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Harvester se había levantado, pero no interrumpió. Volvió a sentarse en silencio.

– Lady Wellborough -dijo Rathbone al cabo de un momento-, ¿la descripción que la condesa Rostova ha hecho de las habitaciones de Friedrich y Gisela en su casa es correcta?

– Sí.

– ¿Vio usted las flores?

– ¿Se refiere a los lirios de los valles? Sí, ella los pidió. ¿Por qué?

– Eso es todo, gracias. A no ser que el señor Harvester tenga alguna pregunta, puede irse.

– No. -Harvester negó con la cabeza-. Ahora no tengo ninguna.

– Señoría, llamo al doctor John Rainsford. Es mi último testigo.

El doctor Rainsford era un hombre joven de cabello rubio, con el rostro fuerte e inteligente de un entusiasta. A petición de Rathbone, enumeró sus notables títulos como médico y toxicólogo.

– Doctor Rainsford -comenzó Rathbone-, si un paciente presentara los síntomas de dolor de cabeza, alucinaciones, piel sudorosa y fría, dolor estomacal, náuseas, ritmo cardiaco ralentizado, entrada en coma y, por último, muerte, ¿cuál sería su diagnóstico?

– Una de entre varias posibilidades -respondió Rainsford-. Necesitaría conocer el historial del paciente, cualquier tipo de accidente sufrido, saber lo que había comido últimamente.

– ¿Y si las pupilas estuviesen dilatadas? -añadió Rathbone.

– Sospecharía de envenenamiento.

– ¿De hojas o corteza de tejo, quizá?

– Con mucha probabilidad.

– ¿Y si el paciente tuviera ronchas en la piel?

– Oh… eso no es tejo. Eso suena más a lirio de los valles.

Hubo abucheos por todo el tribunal. El juez se inclinó hacia delante con la cara rígida y los ojos muy abiertos. Los miembros del jurado estaban muy erguidos. A Harvester se le rompió el lapicero por la inconsciente presión que hacían sus manos.

– ¿Lirio de los valles? -preguntó Rathbone con cautela-. ¿Son venenosos?

– Oh, sí, más venenosos que nada en el mundo -dijo Rainsford muy seriamente-. Tanto como el tejo, la cicuta o la belladona. Cualquier parte de ellos lo es: las flores, las hojas, los bulbos. Incluso el agua en que se conservan las flores cortadas puede ser letal. Provoca exactamente los síntomas que ha descrito.

– Comprendo. Gracias, doctor Rainsford. ¿Querría permanecer en el estrado por si el señor Harvester tiene algo que preguntarle?

Harvester se levantó, respiró hondo, negó con la cabeza y volvió a sentarse. Parecía enfermo.

El jurado se retiró y estuvo fuera durante sólo veinte minutos.

– Fallamos a favor de la demandada, la condesa Zorah Rostova -anunció el presidente del jurado con la cara pálida y expresión triste. Miró primero al juez, para ver si había cumplido bien con su deber, luego a Rathbone con una antipatía sosegada y grave. Después se sentó.

Nadie entre el público se alegró. Quizá no sabían lo que estaban esperando, pero no era aquello. Se quedaron tristes. Ahora tenían la verdad, pero no se trataba de una victoria. Demasiados sueños se habían ensuciado y roto para siempre.

Rathbone se volvió hacia Zorah.

– Usted tenía razón, ella lo asesinó -dijo en un suspiro-. ¿Qué sucederá ahora con la lucha por mantener la independencia? ¿Encontrarán a un nuevo líder?

– Brigitte -respondió ella-. La aprecian mucho y, además de poseer convicción y dedicación por su país, es valiente. Rolf y la reina la apoyarán.

– Pero cuando el rey muera, Waldo le sucederá. Entonces Ulrike tendrá mucho menos poder -señaló Rathbone.

Zorah sonrió.

– ¡No lo crea! Ulrike siempre tendrá poder. La única que puede aspirar a llegar a su altura es Brigitte, y sólo a su manera. Están en el mismo bando, pero la unificación llegará, sólo es cuestión de saber cómo y cuándo.

Se puso en pie en medio del ajetreo y el barullo de la multitud que pretendía salir de la sala.

– Gracias, sir Oliver. Me temo que mi defensa le ha costado cara. No le apreciarán a usted por lo que ha hecho. Ha mostrado a la gente algo que preferirían no saber. Ha hecho que vieran a los ricos y a los privilegiados, aunque sea brevemente, con mucha más claridad de lo que les gustaría, ha hecho que mostraran partes de sí que prefieren ocultar.

»Y ha roto los sueños de la gente corriente a quien le gustaba, más bien necesitaba, vernos más sabios y mejores de lo que somos. En el futuro les será difícil contemplar nuestra riqueza y ociosidad y sobrellevarla con ecuanimidad. Y tienen que hacerlo, porque muchos dependen de nosotros, de un modo u otro. Y tampoco nosotros les perdonaremos por haber sido testigos de nuestros defectos.

Se le endureció el rostro.

– Creo que tal vez no debería haber dicho nada. Quizá habría sido mejor que hubiese dejado que se saliera con la suya. Al final habría hecho menos daño.

– ¡No diga eso! -Rathbone le agarró del brazo.

– ¿Porque ha sido una dura batalla? -Sonrió-. ¿Y hemos pagado mucho por la victoria? Eso no tiene nada que ver, sir Oliver. El precio no tiene nada que ver con el valor real.

– Lo sé. Quería decir que no crea que es mejor permitir que un hombre indefenso sea asesinado por la persona en quien más confiaba y dejar que nunca se sepa. El día que aceptemos algo así, porque contemplar la verdad que desvela es desagradable, habremos perdido todo lo que nos hace dignos de respeto.

– Qué correcto. Qué inglés -contestó ella, pero con repentina ternura en la voz-. Es usted la persona de la que podría esperarse una declaración como ésa, con sus pantalones a rayas y su cuello blanco y almidonado. Aunque, en realidad, quizá tenga razón. Gracias, sir Oliver. Ha sido todo un placer conocerle. -Y sonrió más aun, con una calidez y un resplandor que Rathbone no había visto antes en ella. Se dio la vuelta y se marchó en medio de un remolino de su falda color escarlata y rojo.

La sala se oscureció sin ella. Rathbone querría haberla seguido, pero habría sido una tontería. En su vida no había lugar para él.

Monk y Hester estaban a su lado.

– Brillante -dijo Monk con sequedad-. Otra victoria arrolladora, aunque pírrica, esta vez. Has perdido más de lo que has ganado. Has tenido suerte de disponer ya del título de sir. Ahora no te lo concederían.

– No necesito que me digas eso -contestó Rathbone con amargura-. No lo hubiese hecho de no haber sido porque la alternativa era mucho peor. -Pero pensaba en Zorah, en lo llena de vida que estaba, en su temeridad y su valentía. Tal vez haberle sido fiel valía el precio que había pagado e incluso el sentimiento de pérdida que le embargaba.

Monk suspiró.

– ¿Cómo pudo acabar así un amor como ése? Él lo dejó todo por ella. Su país, su pueblo, su trono. ¿Cómo ha podido acabar la historia de amor más grande del siglo en desilusión, odio y asesinato?

– No era la mayor historia de amor del siglo -respondió Hester-. Eran dos personas que necesitaban lo que el otro podía darles. Ella quería poder, posición, riqueza y fama. Él parecía querer admiración constante, devoción, alguien que estuviera con él todo el tiempo, que viviera su vida por él. No tenía valor para estar sin ella. El amor es valiente y generoso, y sobre todo nace del honor. Para poder amar a otra persona antes debes serte fiel a ti mismo.

Rathbone la miró y los labios se le curvaron poco a poco en una sonrisa.

Monk frunció el ceño. Su mirada rebosaba una antipatía extrema, después rabia, más tarde pareció luchar consigo mismo, perdió la batalla y se relajó.

Conscientemente, rodeó a Hester con un brazo.

– Tienes razón -dijo a regañadientes-. Eres presuntuosa, dogmática e insufrible… pero tienes razón.