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Hella se dio la vuelta y con las piernas abiertas se sentó sobre él. Kaminski miró adelante y atrás para saber si alguien los veía. Al comprobar que no era así, cedió y dejó que siguiera. La joven tomó la barbilla de él con su mano derecha y lo besó en la boca mientras que con la otra, segura de su objetivo, trataba de abrirle los pantalones. Montada sobre él, se movía como una amazona sobre la silla de su caballo. Ansioso, Arthur llevó las manos a sus senos pequeños y firmes. Hella dejó escapar un grito y echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido un latigazo.

¡Dios mío, qué mujer!, se dijo Kaminski. Y dejó de pensar, sólo sentía. Estaba a punto de perder la conciencia, sin voluntad y sin consideración alguna, deseando únicamente que los movimientos voluptuosos de Hella no terminaran jamás.

Y sin embargo aquella danza sensual tuvo un final abrupto.

– ¡Parada Otto-Suhr-Allee!

El sonido de las puertas hidráulicas al abrirse, seguido por el bullicio de un grupo de adolescentes con largas melenas, volvió a Kaminski a la realidad. Los muchachos tomaron al asalto la plataforma superior. Hella apenas tuvo tiempo de bajarse del regazo de Arthur y poner en orden sus ropas.

Se rieron, sentados allí y mirando con disimulo a través de la ventanilla empañada. Kaminski supo en ese momento que jamás lograría librarse de aquella mujer.

Se citaron para cenar esa noche en un pequeño restaurante italiano de la Kantstrasse. Apenas se habían sentado cuando llegó una de aquellas floristas que tanto abundan en las noches berlinesas. Arthur le compró el ramo entero con la correspondiente alegría de la joven vendedora y se lo entregó a Hella. Estaba decidido a demostrarle su amor por todos los medios.

Hella se sonrojó, cosa que Kaminski no había visto en ella hasta entonces. Sus mejillas adquirieron un color púrpura brillante y luminoso como el de una lustrosa manzana. Arthur se sentía dichoso y recordó que hacía mucho tiempo que no era tan feliz… con Hella.

El reencuentro, después de tanto tiempo, transcurrió tranquilo y sin complicaciones porque parecía que ambos se hubiesen puesto de acuerdo en no sacar a relucir un tema, ese tema. Kaminski abrigaba la esperanza de que las cosas podrían volver a arreglarse entre ellos. Había llegado a creer que los meses de ausencia los habrían distanciado, cambiado, convertido en personas diferentes. Pero no fue así, y Hella volvió a seducirlo desde el primer momento con la fuerza de la pasión y en ese instante desaparecieron todos sus reparos. No podía creer que el día anterior todavía la hubiera culpado de intentar quitarle la vida.

A ambos les vendrían bien unos días de distensión, juntos de nuevo, para centrarse, encontrar la calma y escapar al caos en el que la vida los había precipitado. ¿Había algo mejor que la reconciliación, que el deseo de renovar los sentimientos?

Bebieron frascati y saborearon una deliciosa saltimbocca en pinchos de madera y evocaron los tiempos felices en Abu Simbel.

– ¿Recuerdas nuestro primer encuentro? -preguntó Hella sonriendo-. Tenías un corte en la cabeza e insististe en que te diera los puntos sentado, sin echarte en la camilla. Sin duda querías que viera lo duro que eras.

Kaminski se echó a reír.

– Pero por lo visto no era así.

– Te desplomaste como un trapo mojado. Tuvimos que arrastrarte hasta la camilla entre dos personas.

Arthur guiñó un ojo:

– Lo hice a propósito, lo único que quería era apoyarme en tu pecho.

– De lo que te aprovechaste realmente y con largueza. -Y continuó-: Cuando Heckmann se dio cuenta de nuestras relaciones soltó todo su veneno y su resentimiento. Es uno de esos tipos que no saben perder. Se consideraba el más importante de los hombres, pero cuando yo lo miraba se empequeñecía como una de esas figuras de enanos que adornan los jardines, ¡ese Heckmann!

Hella se comportaba como si no hubiese habido cornplicaciones entre ellos, y Arthur tuvo la impresión de que se esforzaba en probarlo. Tal vez esos años de soledad, se dijo Kaminski, siempre en el mismo paisaje solitario y desértico, la habían empujado a esa especie de locura. Deseaba explicarle lo que pensaba, pero la promesa de marginar momentáneamente todo lo escabroso le impidió hacerlo y siguió hablando de otras cosas. Le informó del nuevo empleo en Turquía que aún no había aceptado definitivamente. ¿Y ella, qué pensaba hacer?, le preguntó.

Hella no respondió, sino que planteó otra cuestión.

– ¿Querrías volver conmigo a Abu Simbel?

Mientras hablaba sacó de su bolso el escarabajo verde y lo dejó sobre la mesa.

Arthur se quedó petrificado y la miró como si acabara de hacerle una terrible propuesta. Sintió que el corazón le latía con fuerza, sin saber realmente por qué. Quiso coger el amuleto, pero Hella fue más rápida y lo volvió a guardar en el bolso.

– Lo digo -añadió la doctora- sólo por ver el resultado definitivo. Al fin y al cabo tú participaste de manera crucial en el proyecto.

Kaminski estaba interesado, como era natural. Realmente quería ver su obra finalizada. Los periódicos sólo tenían palabras de elogio para el proyecto técnico y su ejecución magistral.

La joven extendió su mano sobre la mesa y sus ojos brillaron:

– Te acompañaré allí, donde empezó todo.

«Tiene razón -pensó él-. Tal vez sea posible girar hacia atrás la rueda del tiempo y volver a empezar en el lugar del primer encuentro.» Quizá fuera posible, con ese paso, salvarla de la demencia y hacerla volver a la realidad. Entonces podrían forjar planes para un futuro en común.

Pero en Abu Simbel también estaban las murmuraciones, el escándalo y la vergüenza; sin embargo, él sólo deseaba que la vida de Hella fuera suya.

De nuevo, mientras sostenía su mano entre las suyas, sintió el lazo que los unía con el pasado. Y ese cálido sentimiento provocó en él una reacción no deseada, se aferró a su mano como un ahogado que trata de salvarse y se oyó decir a sí mismo:

– Ésa es una idea magnífica, Hella. Regresemos a Abu Simbel, donde todo comenzó.

54

En París, Mike Mahkorn tuvo noticias de que en el Museo Egipcio de Berlín Charlottenburg existía una nueva prueba sobre la existencia de una sin nombre. El profesor Ledoux le mencionó al doctor Stosch. Tras establecer contacto telefónico con éste, se trasladó a Berlín. Creía conocer a Arthur y tenía la impresión de que, pese a sus manifestaciones en sentido contrario, aún seguía interesado por la doctora Hella Hornstein.

– ¿ Ha intentado contactar con usted un hombre llamado Kaminski? -fue su primera pregunta.

– No, que yo sepa. -El doctor Stosch, un caballero de pelo blanco, que vestía con excesiva corrección un traje cruzado, se mostró cortés, pero al mismo tiempo reservado-: De todos modos, he estado de viaje durante varios días. Es posible que viniera mientras tanto. ¿Qué pasa con ese Kaminski?

Mahkorn le contó la historia y no pudo dejar de darse cuenta de que el doctor acompañaba de vez en cuando su narración con una sonrisa burlona.

– ¿Y cómo puedo ayudarle? -quiso saber el egiptólogo después de que Mike terminara su relato.

– Es muy sencillo -respondió éste-, me interesa conocer literalmente el texto que figura en la piedra de Hori o, por lo menos, un resumen de su contenido.

El doctor Stosch sacudió la cabeza.

– Deseo que sus investigaciones lleguen a buen puerto señor Mahkorn, pero lo que me pide no es posible. Tiene que comprenderlo; la piedra de Hori es un documento histórico de gran importancia cuyo análisis científico aún está en curso. En el ámbito profesional no se vería con agrado que la traducción del texto ocupara toda una página de una revista ilustrada. Una publicación de ese tipo debería estar reservada para nuestro boletín.