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– Veo que no emplea la palabra absurdo.

– Es absurdo.

– No, y a poco que analice todo se dará más y más cuenta, porque las piezas van a encajarle a la perfección.

– ¿Qué piezas?

– Usted es la principal. Es su hija. Siempre avanzada a su edad, hablaba al año, leía mucho antes que el resto, inteligente, hábil, sus notas medias han sido siempre de matricula, habla varios idiomas, capaz de aprender a tocar el piano con apenas lecciones, retiene con facilidad datos, números, fórmulas… Y lo principaclass="underline" es genéticamente perfecta. Tanto que posiblemente posea poderes, mentales y físicos, que ni siquiera conoce.

La sangre le presionó las sienes.

¿Cuántas veces se había preguntado el motivo de todo aquello?

– ¿Cómo sabe tanto de mí? -se sintió desnuda.

– Nosotros lo sabemos todo.

– ¿Nosotros, en plural?

– Personas interesadas en nuestro mundo, y preocupadas no sólo por él sino también por la raza humana, de aquí y de allá. De todas partes. Ni siquiera somos científicos. Yo mismo le he dicho la verdad en cuanto a mi persona -señaló su tarjeta de visita.

– Escuche -no supo si ponerse a gritar o desfallecer, agotada-. Ya basta de misterios, ¿vale? 0 está loco o…

– Las grandes tormentas de fines de noviembre de

1971 pasaron desapercibidas para la mayoría. Simples fenómenos locales. Pero no lo fueron -desgranó despacio-. Fenómenos sí, y locales también, repartidos por todo el planeta. Pero de simples nada. Fue la forma en que ellos las enviaron.

– ¿A quiénes?

– Las llamamos «las hijas de las tormentas».

– ¿Mi madre…?

– ¿Cree que una recién nacida sobrevive uno o dos días en mitad de ninguna parte, como las montañas de los huicholes, y más después de una gran tormenta? Ella vino del espacio, como otras muchas aquella larga noche, apareciendo siempre en lugares apartados, especiales, diferentes, para que mujeres como su abuela las encontraran y se las quedaran. Y aun yendo a parar a orfelinatos, para que hubiera pocas pistas, menos preguntas y pudieran ser adoptadas felizmente.

– Sí, está usted loco.

Nicolás Mayoral no dijo nada. Siguió mirándola a los ojos.

Implacable.

– ¿Por qué me cuenta esto? -suspiró Joa.

– Ha de saber a qué se enfrenta.

– Yo no me enfrento a nada, sólo busco a mi padre.

– La verdad siempre nos hace libres, y nos da mayores perspectivas. Sin su padre, ahora está sola. Necesita conocer sus orígenes. Ellos están ahí, esperando, no sabemos cuánto, ni por qué, ni nada, salvo que enviaron a las hijas de las tormentas y que ellas llegaron por algún motivo a la Tierra hace ya más de cuarenta años.

– ¿Y quiénes son «ellos»?

– No lo sabemos.

– ¿Qué es lo que saben?

– Sólo que están aquí.

– No parece mucho.

– Suficiente -se encogió de hombros.

Joa seguía mitad alucinada mitad incrédula. Su cabeza era un vértigo. Daba vueltas sin parar de un lado a otro, saltando como si estuviera llena de bichos. Quería levantarse pero no podía. Quería reírse de lo que acababa de escuchar pero no podía. Quería llamar loco a su compañero pero no podía.

Parecía cualquier cosa menos loco.

Había puesto demasiados dedos en sus llagas en tan sólo unos minutos.

– Tanto da que no me crea ahora -su tono fue reflexivo-. Cuando esté sola medítelo todo. Llegará a la verdad por sí misma.

– Supongamos que tiene razón, que lo que dice sea cierto.

– Adelante.

– ¿Mi madre sabía que venía de otro mundo? -Sí.

– ¿Y mi padre?

– También, aunque ignoramos cuándo, en qué momento, si se lo dijo ella o lo averiguó él.

– ¿Por qué desapareció mi madre?

– No lo sabemos.

– ¿Y qué es lo que saben?

– Que su padre ha debido de encontrar algo, un camino hasta ella, y que por eso ha desaparecido. Y que usted, consciente o inconscientemente, puede saber cuál es y dónde está él.

– ¿Yo?

– Ahora mismo es nuestra única pista. -¿Nos han estado observando, a mi padre y a mí, todos estos años?

– Sí -manifestó con toda naturalidad.

– ¡Dios!… -bufó Joa incrédula.

– Éste es el mayor misterio de la humanidad, Georgina -le puso énfasis a sus palabras-. La única prueba real de que hay inteligencia extraterrestre y han establecido contacto con la Tierra.

– ¿Y si seguían a mi padre, cómo desapareció ante sus ojos?

– Le he dicho que los observábamos, no que fuéramos sombras pegadas a ustedes. Nos bastaba con tenerlos controlados, saber dónde estaban, en qué se movían.

– ¿Y ahora por qué me cuenta todo esto?

– ¿No es evidente? -le mostró por segunda vez sus palmas desnudas en un gesto de sinceridad-. No sabemos qué pudo suceder, por qué su madre desapareció, y mucho menos por qué lo ha hecho él. Sólo nos queda usted.

– ¡Yo no sé nada!

– Se lo repito: quizá conscientemente no, pero inconscientemente… Usted conoce a su padre, su trabajo, le ha ayudado muchas veces. Pudo dejarle una pista, algo que nadie podría ver o reconocer.

– ¿Y si, como dice, se lo han llevado… «ellos»? -trató de parecer irónica.

Nicolás Mayoral no dijo nada.

Joa se serenó un poco.

El registro del piso de Barcelona, la desaparición de los apuntes en clave de su padre… Locura o no, sucedía algo.

– Es hora de que me vaya -suspiró echando un vistazo a su reloj.

Su interlocutor apretó las mandíbulas dibujando dos sesgos a ambos lados de su rostro.

– No me ha creído nada de lo que le he dicho, ¿verdad?

– Déme tiempo -hizo un gesto deliberadamente ambiguo.

– Puede que sea lo que menos tengamos. Joa se levantó. El hombre no.

– Supongo que volveré a verle -tanteó sus posibilidades.

– Supone bien -asintió él.

No le dio la mano. Recogió la tarjeta y se dispuso a regresar a su habitación.

– Tiene mi número ahí -se despidió la voz de Nicolás Mayoral-. No deje de llamarme a cualquier hora, de día o de noche.

Joa caminó tres pasos.

– Suerte, Georgina -fue lo último que escuchó a su espalda.

Empezaba a pensar que la iba a necesitar. En cantidades muy generosas.

10

No reaccionó realmente hasta que cerró la puerta de la habitación y se sintió sola y a salvo. Entonces hizo dos cosas: la primera echarse a llorar, la segunda derrumbarse sobre la cama aplastada por sus pensamientos. -Mamá… -gimió.

¿Por qué, pese a lo absurdo de aquella historia, su instinto le gritaba que era la respuesta a todas sus dudas, la clave del misterio de su propia vida?

Una niña misteriosa, aparecida en un lugar ignoto como surgida de la nada, adoptada por una indígena, creciendo en un pueblo del oeste de México que no pudo hacer invisibles sus capacidades ni ocultar la singular belleza de la que se enamoró su padre.

Alguien especial.

Como lo era ella misma.

Su hija.

También tenía sentido que su padre la buscara, incluso sin decírselo, porque no había en la faz de la tierra hombre más enamorado que él de ella.

Nunca se había sentido una joven inocente y desvalida, pese a sus inseguridades, ni cuando era una adolescente, a los catorce o quince años, pese a la aureola de rareza que la envolvía. Pero ahora sí se sintió una mujer incompleta, abatida, cargada de preguntas sin respuestas y de dudas imposibles de descifrar. La guinda de su estado la representaba aquel desconocido, surgido de la nada, para contarle, o revelarle, la más inconcebible historia que jamás hubiera imaginado escuchar.

– Papá, ¿por qué no me dijiste nada?

¿Precaución? ¿Miedo? ¿No darle falsas esperanzas?

¿Apartarla por su propia seguridad?

Pero ¿de qué?