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Dijo que, en especial, las mujeres guerreras sucumben a la atracción del lado izquierdo. Son tan ágiles que pueden entrar en él sin necesidad de explicaciones y sin esfuerzo alguno, de una forma tan fácil que las perjudica la mayoría de las veces.

Después de un largo silencio, Genaro se quedó dormido y don Juan siguió hablando. Dijo que los nuevos videntes habían tenido que inventar cierto número de términos para poder explicar la segunda verdad del estar consciente de ser. Su benefactor había cambiado algunos de esos términos, y él había hecho lo mismo; los videntes creían que no importaba en absoluto cuáles términos se usen siempre y cuándo las verdades hayan sido verificadas, viéndolas.

Me interesó muchísimo saber qué términos había cambiado él, pero no supe cómo plantear mi pregunta. Él entendió que yo dudaba de su derecho o habilidad para cambiarlos, y me explicó que si los términos que proponemos se originan en nuestra razón, sólo pueden comunicar el sabor mundano de la vida diaria. Por otra parte, cuando los videntes proponen un término, es ostensible que ese término se origina en su capacidad de ver y, por lo tanto, es una expresión de todo lo que los videntes pueden alcanzar.

Le pregunté por qué él y su benefactor habían cambiado ciertos términos.

– Es un deber del nagual buscar siempre mejores maneras de explicar -contestó-. El tiempo lo cambia todo, y cada nuevo nagual tiene que incorporar nuevas palabras, nuevas ideas, para describir lo que ve.

– ¿Quiere decir que un nagual toma ideas del mundo cotidiano? -pregunté.

– No. Quiero decir que un nagual habla de lo que ve en formas siempre nuevas -dijo-. Por ejemplo, como el nuevo nagual, tú tendrás que decir que el estar consciente de ser da lugar a la percepción. Dirías lo mismo que dijo mi benefactor, pero de manera diferente.

– Don Juan, ¿qué es la percepción para los nuevos videntes?

– Dicen que la percepción es una condición del alineamiento; las emanaciones que están en el interior del capullo se alinean con las que están afuera y encajan con ellas. El alineamiento es lo que permite que el estar consciente de ser sea cultivado por cada ser viviente. Los videntes pueden afirmar esto porque ven a los seres vivientes como son en realidad: seres luminosos que parecen burbujas de luz blanquecina.

La pregunté cómo las emanaciones interiores del capullo encajaban con las de afuera para lograr la percepción.

– Las emanaciones de adentro y las emanaciones de afuera -dijo- son los mismos filamentos de luz. Los seres conscientes son minúsculas burbujas hechas con esos filamentos; microscópicos puntos de luz, unidos a las emanaciones infinitas.

Prosiguió, explicando que la luminosidad de los seres vivientes se debe a la porción particular de las emanaciones del Águila que tienen dentro de sus capullos: Cuando los videntes ven la percepción, son testigos de que la luminosidad de las emanaciones que están afuera intensifican la luminosidad de las emanaciones que están dentro de los capullos. La luminosidad exterior atrae a la interior; la atrapa, por así decirlo, y la fija. Esa fijación es el estar consciente de ser.

Los videntes también pueden ver cómo las emanaciones exteriores ejercen una presión particular sobre las emanaciones interiores. Esta presión determina el grado de conciencia que tiene cada ser viviente.

Le pedí que me aclarara cómo las emanaciones del Águila que están afuera del capullo ejercen presión sobre las interiores.

– Las emanaciones del Águila son más que filamentos de luz -contestó-. Cada una de ellas es una fuente de energía ilimitada. Piénsalo de esta manera: puesto que la minúscula porción de las emanaciones que están dentro del capullo es igual a una minúscula porción de las que están afuera, sus energías son como una presión continua, pero el capullo aísla las emanaciones que están adentro y de esa manera dirige la presión.

"Ya te he dicho que los antiguos videntes eran maestros del arte de manejar la conciencia de ser -prosiguió-. Ahora, lo que puedo agregar es que eran maestros de ese arte porque aprendieron a manejar la estructura del capullo del hombre. Te he dicho que ellos desenredaron el misterio del estar consciente de ser. Con eso quiero decir que vieron y comprendieron que la conciencia de ser es un resplandor en el capullo de los seres vivientes. Y con toda razón lo llamaron el resplandor del huevo luminoso.

Explicó que los antiguos videntes vieron que la conciencia de ser del hombre es un resplandor de luminosidad ambarina, más intenso que el resto del capullo. Ese resplandor se encuentra sobre una banda angosta de luminosidad, al extremo del lado derecho del capullo, y corre a todo lo largo de la verticalidad del capullo. La maestría de los antiguos videntes consistía en mover ese resplandor, en hacerlo extenderse de su posición original en la superficie del capullo, hacia adentro, cruzando su ancho.

Dejó de hablar y miró a Genaro, quien seguía bien dormido.

– A Genaro le importan un pepino las explicaciones -dijo-. Él actúa. Mi benefactor lo empujaba constantemente a que enfrentara problemas insolubles. Así entró de pleno al lado izquierdo y nunca tuvo oportunidad de hacerse preguntas.

– ¿Es mejor ser así, don Juan?

– Eso depende. Para él, es perfecto. Para ti y para mí no, porque de una manera o de otra, nosotros nos vemos obligados a explicar. Genaro o mi benefactor son más como los antiguos videntes que como los nuevos: pueden controlar el resplandor de la conciencia y hacer lo que quieran con él.

Se puso de pie sobre el petate en el que estábamos sentados y estiró los brazos y las piernas. Le rogué que siguiera hablando. Sonrió y dijo que yo necesitaba descansar, que mi concentración menguaba.

Alguien tocó a la puerta. Me desperté. Era de noche. Durante un momento no pude recordar donde me hallaba. Había algo en mí que parecía estar distante, era como si una parte de mí siguiera dormida, y sin embargo estaba completamente despierto. Por la ventana abierta brillaba la luz de la luna.

Vi que don Genaro se incorporó y fue hacia la puerta. Me di cuenta entonces de que estaba en su casa. Don Juan estaba echado de lado, profundamente dormido sobre un petate en el suelo. Tenía yo la clara impresión de que los tres nos habíamos quedado dormidos después de regresar agotados de un viaje a las montañas.

Don Genaro encendió su quinqué. Lo seguí a la cocina. Alguien le había traído una olla de guisado caliente y una canasta de tortillas.

– ¿Quién le trajo comida? -le pregunté-. ¿Tiene usted por ahí una vieja que le calienta las tortillas?

Don Juan había entrado a la cocina. Ambos me miraron, sonriendo. Por alguna razón, sus sonrisas me resultaban aterradoras. Poseído por un pánico incontrolable, estaba yo a punto de gritar cuando don Juan me golpeó en la espalda y me hizo cambiar a un estado de conciencia acrecentada. En un instante me di cuenta de que quizá mientras dormía, o al momento de despertar, había regresado a la conciencia de todos los días.

La sensación que experimenté entonces, ya de vuelta en la conciencia acrecentada, fue una mezcla de alivio, enojo y la más aguda tristeza. Sentía alivio al volver a ser yo mismo, porque había llegado a considerar que esos estados incomprensibles constituían mi verdadero ser. La razón era muy sencilla, en esos estados me sentía completo, nada me faltaba ni me sobraba. Mi enojo y mi tristeza eran una reacción ante mi impotencia, ante las limitaciones de mi ser cotidiano.

Le pedí a don Juan que me explicara cómo era posible que yo hiciera lo que estaba haciendo. En mi nivel de conciencia normal yo no podía recordar nada de lo que había hecho en estados de conciencia acrecentada, aunque mi vida dependiera de ello. Pero una vez que entraba en la conciencia acrecentada podía yo contemplar el pasado y recordar todo; podía rendir cuentas de todo lo que había hecho en los dos estados; incluso podía acordarme de mi incapacidad para recordar.