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En esta parte, el terreno se elevaba. Llegaron a la falda de una colina cubierta de árboles, que miraba hacia el sudeste y allí detuvo el coche. Janet abrió los labios por primera vez en media hora.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Salimos del coche.

– ¿Por qué?

– Porque estoy cansado de estar sentado aquí.

No había ningún seto a la derecha. Un camino serpenteaba hacia abajo, por entre los árboles. Al cabo de un rato, llegaron a un claro con una bonita vista. Desde allí se podía ver el humo de Ledbury, los campos verdes y llanos que habían dejado atrás poco antes, y la curva del río al pasar ante Ford. Había un cielo salpicado de azul y de gris, una clara y pálida luz del sol y una brisa templada. Un árbol caído se convirtió en un asiento muy adecuado. Se sentaron sobre él. Janet unió sus manos sobre el regazo, alzó los ojos hacia el rostro de Ninian y dijo:

– ¿Y bien?

Janet captó un brillo de desilusión, inmediatamente desaparecido. De no haberse tratado de Ninian podría haber pensado que se sentía incómodo. Pero esa incomodidad se reflejó en su voz cuando él preguntó:

– ¿Y bien, qué?

– ¡Oh! Sólo…, bueno. ¿Hemos venido aquí para admirar la vista?

– Es una vista bastante buena.

– ¡Oh, sí! ¿Y hemos venido aquí sólo para admirarla?

– ¡Mujer, no tienes ningún sentido del romanticismo!

Janet alzó las pestañas.

– ¿Y de qué se supone que debo sentirme romántica?

– ¿No te parece romántico fijar el día de nuestra boda? En los viejos libros se decía que la novia debía desmayarse. Esto resulta bastante incómodo, de forma que no insisto en ello, pero creo apropiado que demuestres al menos un poco de sensibilidad.

– Quizá lo haría, si fuéramos a hacer lo que acabas de decir.

– ¡Oh, Janet! Lo estamos haciendo… Lo estamos haciendo, ¿verdad? Y no iba a determinar la fecha de nuestra boda en esa desgraciada casa, acorralados por asesinos e investigaciones judiciales y funerales y qué sé yo. Si tú no lo eres, yo sí soy romántico, y pensé que éste sería un lugar bonito y agradable donde escuchar tú sí y… y… Janet, lo vas a hacer, ¿verdad?

Ninian se había deslizado del árbol, terminando por quedar arrodillado junto a ella.

– Yo… no… Sé!… -balbuceó Janet.

– ¡Claro que lo sabes! ¡Tienes que saberlo!

– ¿Y qué pasará cuando te encuentres con otra Anne?

– Nada…, ¡absolutamente nada!

– Eso ya ocurrió antes.

– No volverá a suceder. Las Annes están definitivamente descartadas.

– Hasta la próxima ocasión. Como ves, te conozco, Ringan.

De pronto, él bajó la cabeza, colocándola entre las manos de Janet.

– ¡Sólo estás tú…, de veras! ¡Siempre has estado tú…, Janet!

– ¿Quieres decir?… -preguntó ella con voz balbuciente-. ¿Quieres decir que has vuelto?

Su cabeza se alzó con un movimiento brusco. Sus ojos estaban húmedos y las manos de Janet también. El viento sopló sobre ellos y ella sintió las lágrimas de Ninian.

– ¡No me he marchado a ninguna parte!-exclamó él, con voz enojada-. ¡Me has atrapado para siempre! No podría marcharme aunque quisiera, y tú me tienes atrapado de tal modo que ni siquiera deseo marcharme. Y si quieres saber lo que eres, te lo voy a decir…, eres como un trozo de granito escocés, ¡y una mujer irritable! Y ahora y por última vez: ¿quieres casarte conmigo? De todos modos, lo vas a hacer y hasta puede que lo hagas como si te gustara, ¡mi jo Janet! ¡Y será mejor que lo hagamos la semana que viene, por lo del piso de Hemming. No queremos que se enfríe, ni que lo roben, ni nada de eso, ¿verdad que no? ¡Y por el amor de Dios, larguémonos de una vez de Ford! Janet…, lo harás, ¿verdad que lo harás?

Ninian vio cómo los ojos de Janet se ablandaban y cómo sus labios temblaban hasta convertirse en una sonrisa.

– Supongo que sí -dijo ella, por fin.

Patricia Wentworth

***