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– No -respondió Zorah-. Le encantaba ver que provocaba risas y admiración. No tenía celos de ella y, si piensa que Friedrich temía que respondiera con demasiado entusiasmo a las insinuaciones de alguien, se equivoca. Nunca lo hizo. Nunca la he visto reaccionar de manera inadecuada con ningún otro hombre, ni tampoco nadie me ha comentado nunca algo así. Siempre estaban juntos, siempre hablaban. A veces él se sentaba tan cerca de ella que extendía el brazo y le tocaba la mano.

El público estaba sobrecogido.

El juez parecía totalmente confuso. Harvester mostraba una perplejidad absoluta.

– ¿Y aún así no está segura de que fuera feliz? -dijo Rathbone con tanta incredulidad como pudo-. ¿Por qué dice eso? A mí me parece que tenía todo lo que una mujer puede desear.

Una expresión de rabia y lástima cubrió la cara de Zorah, como si un sentimiento nuevo por completo erradicara todas sus antiguas convicciones.

– La vi sola, al final de las escaleras -respondió muy despacio-. La luz le daba en la cara, y yo estaba en las sombras, abajo. Ella no sabía que yo estaba allí. Por un momento pareció sentirse atrapada, como un animal en una jaula. La expresión de su cara era terrorífica. Nunca había visto tanta desesperación en nadie. Era una completa desesperanza…

En el tribunal el silencio estaba tintado de incredulidad. Incluso el juez se quedó de piedra.

– Luego se abrió una puerta detrás de mí -continuó Zorah, casi en un susurro-. Ella escuchó el ruido y la expresión se esfumó de pronto. Se obligó a sonreír de nuevo y bajó las escaleras con un brillo forzado, la voz crispada.

– ¿Conoce la causa de ese sentimiento, condesa?

– En aquel momento no sabía de qué podía tratarse. Imaginé que sería el miedo a que Friedrich sucumbiera a la presión de la familia y el deber, regresara a Felzburgo, y la abandonara. Aun así, eso no explicaría el pánico que vi, como si estuviera… encerrada, luchando por escapar de algo que la aferraba y la asfixiaba. -Levantó un poco la barbilla, había nerviosismo en su voz-. Era la última mujer del mundo por la quería sentir lástima, pero no pude olvidar la expresión de sus ojos, allí arriba, de pie.

El tribunal estaba en silencio, la tensión se palpaba en el aire.

– ¿Y el resto de la noche? -preguntó Rathbone tras unos instantes.

– Seguimos bebiendo, jugando, riendo y haciendo chistes atrevidos y comentarios crueles sobre personas que conocíamos, o que creíamos conocer, y nos fuimos a dormir a eso de las cuatro de la madrugada -respondió Zorah-. Algunos nos fuimos a nuestras camas, otros no.

Hubo un creciente rumor de desaprobación entre el público y miradas de incomodidad en el jurado. No les gustaba que hablaran así de sus superiores en la escala social; aunque algunos aceptaran que era cierto, preferían no verse forzados a admitirlo. Otros parecían realmente asombrados.

– ¿Y ése fue un día típico? -preguntó Rathbone con cautela.

– Sí.

– ¿Había muchos días así?

– Casi todos eran así, más o menos -respondió Zorah, aún muy erguida, con la cabeza alta a pesar de tener que mirar un poco hacia abajo, a la sala-. Comíamos y bebíamos, montábamos a caballo, íbamos en carruaje o calesa. Hacíamos carreras. Comíamos en el campo, dábamos fiestas. Jugábamos a croquet. Los hombres tiraban. Nosotras remamos una o dos veces en el río. Paseábamos por los bosques o el jardín. Si llovía o hacía frío, hablábamos o tocábamos el piano, leíamos libros o mirábamos cuadros. Los hombres jugaban a cartas o al billar, o fumaban. Y, por supuesto, apostaban por esto o por aquello: quién ganaría a las cartas, qué sirviente contestaría a la campanilla. Por la noche teníamos entretenimiento musical o teatral, o jugábamos.

– ¿Y Friedrich y Gisela siempre estaban tan unidos como ha descrito?

– Siempre.

Harvester se levantó.

– Señoría, esto es impertinente, no demuestra nada y sigue siendo irrelevante.

Rathbone no le hizo caso y continuó, alzando la voz por encima de la protesta del otro abogado, haciéndolo callar.

– Condesa Rostova, después del accidente, ¿visitó a Friedrich en sus habitaciones?

– Una vez.

– ¿Puede describirnos la habitación, por favor?

– ¡Señoría! -Esta vez Harvester también gritaba.

– Es relevante, señoría -dijo Rathbone aún más alto-. Le aseguro al tribunal que es fundamental.

El juez dio un golpe de mazo pero nadie obedeció.

– ¡Señoría! -Harvester no callaba. Estaba de pie y de cara a Rathbone delante de la tribuna-. Esta testigo ya ha sido impugnada por las circunstancias. Su propio interés en el asunto es el que nos concierne aquí. Nada de lo que diga que vio…

– ¡No puede impugnar nada que no se ha dicho! -gritó Rathbone con encono-. Debe dársele la oportunidad de defenderse…

– Pero no… -protestó Harvester.

El juez levantó las manos.

– ¡Silencio! -rugió.

Ambos callaron.

– Señor Rathbone -dijo el juez retomando un tono normal-. Espero que no esté a punto de añadir más calumnias a la ya peligrosa situación de su cliente.

– No, señoría, no lo haré -contestó Rathbone con vehemencia-. La condesa Rostova no dirá nada que no pueda ser corroborado por otros testigos.

– Entonces su testimonio no es de tan urgente importancia como ha dicho -espetó Harvester en tono triunfante-. Si otros testigos pueden decir lo mismo, ¿por qué no se lo hace decir a ellos?

– Por favor, siéntese, señor Harvester -pidió el juez con firmeza-. La condesa Rostova continuará con su testimonio. Tendrá oportunidad de interrogarla cuando sir Oliver haya acabado. Si hace alguna alusión en perjuicio de los intereses de su cliente, tiene el recurso del que se está haciendo valer en estos momentos. Proceda, sir Oliver. Pero no nos haga perder el tiempo y, por favor, no nos empuje a emitir juicios morales sobre otros asuntos que no incumban al tema de la muerte del príncipe Friedrich y al hecho de comprobar si su cliente puede demostrar la terrible acusación que ha efectuado. Ése es su único cometido aquí. ¿Me ha entendido?

– Sí, señoría. Condesa Rostova, ¿querría describirnos el dormitorio del príncipe Friedrich y las habitaciones que él y la princesa Gisela ocuparon durante su convalecencia en Wellborough Hall?

Hubo un susurro de consternación y decepción en la multitud. Habían esperado algo más excitante.

Incluso Zorah parecía desconcertada, pero comenzó con obediencia.

– Tenían un dormitorio, un vestidor y una sala de estar. Y, por supuesto, un cuarto de baño y un retrete privados, que no vi. Tampoco vi el vestidor. -Miró a Rathbone para ver si eso era lo que quería.

– ¿Nos querría describir la sala de estar y el dormitorio, por favor? -Asintió con la cabeza.

Harvester estaba cada vez más impaciente, incluso el juez estaba empezando a perder la paciencia. El jurado estaba completamente perdido. De pronto, el proceso había pasado de un momento de gran tensión a una banalidad total.

Zorah parpadeó.

– La sala de estar era bastante grande. Tenía dos ventanas en saliente, que daban al oeste, creo, al jardín.

– ¡Señoría! -Harvester se había vuelto a levantar-. Esto no puede ser de ninguna relevancia. ¿Mi distinguido amigo quiere dar a entender que la princesa Gisela salió por la ventana de la sala y bajó por la pared hasta el paseo de tejos? Esto se está convirtiendo en algo absurdo, y se está abusando del tiempo y de la inteligencia del tribunal.

– Es precisamente porque respeto la inteligencia del tribunal por lo que no quiero guiar a la testigo, señoría -dijo Rathbone a la desesperada-. Ella no sabe qué parte de lo que vio está relacionada con el crimen y lo explica por completo. Y en cuanto al tiempo, ¡lo malgastaríamos mucho menos si el señor Harvester no hiciera más que interrumpirme!