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Había esperado que ella sollozara, gritara y tratara de escapar de sus garras. Pero no ocurrió nada de eso: Hella estaba allí de pie, inmóvil, esperando a ver lo que quería hacer con ella.

De pronto comenzó a torcer las comisuras de los labios y ese gesto se extendió casi hasta los ojos. Fue como si de repente empezara a sentir dolor y bastó esa impresión para dar nuevas fuerzas a Kaminski. Apretó con más energía, con tanta furia que su dedo pulgar, con el que presionaba la laringe, empezó a dolerle.

Paso a paso, bailando rítmicamente como un caballo amaestrado, Hella empezó a retroceder, pero aparte de un susurro como el ronronear de un gato no dejó escapar el menor sonido, aunque seguía con sus ojos desafiantes fijos en los de Arthur. ¿Por qué no se defendía? ¿Por qué no empleaba esa fuerza que había mostrado hacía un momento? ¿Por qué no utilizaba sus brazos para librarse de él?

Kaminski estaba decidido a matar a Hella Hornstein, lo sabía y lo deseaba, pero de repente sintió que el miedo se apoderaba de él. Temió que Hella fuera a pasar de pronto al ataque y lo derrotase, estaba convencido de que disponía de capacidad suficiente para hacerlo.

Recurrió a sus últimas fuerzas para evitarlo y en ese mismo instante percibió que cedía la maliciosa expresión de seguridad que aún seguía escrita en el rostro de ella y que poco a poco se iba convirtiendo en miedo. Su cara ya había dejado de ser hermosa. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Unas arrugas horizontales se marcaron en su frente, profundamente, como los cortes de un cuchillo. Sus mejillas estaban lacias y caídas como el barro de un charco seco. Al retroceder unos pasos Hella comenzó a vacilar.

Por unos instantes, Arthur gozó de la fuerza y de la sensación de poder que emanaba de ella. Su rostro se contrajo. La arena rechinaba entre sus dientes. De repente, se desplomó y Kaminski tuvo que soltarse de sus brazos para no ser arrastrado por ella.

Bent-Anat golpeó con la espalda contra el saliente de una roca y volteó en el aire como el pájaro alcanzado por un disparo. Desde arriba era visible el tocado real del coloso de Ramsés sobre el que chocó al caer. El asesino vio cómo el cuerpo de Bent-Anat era despedido de allí y daba de nuevo sobre las rodillas del faraón, donde volvió a rebotar para finalmente quedar tendido delante de la entrada del templo.

Allí estaba el faraón sobre la colina de Abu Simbel, agitado por un viento procedente del abismo del tiempo. Triunfante cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia abajo, a su obra. Había llegado su hora, la hora de la venganza que había esperado durante tanto tiempo, el momento de su desquite, de su castigo. Levantó la cabeza al cielo y dejó escapar una risa sardónica. El chamsin, arrastró una nube de arena sobre él y lo envolvió como si fuera una capa ardiente.

El viento siguió soplando durante todo el día y la noche. A la mañana siguiente, a los pies del segundo coloso se encontró un cadáver.

57

Los periódicos de todo el mundo informaron dos días después de un misterioso suicidio ocurrido en Abu Simbel. La antigua médica del campamento de la Joint Venture se había arrojado delante del templo de Ramsés. De acuerdo con las declaraciones de los organizadores del proyecto, la doctora había mostrado en el pasado síntomas de esquizofrenia. Había sido despedida cuatro meses antes, después de que intentara vender en el extranjero la momia de la reina Bent-Anat descubierta por ella y su compañero y amante alemán.

Junto al cadáver de la doctora se encontró un escarabajo verde procedente del tesoro de la tumba de la reina. Llevaba una inscripción. Ahmed Abd el-Kadr, del Museo Egipcio de El Cairo, lo había descifrado. Decía así:

«Yo Ramsés, User-maat-Ra, te he arrojado desde la cúspide de mi templo más meridional. Y cada vez que vuelvas a vivir te alcanzará el mismo destino.»

58

Cuando Mike Mahkorn se enteró de la desgracia intentó dar con Arthur Kaminski, pero éste seguía sin aparecer por ninguna parte. No se había presentado para incorporarse a su nuevo trabajo en Turquía. Tampoco en Egipto fue posible encontrar su rastro.

Mahkorn se acordó de Balouet. Kaminski le había entregado una dirección en el caso de que quisiera mostrarle su agradecimiento por la ayuda que le ofreció en su fuga. Ni Jacques ni Mike podían suponer qué había tras «Essen, Katharinenstrasse, 55».

El francés insistió en acompañar a Mahkorn en su visita a aquel lugar.

La casa estaba al sur del Stadtgarten, en un distrito de villas y rodeada por altos sauces llorones. En la puerta del jardín había una placa con el nombre: «Kaminski». Tocaron el timbre y salió a abrirles una muchacha de unos veinte años.

Mahkorn se presentó como amigo de Arthur Kaminski y preguntó si estaba en casa.

– No, respondió la joven. Hacía más de cuatro años que no se había dejado ver. Tal vez él sabía algo sobre su desaparición.

La muchacha los invitó a entrar en la casa y el periodista alemán comenzó a contarle cómo conoció a su padre.

La vivienda no daba muestras de mucha prosperidad. Las cortinas, los papeles de las paredes, las alfombras y el mobiliario necesitaban una renovación. En el piso bajo había una sombría sala de estar. Sobre una mesita oscura, un televisor.

– Mamá -anunció la joven al entrar en la habitación- han llegado unos amigos de papá.

Frente a la tele, en un sillón tapizado de flores, se sentaba una mujer con el cabello negro recogido en un moño sobre la cabeza. Tenía un extraña sonrisa.

– Como deben saber -dijo la muchacha-, mi madre…, bueno, ha perdido la razón. Son muy pocos los momentos en que tiene ideas claras.

Mike se sintió conmovido y preguntó:

– Lo siento mucho. ¿Un accidente?

La joven hizo un ademán afirmativo. Luchaba por contener las lágrimas.

– ¿No se lo ha contado mi padre?

– No -respondió Mahkorn-. Puede que le parezca extraño pero nunca nos habló de que tuviera esposa y una hija.

– Están divorciados -observó la muchacha-. Es mejor así. Mi padre se ocupa de nosotras.

– ¿Lo hace?

– No voluntariamente, pero lo hace.

La mujer que estaba frente al aparato volvió la cabeza.

– Vengan, vengan, podemos ver la tele.

La joven bajó el sonido del televisor y dijo con voz enérgica:

– Mamá, estos señores no han venido a ver la televisión. Son amigos de Arthur.

– ¿De Arthur? -respondió-. ¿Qué Arthur?

– Ya lo ven. De nuevo tiene uno de esos días en los que no sabe nada de nada.

– Terrible -observó Mahkorn-. ¿Qué fue lo que ocurrió?

La hija de Kaminski se rió con amargura.

– Un ataque de locura. No sé hasta qué punto conocen a mi padre, pero sufre de ataques de demencia. Cada vez que se siente inferior a una mujer tiene una crisis. Pero seguro que ya habrán sido testigos de alguna.

Mike puso cara de sorpresa.

– No recuerdo haberlo visto nunca en un estado semejante -mintió.

– Entonces no lo conocen -comentó la joven.

– Puede ser -reconoció Mahkorn-, ¿pero qué quiere decir con eso de que tiene una crisis?

La chica iba a responder, pero debió de pensárselo mejor y no dijo nada; en cambio, les hizo una seña a sus visitantes, indicándoles que la siguieran.

Mientras subían las escaleras pintadas de marrón que conducían al piso superior, les contó:

– Si dependiera de mí, todo esto que van a ver ya hubiera ido a parar a la basura. Pero mi madre, en uno de sus pocos momentos de cordura, me pidió que lo dejara todo como está. La verdad es que no sé qué le ve.

La hija de Kaminski abrió una puerta al final de la escalera. Los dos periodistas entraron.

La habitación tenía las cortinas corridas y estaba casi en penumbra, se encontraba literalmente llena del suelo al techo de fotografías, copias, documentos, ropas y pinturas del antiguo Egipto, un museo o un mercadillo de cosas de poco valor, cabezas, bustos, estatuas y relieves de Ramsés II. Allá donde se posaba la mirada, estaba representado de una u otra forma el rostro de Ramsés.