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– ¿Septiembre de 1966? ¡Entonces faltan dos años!

– ¡Menos de dos años! ¡Y hasta ahora no se ha trasladado ni una sola piedra!

Rogalla asintió.

– ¿Por qué no se ha comenzado todavía? -quiso informarse Kaminski.

– ¡Por qué, por qué, por qué! -replicó Lundholm casi furioso-. ¡El maldito suelo! Arena, arena y arena, y cuando tenemos suerte una capa de arcilla. Los diques encuentran poco apoyo. Desde hace meses estamos más ocupados extendiendo la presa alrededor del templo que en elevarla, la excavación tiene ya entre sesenta y cien metros de anchura y la presión del Nilo se hace cada vez mayor.

– ¿Y la altura?

– El límite superior de la corona de la presa es de 135 metros SSL 1 y el del nivel del agua de 133 metros SSL.

– Eso significa…

– Que dos metros separan el éxito del fracaso, dos miserables metros.

– Y dos años.

Lundholm asintió. En ese instante no parecía muy optimista.

Tras una larga pausa dijo Kaminski:

– ¿Y si los rusos se han equivocado en sus cálculos? Quiero decir, ¿y si el agua del embalse sube con mayor rapidez?…

Jacques Balouet, el director de la oficina de información de Abu Simbel, los observó un instante desde la mesa de al lado. Rogalla y Margret Bakker intercambiaron una mirada, parecía que temieran que el hombre de la mesa cercana hubiese oído el comentario de Kaminski, como si el recién llegado hubiera dicho algo qxie no debía. En el campamento se hablaba de todo, pero no del impreciso plazo que pendía sobre la «Joint Venture Abu Simbel»» como una espada invisible. Nadie conocía las previsiones, pero esa fecha límite era algo que estaba presente y con la que tenían que contar.

– ¡Que el diablo se lleve a esos rusos! -gritó Lundholm-. Han lanzado al espacio tres astronautas en una nave espacial y han dado diecisiete veces la vuelta a la Tierra, así que no es fácil que se hayan equivocado al calcular la crecida del Nilo.

Rogalla alzó la mano como si fuera a decir algo importante.

– No será culpa de los rusos si sale algo mal. La presa de Asuán se está construyendo desde hace ya cuatro años. Desde entonces, se sabe que a su debido tiempo Abu Simbel quedará sumergido bajo las aguas del pantano.

– Entonces teníamos un nivel de agua de 120 SSL. Nos hubiéramos podido ahorrar el embalse si los egipcios hubiesen tomado antes su decisión. Cuando se empezó, a principios de la primavera, el agua ya nos llegaba hasta el cuello. Desde entonces no hago otra cosa que clavar estacas de sustentación en esa maldita arcilla. Al principio fueron doce metros, ahora estoy en veinticuatro… ¡a lo largo de 370 metros! ¿Y todo para qué? ¡Para nada!

Antes de que el sueco terminase de hablar sonó en los altavoces una excitante música árabe en la que destacaba una flauta y un instrumento de percusión. Detrás de la barra, en el centro de la sala semicircular, apareció una mujer que era toda una orgía de colores. Lundholm tocó con el codo a Kaminski y, volviendo hacia él la cabeza, le dijo:

– Nagla.

Tenía el cabello rojo como el fuego. Kaminski, que había conocido muchas mujeres, nunca había visto un pelo tan rojo y brillante como aquél. Formaba el apropiado contraste con su vestido verde, una falda larga de seda que se ceñía a sus caderas y se abría por delante. El corpino, adornado de perlas y piedras de colores como un árbol de Navidad, cubría difícilmente sus poderosos senos.

Nagla realizó unos movimientos convulsivos al ritmo de la canción. Pero Kaminski no entendía mucho, la música le parecía algo horrible, aunque la danza era realmente admirable. Nagla sabía dar a su cuerpo movimientos ondulantes, como los de una serpiente, al término de los cuales echaba la cabeza hacia atrás. Al caer de rodillas e inclinar su busto hacia delante hasta rozar el suelo con sus cabellos rojos, los hombres silbaron y aplaudieron sin dejar de gritar una y otra vez «¡Nagla… Nagla… Nagla!», como si no pudieran cansarse de contemplarla.

Excitada por los gritos, la bailarina se alzó del suelo sin usar los brazos. Volvió a agitar sus caderas en sacudidas que se hacían cada vez más rápidas y convulsivas, y con pasos rítmicos y ligeros, las manos detrás del cuello, pasó entre las filas de mesas jaleada por las palmas del público.

Kaminski observó cómo algunos hombres ponían billetes entre la ropa de la bailarina y, de vez en cuando, como Nagla se inclinaba de modo tan provocativo delante de ellos, no podían por menos que deslizar el billete entre sus pechos. Junto con el dinero, había también algunas notas dobladas y, al ver la mirada interrogante de Kaminski, Lundholm le dijo en voz baja:

– En cada representación Nagla recibe media docena de ofertas.

– ¿Y? -quiso saber el alemán.

Lundholm hizo un gesto afirmativo, como si quisiera decir «sí, a veces se consigue algo».

Excitados por la música vibrante y los provocadores movimientos de la bailarina, también Lundholm, Rogalla y Kaminski comenzaron a llevar el compás con sus palmas. Sólo Margret seguía sentada rígida y seria. Sin volver directamente su mirada hacia ella, Kaminski la observó de reojo y no pudo menos que preguntarse qué tendría que suceder para que una sonrisa apareciera en el rostro de aquella joven.

Mientras tanto, la danza de Nagla se fue haciendo más y más animada y excitante. El cuerpo voluptuoso de la bailarina se movía cada vez de forma más convulsa, más rápida. Finalmente se acercó tanto a Kaminski, que éste vio el sudor sobre sus senos, oyó el tintineo de sus brazaletes de oro y su respiración agitada. Nagla fijó en él sus ojos y, pese a todos sus giros y desplazamientos, siguió mucho tiempo sin apartar su mirada del nuevo ingeniero.

– ¡Eh, eh!… -gritaron los hombres que seguían la escena-. ¡Eh, eh!…

Para el gusto de Kaminski, Nagla era demasiado llenita y provocativa. Además, en lo que se refería a las mujeres, estaba hasta las narices. Realmente, había esperado no encontrarse con ninguna en Abu Simbel; pero la verdad era que se lo había imaginado todo bastante distinto.

Nagla pareció haber advertido el desinterés de Kaminski, pues con un rápido movimiento de cabeza apartó su vista de él y empezó a ensayar su arte de seducción con los ocupantes de una de las mesas vecinas, con gran pesar de Lundholm, que siguió la retirada de Nagla con mirada ansiosa.

Con la vibrante música y las palmas se mezcló de repente un fuerte griterío procedente de la puerta de entrada y, como una lengua de fuego, un grito se extendió de mesa en mesa.

– ¡Las aguas nos invaden!

Lundholm, cuyos ojos seguían clavados en Nagla, se levantó de un salto. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y durante un instante se quedó inmóvil, paralizado. Después balbuceó algo ininteligible, miró a Kaminski y susurró:

– ¡Siempre supe que iba a ocurrir, siempre lo supe!

Sólo después pareció capaz de hacer algo; sacó un billete del bolsillo, lo dejó de un golpe sobre la mesa y se dio la vuelta para salir. Antes le dijo al oído a Kaminski:

– Ven conmigo, debes ver cómo el agua se lo traga todo.

En ese mismo momento resonó fuera una especie de sirena como la que hacen sonar los barcos en la niebla. La música cesó y Nagla desapareció detrás del bar. Los hombrees se apretaban en la salida. Sin prestar atención a Kaminski, Lundholm corrió hacia su Land-Rover, que estaba aparcado junto a la entrada del campo de tenis. El recién llegado tuvo dificultades para seguirlo.

Como si estuviera en juego su vida, Lundholm hizo rugir el todoterreno por la Souna Road y giró a la derecha por la desviación que iba al este, una ancha carretera asfaltada que transcurría en línea recta durante casi dos kilómetros hasta el istmo de Abu Simbel.

A la luz de los faros aparecieron a la izquierda los alargados y solitarios edificios de la dirección de la obra. Sin tener en cuenta la velocidad tan alta que estaba exigiendo al duro vehículo de mala suspensión, Lundholm buscó algo con la mano debajo de su asiento. Kaminski se ofreció a ayudarle pero Lundholm no respondió. Finalmente dio con una botella, la alzó delante del parabrisas para cornprobar su contenido y tiró del corcho con los dientes.

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1 SSL: Siglas de Survey System Level. (N. del a.)