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Y así empezó un periodo agradable, pero construido sobre un malentendido absoluto. Durante el primer mes, hasta la noche que durmió en Dod, Katie me mostró una fachada en la que trataba de exhibir lo que -pensó- yo deseaba; y durante el segundo mes le devolví el favor, evitando en su presencia toda mención a la Hypnerotomachia, no porque la importancia del libro en mi vida hubiera disminuido, sino porque creía que los acertijos de Colonna la incomodaban.

Si hubiera sabido la verdad, Katie habría tenido motivos para preocuparse. La Hypnerotomachia empezaba a desplazar el resto de mis pensamientos e intereses. El equilibrio que creí lograr entre la tesina de Paul y la mía -el vals entre Mary Shelley y Francesco Colonna, que, cuanto más tiempo pasaba con Katie, más vividamente imaginaba- degeneró en un tira y afloja que Colonna fue ganando poco a poco.

De todas formas, antes de que Katie y yo nos diéramos cuenta, ya habíamos establecido vínculos en todos los ámbitos de nuestra experiencia compartida. Recorríamos los mismos senderos cada mañana; parábamos en los mismos cafés antes de clase; y yo la metía a hurtadillas en mi club cuando se me acababan las invitaciones. Los jueves por la noche bailábamos con Charlie en el Cloister Inn; los sábados por la noche jugábamos a billar con Gil en el Ivy; y los viernes por la noche, cuando los clubes de Prospect quedaban en silencio, íbamos a ver a nuestros amigos actuar en comedias de Shakespeare o en conciertos orquestales o en coros a capella que se hacían por todo el campus. La aventura de nuestros primeros días juntos floreció poco a poco hasta convertirse en algo muy distinto: una sensación que yo nunca había tenido con Lana ni con ninguna de sus predecesoras, y que sólo podía comparar con la de regresar a casa y unirme a un equilibrio que no necesita ningún ajuste, como si la balanza de mi vida hubiera estado esperando a Katie desde siempre.

Cuando Katie se dio cuenta por primera vez de mi insomnio, me recitó una obra de su autor favorito, y yo seguí a George el Curioso hasta los confines de la tierra, donde el peso de los párpados pudo conmigo. Después pasé muchas noches dando vueltas en la cama hasta que Katie encontraba una solución que era distinta cada vez. Episodios de medianoche de M*A*S*H; largas lecturas de Camus; programas de radio que ella escuchaba en casa y que ahora recibía en una débil emisión realizada desde la costa. A veces dejábamos las ventanas abiertas para escuchar la lluvia de finales de febrero, o las conversaciones de los novatos ebrios. Teníamos incluso un juego de rimas que inventamos especialmente para las noches de insomnio, algo que Francesco Colonna no habría encontrado tan edificante como la Rithmomachía, tal vez, pero que nosotros disfrutábamos igual.

– Había un hombre que escribió El extranjero -decía yo, para empezar.

Cuando Katie sonreía de noche, era como un gato Cheshire en la oscuridad.

– Que se fue de Argelia en enero -contestaba ella.

– Tenía un gran potencial.

– Pero no existencial.

– Y para Sartre era un pobre altanero.

Pero a pesar de todas las formas para hacerme dormir que descubrió Katie, la Hypnerotomachia me seguía robando el sueño casi todas las noches. Ya había descubierto en qué consistía la armonía más pequeña de una gran victoria: en Rithmomachía, donde el objetivo es establecer patrones numéricos que contengan armonías aritméticas, geométricas o musicales. Sólo tres secuencias producen las tres armonías al mismo tiempo: el requisito para una gran victoria. La más pequeña de ellas, es decir, la que Colonna quería, era la secuencia 3-4-6-9.

Rápidamente, Paul cogió los números y los convirtió en una clave. En los capítulos apropiados, leyó la tercera letra, luego la cuarta, seguidas de la sexta y la novena; y en cuestión de una hora recibimos un nuevo mensaje de Colonna:

Comienzo mi relato con una confesión. Muchos hombres han muerto para conservar este secreto. Algunos han perecido en la construcción de mi cripta, la cual, imaginada por Bramante y ejecutada por Terragni, mi hermano romano, es, en cuanto a sus propósitos, un artilugio inigualable, impermeable a todas las cosas, sí, pero sobre todo al agua. Muchas víctimas se han cobrado, aun entre los más experimentados de los hombres. Tres han muerto mientras movían gruesas piedras, dos en la tala de árboles, cinco en el proceso mismo de la construcción. Otros de los muertos no los menciono, pues han perecido en la vergüenza, y serán olvidados.

Aquí transmitiré la naturaleza del enemigo al que me enfrento, cuyo poder creciente yace en el corazón de mis acciones. Te preguntarás, lector, por qué he fechado este libro en 1467, poco más de treinta años antes de escribir estas palabras. La razón es ésta: fue en ese año cuando empezó la guerra que aún libramos, y que ahora hemos empezado a perder. Tres años antes, su Santidad Pablo Segundo había expulsado a los abreviadores de la corte, poniendo en claro, al hacerlo, sus intenciones con respecto a mi hermandad. Sin embargo, los miembros de la generación de mi tío eran hombres con poder, con amplias influencias, y los hermanos expulsados se congregaron en la Accademia Romana, liderada por el buen Pomponio Leto. Pablo vio que nuestros números persistían, y su furia aumentó. En ese año, 1467, aplastó por la fuerza la Academia. Y para que todos conociesen la solidez de su determinación, encarceló a Pomponio Leto, e hizo que lo acusaran de sodomía. Otros de nuestro grupo fueron torturados. Uno, al menos, habría de morir.

Ahora nos enfrentamos a un viejo enemigo, repentinamente vuelto a la vida. Este nuevo espíritu crece, se hace fuerte, encuentra una voz más potente, de manera que no he tenido más opción que construir, con la ayuda de amigos más sabios que yo, este artefacto cuyo secreto he guardado aquí. Aun el sacerdote, por más filósofo que sea, no está a su altura.

Continúa, lector, y te contaré más.

– Los abreviadores de la corte eran humanistas -explicó Paul-. El Papa creía que el humanismo engendraba corrupción moral. No quería ni siquiera que los niños escucharan las obras de los poetas de la antigüedad. El papa Pablo dio ejemplo con Leto. Por alguna razón, Francesco tomó aquello como una declaración de guerra.

Las palabras de Colonna se quedaron conmigo esa noche, y todas las noches siguientes. Por primera vez falté a una carrera matutina con Katie: estaba demasiado cansado para salir de la cama. Algo me decía que Paul se equivocaba con respecto al nuevo acertijo -«¿Cuántos brazos hay de tus pies al horizonte?»- y que Eratóstenes y la geometría no eran la solución. Charlie confirmó que la distancia hasta el horizonte dependía de la estatura del observador; y aunque pudiéramos encontrar una única respuesta y calcularla en braccia, esa respuesta sería enorme, demasiado grande para ser usada como clave.

– ¿Cuándo hizo este cálculo Eratóstenes? -pregunté.

– Alrededor del 200 a. C.

Eso lo confirmó.

– Creo que te equivocas -dije-. Hasta ahora, todos los acertijos han estado relacionados con el conocimiento renacentista, con descubrimientos renacentistas. Colonna nos está examinando sobre lo que los humanistas sabían en el siglo quince.

– Moisés y cornuta tenían que ver con la lingüística -dijo Paul, ensayando la idea-. Con la corrección de traducciones defectuosas, como lo que hizo Valla con la Donación de Constantino.

– Y el acertijo de la Rithmotnachia tenía que ver con las matemáticas -continué-. Así que Colonna no utilizará las matemáticas de nuevo. Creo que cada vez escoge una disciplina distinta.

En ese instante, a Paul pareció sorprenderlo tanto la claridad de mis razonamientos que me di cuenta de que mi papel había cambiado. Ahora éramos iguales, socios de una misma empresa.

Empezamos a encontrarnos por las noches en el Ivy. En esa época, Paul todavía mantenía ordenado el Salón Presidencial, temiendo que en cualquier momento Gil fuera a ver cómo iban las cosas. Yo cenaba en la planta de arriba con Gil y Katie, que estaba a pocas semanas de iniciar las pruebas de acceso al club, y luego bajaba para unirme a Paul y a Colonna. Me parecía incluso conveniente dejarla sola, pues por esa época Katie intentaba ganar méritos para ser admitida en el club. Ocupada como estaba con los rituales, no parecía dar demasiada importancia a mis ausencias.