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Muchas cosas dependían del juicio que se había formado de Zorah. Si Zorah tenía razón, el caso entero dependía del recuerdo de un pequeño detalle. Hester debía verificarlo.

Volvió a la oficina de Rathbone el domingo por la tarde. Había enviado a un mensajero con una nota en la que pedía que también Monk estuviera presente. Los encontró a los dos esperándola, tensos, con el semblante pálido y los nervios a punto de estallar.

– ¿Bien? -inquirió Monk antes de que hubiese cerrado la puerta.

– ¿Te dijo algo? -preguntó Rathbone con apremio, luego se tragó con mucho esfuerzo las palabras, que debían seguir a esa pregunta, intentando reprimir sus esperanzas antes de que Hester se las destrozara.

– Creo que sí -dijo ella con mucha cautela-. Creo que podría ser la respuesta, pero tendrás que demostrarlo. -Y les explicó lo que creía.

– ¡Dios Santo! -exclamó Rathbone temblando. Tragó saliva sin apartar la vista de ella-. ¡Es… espantoso!

Monk miró a Hester, luego a Rathbone, luego a Hester otra vez.

– ¿Te das cuenta de lo que va a tener que hacer para demostrar eso? -dijo con voz ronca-. ¡Podría acabar con él! Y aunque gane el caso nunca le perdonarán por ello.

– Lo sé -respondió Hester muy despacio-. Yo no he construido la verdad, William. Tan sólo creo haberla descubierto. ¿Qué preferirías? ¿Dejar las cosas como están sin hacer nada?

Ambos se volvieron hacia Rathbone.

Él los miró desde donde estaba sentado. Se había quedado muy pálido, pero no vaciló.

– No. Si tengo alguna causa a la que servir, debe ser a la verdad. A veces la compasión tiene mucho que decir, pero éste no es uno de esos casos. Haré cuanto esté a mi alcance. Ahora vuelve a contármelo, y con cuidado. Debo saberlo todo antes de mañana.

Hester procedió a repetir la historia punto por punto. Monk la interrumpía de vez en cuando para clarificar o reafirmar algún aspecto y Rathbone tomaba nota de todo. Estuvieron allí hasta que el fuego casi se hubo extinguido. Afuera se levantó un fuerte viento que lanzaba las hojas caídas contra la ventana, y las farolas de gas dibujaban charcos de luz amarilla en la habitación de tonos marrones y dorados.

El lunes por la mañana, el tribunal estaba lleno a rebosar y había quince o veinte filas de personas esperando fuera, pero esta vez permanecían en silencio. Tanto Zorah como Gisela llegaron con una considerable escolta, para su protección y para evitar los posibles estallidos de violencia si se exaltaban los ánimos.

También dentro de la sala reinaba el silencio. Los miembros del jurado tenían aspecto de haber dormido poco y de temer el verse obligados a decidir sobre algo de lo que no disponían de prueba irrefutable alguna. Sus rostros estaban marcados por las emociones, algunas de ellas conflictivas, temían el derrumbe de las creencias de toda una vida, supuestos acerca del mundo y de la gente en los que basaban sus valores. Eran profundamente infelices y conscientes de portar una carga que ya no podían eludir.

Rathbone estaba asustado de veras. Había pasado la noche en duermevela. Había dado alguna que otra cabezada, pero a cada hora se había levantado a dar vueltas o se había tumbado mirando al techo en la oscuridad, intentando organizar y reorganizar mentalmente las posibilidades de lo que diría, cómo contestaría a las protestas que surgirían, cómo se defendería de las emociones y de la ira que, sin remedio, iba a provocar.

La advertencia del Lord Canciller ocupaba su pensamiento como si la hubiese escuchado el día anterior, y no necesitaba esforzarse para imaginar cuál sería su reacción a lo que iba a decir. Por primera vez en veinte años, observaba con total desesperanza su futuro profesional.

El tribunal ya había sido llamado al orden. El juez miraba a Rathbone, esperaba.

– ¿Sir Oliver? -Su voz era clara y suave, pero Rathbone ya sabía que tras ese rostro benévolo se escondía una voluntad inflexible.

Debía tomar una decisión sin más tardar o la oportunidad pasaría de largo.

Se puso en pie, el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que se apreciarían los temblores de su cuerpo. Ni siquiera había estado tan nervioso la primera vez que se puso en pie ante un tribunal. Pero por aquel entonces también era más arrogante, menos consciente de las posibilidades del desastre. Y tenía muchísimo menos que perder.

Se aclaró la voz e intentó hablar con un tono de voz recio y confiado. La voz era una de sus mejores armas.

– Señoría… -Tuvo que aclararse de nuevo la voz. ¡Maldición! Harvester debía de notar lo asustado que estaba. Ni siquiera había empezado y ya se había traicionado-. Señoría, llamo al estrado a la condesa Rostova.

Hubo un murmullo de sorpresa y expectación de todo el público. Harvester parecía desconcertado, pero no alarmado. Tal vez pensó que era una estupidez por parte de Rathbone, o imaginaba que estaba desesperado, o ambas cosas.

Zorah se levantó y recorrió el pequeño espacio que la separaba de los escalones del estrado con paso curiosamente elegante. Caminaba como si estuviera en el campo, no dentro de una sala pública. Se movía como si llevara puesto el traje de montar en vez de una falda de crinolina. Parecía poco femenina si se la comparaba con la fragilidad de Gisela y, a pesar de ello, no tenía nada de masculino. Al igual que cualquier otro día del juicio, su vestuario lucía agradables tonos otoñales, rojos y bermellones que favorecían su tez oscura pero que eran muy poco apropiados para una ocasión tan sombría. Rathbone no había logrado convencerla de que se vistiera y se comportara con decoro, y a esas alturas ya no tenía sentido intentarlo. No convencería a nadie.

Durante un segundo, diáfano como el brillo del sol sobre el hielo, contempló a Gisela; las miradas de ambas mujeres estaban cargadas de sorpresa y odio. Acto seguido, Zorah miró de nuevo a Rathbone.

Con voz tranquila Zorah dijo su nombre, prestó juramento y aseguró que diría la verdad y nada más que la verdad.

Rathbone se lanzó a la palestra antes de que el coraje le abandonara.

– Condesa Rostova, hemos escuchado el testimonio de muchas personas acerca de los hechos acaecidos en Wellborough Hall tal como ellos los vieron o creyeron ver. Usted ha lanzado contra la princesa Gisela la más grave de las acusaciones que pueden hacerse: ha afirmado que ella asesinó a su marido a conciencia cuando él se encontraba indefenso y bajo su cuidado. Se ha negado a retirar esa acusación, incluso teniendo en cuenta la posibilidad de que se tomaran medidas en su contra. ¿Tiene la bondad de explicarle al tribunal lo que sabe acerca de los hechos acaecidos entonces? Incluya todo lo que crea relevante en cuanto a la muerte del príncipe Friedrich, pero no malgaste su tiempo ni el del tribunal con lo que no sea de interés.

Ella asintió en señal de comprensión y comenzó a hablar con voz grave y clara, única y de extraordinaria belleza.

– Antes del accidente dedicábamos el tiempo a las ocupaciones normales de este tipo de fiestas campestres. Nos levantábamos cuando nos apetecía. Era primavera, a veces aún hacía bastante frío, por lo que a menudo no bajábamos hasta que el servicio había encendido las chimeneas. De todas formas, Gisela siempre desayunaba en su habitación y Friedrich solía quedarse arriba para hacerle compañía.

Dos de los miembros del jurado esbozaron una expresión divertida, a la que inmediatamente le siguió un súbito rubor de vergüenza.

– Después los caballeros salían a montar o a pasear -continuó Zorah-. O, si hacía mal tiempo, se iban al salón de fumadores a hablar, o a la sala de billar, a la armería o a hablar en la biblioteca. Rolf, Stephan y Florent conversaban a menudo. Las damas paseaban por los jardines si el día era bueno, o escribían cartas, pintaban, tocaban un poco de música o se sentaban juntas a leer e intercambiar historias y chismes.