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– Comprendo -dijo Rathbone-. ¿Y el resto del día, condesa Rostova?

– El tiempo mejoró. Comimos y después algunos de los hombres se fueron a montar a caballo a campo abierto. Gisela le sugirió a Friedrich que fuera con ellos, pero él prefirió quedarse a su lado, creo que estuvieron paseando por los jardines y luego jugaron al croquet.

– ¿Los dos solos?

– Sí. Gisela le pidió a Florent Barberini que jugase con ellos, pero a él le pareció que molestaría.

– El príncipe Friedrich parecía estar muy unido a su esposa. ¿Cómo podía el conde Lansdorff, ni nadie, pensar seriamente que la abandonaría para regresar a Felzburgo y pasar el resto de su vida sin ella?

– No lo sé -dijo ella negando con la cabeza-. No vivían en Venecia. No los habían visto de cerca desde hacía años. Era algo que no querían aceptar como cierto a menos que lo vieran con sus propios ojos. Friedrich parecía no poder hacer nada sin Gisela. Si ella se iba de la sala, uno se daba cuenta de que esperaba a que volviera. Le pedía su opinión, esperaba sus halagos, dependía de su aprobación.

Rathbone vaciló. ¿Era demasiado pronto? ¿Había dado ya suficientes fundamentos? Tal vez no. Debía estar seguro. Miró los rostros de los miembros del jurado. Era demasiado pronto.

– ¿Así que ese día jugaron juntos a croquet toda la tarde?

– Sí.

– ¿Y el resto del grupo?

– Yo pasé la tarde con Stephan von Emden. No sé qué hicieron los demás.

– ¿Pero sí sabe qué hicieron Friedrich y Gisela?

– Sí. Desde donde estaba se veía el campo de croquet.

Harvester se puso de pie y se dirigió al juez.

– Señoría, todo lo que afirma la testigo es que el príncipe Friedrich y la princesa Gisela estaban muy unidos, lo cual todo el mundo sabe. Todos fuimos testigos de su encuentro, su idilio, su amor y el sacrificio que les ha costado. Nos hemos alegrado con ellos y hemos llorado por ellos. E incluso tras doce años de feliz matrimonio, sabemos ahora que su amor no había disminuido lo más mínimo, sino que tal vez era aún más profundo y más completo que antes. La propia condesa Rostova admite que el príncipe Friedrich nunca habría regresado a su país sin su esposa, y ella lo sabía tan bien como todos los demás.

Gesticulaba ampliamente hacia Zorah, en el estrado.

– Ha dicho -añadió Harvester- que no comprende cómo el conde Lansdorff podía engañarse a sí mismo y mantener esperanzas respecto al éxito de su misión. Nos ha dicho usted que no conocía ningún plan pensado para superar ese obstáculo, igual que el conde Lansdorff en persona. La princesa Gisela no pudo materialmente haber envenenado a su marido y tampoco tenía motivo alguno para desear hacerlo. La defensa está malgastando el tiempo de todos demostrando mi caso. Le estoy agradecido, pero no es necesario. Ya lo he demostrado yo solo.

– ¿Sir Oliver? -preguntó el juez-. ¿Esta estrategia suya no carecerá de sentido tanto como parece, verdad?

– No, señoría. ¿Tendrá el tribunal un poco más de paciencia?

– Un poco, sir Oliver. Sólo un poco.

– Gracias, señoría. -Rathbone inclinó ligeramente la cabeza, luego se volvió hacia Zorah-. Condesa Rostova, háblenos de lo que ocurrió por la noche, si tiene la bondad. -Había esperado que eso fuese innecesario, pero no disponía de otra arma-. ¿Qué sucedió por la noche? -preguntó.

– Hubo una cena y luego estuvimos jugando para entretenernos. Había varios invitados. La comida fue excelente, nueve o diez platos, una magnífica selección de vinos. Todas las mujeres llevaban los mejores vestidos y joyas. Como de costumbre, Gisela eclipsaba a todo el mundo, incluso a Brigitte von Arlsbach. Aunque, claro, a Brigitte nunca le ha gustado la ostentación, a pesar de ser la más acaudalada entre los presentes.

Miró hacia los paneles de madera sobre las cabezas de la última fila del público mientras recordaba la fiesta.

De nuevo, el silencio era absoluto. Todos se esforzaban por escuchar cada palabra.

– Aquella noche Gisela estuvo muy divertida. -La voz le salía tensa de la garganta-. Nos hizo reír a todos. Cada vez era más osada en sus comentarios, pero no fue vulgar, nunca se ha mostrado vul gar. Aunque podía ser muy descarada con las debilidades ajenas. Tenía un sexto sentido para descubrir los puntos vulnerables de cada uno.

– Suena un poco cruel -observó Rathbone.

– Es extremadamente cruel -contestó ella-. Pero, claro, unido a un agudo ingenio, también puede ser muy divertido; para todos menos para la víctima, claro está.

– ¿Y quién era la víctima en aquella ocasión?

– Sobre todo Brigitte -respondió-. Por eso, seguramente, ni Stephan ni Florent se reían. Pero sí todos los demás. Supongo que tampoco entendían de qué se estaba hablando y no supieron qué otra cosa hacer. El vino se sirvió en grandes cantidades. ¿Por qué habrían de importarles los sentimientos de la baronesa de un oscuro principado germánico, cuando una de las figuras más resplandecientes y románticas de Europa entretenía a la corte durante la cena?

Rathbone no expresó su opinión. Se le había formado un nudo en el estómago. Ése iba a ser el peor momento de todos, pero sin él no había caso.

– ¿Y después de la cena, condesa Rostova? – Su voz parecía casi tranquila. Sólo Monk y Hester, que estaban entre el público, comprendían cómo se sentía.

– Después de la cena estuvimos jugando -respondió Zorah con media sonrisa.

– ¿Jugando? ¿A cartas? ¿Billar? ¿Charadas?

El juez miraba a Zorah y fruncía el ceño.

La condesa endureció su rostro.

– No, sir Oliver, algo más físico que eso. No recuerdo todos los juegos, pero sé que jugamos a la gallinita ciega. Les cubrimos los ojos a todos los caballeros, por turnos. Nos caíamos a menudo y acabábamos sobre el sofá o juntos en el suelo. Harvester se levantó.

– Sí, sí -admitió el juez-. ¿Cuál es el sentido de todo esto, sir Oliver? Los jóvenes juegan a cosas que para algunos de nosotros son algo subidas de tono o, de algún modo, de cuestionable moralidad.

Intentaba salvar la situación, salvar incluso a Rathbone de sí mismo, y lo sabía.

Rathbone vaciló un instante. La escapatoria aún era posible, y con ella la derrota, no sólo la de Zorah sino la de la verdad.

– Tiene sentido, señoría -se apresuró a decir-. Continúe con lo que ocurrió el resto de la noche, si tiene la bondad, condesa Rostova.

– Jugamos a «frío o caliente» -siguió obedientemente-. Escondíamos los objetos en lugares muy indiscretos.

– ¿Alguien puso alguna pega?

– Creo que no. Brigitte no jugaba y, si no recuerdo mal, Rolf tampoco. Brigitte llamaba la atención porque estaba sobria. Pero hacia la medianoche, o un poco más tarde, jugamos a carreras de caballos.

– ¿Carreras de caballos? -preguntó desconcertado el juez.

– Los hombres iban a gatas, señoría -explicó Zorah-. Y las señoras los montaban a horcajadas.

– ¿Hacían carreras de esa forma? -se sorprendió el juez.

– Las carreras no eran nuestro propósito, señoría -dijo ella-. No se trataba de eso. Nos estábamos riendo mucho, quizá por entonces ya de un modo un tanto histérico. Nos caíamos bastante a menudo.

– Comprendo. -La expresión de disgusto de su cara dejó claro que lo comprendía.

– ¿Y la princesa Gisela participó en ese juego? -persistió Rathbone-. ¿Y el príncipe Friedrich?

– Desde luego.

– ¿Así que Gisela estaba de buen humor? ¿Era feliz?

Zorah frunció el ceño, como si lo pensara antes de contestar.

– Creo que no.

– ¡Pero ha dicho que participó en la… diversión! -protestó Rathbone.

– Sí… Montaba a Florent… y se cayó.

El público se exaltó y se calmó casi al instante.

– ¿El príncipe Friedrich estaba preocupado o molesto por la atención que recibía su esposa? -preguntó Rathbone con la boca seca.