pero al verla quitarse el suéter, y ver el desorden en que quedó su pelo, los mechones flotando en un halo de electricidad estática, sentí lo que Tántalo nunca logró que sintiera: que un futuro sensacional había desplazado finalmente un presente difícil y esperanzado, dando el viraje que completa el círculo del tiempo.

Cuando me llegó el turno de quitarme la ropa, de compartir con Katie los escombros de mi pierna izquierda, con cicatrices y todo, no lo dudé ni un instante; y cuando ella las vio, tampoco lo hizo. Si hubiéramos pasado esas horas en la oscuridad, creo que no le hubiera dado importancia al asunto. Pero aquella noche no estuvimos a oscuras en ningún momento. Rodamos, el uno sobre el otro, sobre san Tomás Moro y las páginas de su Utopía, adoptamos las nuevas posturas de nuestra relación, y las luces siempre estuvieron encendidas.

La primera señal de que había entendido mal las fuerzas que obraban sobre mi vida me llegó a la semana siguiente. Paul y yo pasamos buena parte del lunes y el martes debatiendo el significado del nuevo acertijo: «¿Cuántos brazos hay de tus pies al horizonte?».

– Creo que tiene que ver con la geometría -dijo Paul.

– ¿Euclides?

– No. Medidas terrestres. Eratóstenes calculó aproximadamente la circunferencia de la tierra averiguando los distintos ángulos de las sombras que se proyectan en Syene y Alejandría al mediodía del solsticio de verano. Luego usó los ángulos…

Sólo a mediada su explicación me di cuenta de que Paul utilizaba una acepción etimológica de la palabra geometría: literalmente, como dijo, «medición de la tierra».

– Así que al conocer la distancia entre dos ciudades, podía encontrar, triangulando, la curvatura de la tierra.

– ¿Y esto qué tiene que ver con el acertijo?

– Francesco te pregunta la distancia que hay entre tú y el horizonte. Calcula cuánto hay entre un punto dado de la tierra y la línea en que la tierra se curva, y tendrás la respuesta. O simplemente búscala en un libro de texto de física. Lo más probable es que sea una constante.

Lo decía como si la respuesta fuera una conclusión cantada de antemano, pero yo sospechaba algo distinto.

– ¿Por qué pide Colonna esa distancia en brazos? -pregunté.

Paul se inclinó, tachó la palabra brazos en mi copia y la reemplazó por algo en italiano.

– Probablemente eran braccia -dijo-. Es la misma palabra, pero el braccio era una unidad de medición florentina. Un braccio tiene más o menos la misma longitud que un brazo.

Por primera vez estaba durmiendo menos que éclass="underline" este repentino colofón vital me aguijoneaba para que siguiera subiendo las apuestas, mezclando las bebidas, porque este cóctel de Katie y Francesco Colonna parecía ser exactamente lo que el doctor había ordenado. Me pareció toda una revelación el hecho de que mi regreso a la Hypnerotomachia le hubiera dado una nueva estructura al mundo en que vivía. Comencé rápidamente a caer en la trampa de mi padre, aquella de la que mi madre tanto había intentado advertirme.

El miércoles por la mañana, cuando le conté a Katie que había soñado con mi padre, hizo algo que no había hecho antes: se detuvo.

– Tom, no quiero seguir hablando de esto -dijo.

– ¿De qué?

– De la tesina de Paul. Hablemos de otra cosa.

– Te estaba hablando de mi padre.

Pero ya estaba muy acostumbrado a las conversaciones con Paul, en las que invocaba el nombre de mi padre en cualquier situación con la esperanza de que fuera suficiente para desmontar cualquier crítica.

– Tu padre trabajó en el libro que Paul está estudiando -dijo ella-. Es lo mismo.

Malinterpreté el sentimiento que había tras sus palabras. Creí que era miedo: miedo a ser incapaz de resolver un nuevo acertijo como había resuelto el primero, y de que mi interés en ella se esfumara entonces.

– Bien -dije, convencido de que así la salvaba de eso-. Hablemos de otra cosa.