Выбрать главу

No le faltaba más que hablar: el efecto fue inmediato. En los bancos nos retorcíamos de risa, y sólo recobramos nuestros sentidos cuando ya alguien había agarrado al elegante Karel esto y lo otro por los botones y la emprendió con él a puñetazo limpio, hasta que logramos separarlos cuando ya andaba arrancándose del cuello el destornillador para hacerlo pedazos. Fui yo quien borró del encerado, con la esponja, tu figura de redentor.

IV

Bromas o no: tal vez no hubieras llegado a payaso, pero sí a ser eso que se llama un creador de modas; porque fue Mahlke quien en el invierno que siguió al segundo verano en el bote introdujo las borlas: dos bolas de lana del tamaño de las pelotas de pingpong, lisas o de colores, unidas entre sí por un cordón trenzado de lana con el que se colgaban bajo el cuello de la camisa las bolas anudadas por delante, ligeramente inclinadas, a manera de corbatín.

De los informes que he logrado reunir, resulta que estas bolas o borlas -así las llamábamos nosotros- se llevaron a partir del tercer invierno de guerra en casi toda Alemania, sobre todo en el norte y en el este, y particularmente en los medios estudiantiles. Entre nosotros fue Mahlke quien las introdujo, y hasta es posible que fuera su inventor.

En todo caso, hizo que su tía Susi le confeccionara varios pares de borlas con restos de lana, con estambre destejido de piezas ya muy lavadas, o con el procedente de los calcetines más que zurcidos de su difunto padre, y las llevó a la escuela, colgando del cuello en forma muy vistosa.

A los diez días andaban ya por todas las camiserías: inseguras y tímidas al principio, puestas en cajas de cartón al lado de la máquina registradora, no tardaron en pasar a los escaparates en arreglos llamativos y, lo que era más importante, libres de cupones textiles.

Y de allí, del barrio de Langfuhr, emprendieron su marcha triunfal hacia el norte y el este de Alemania, llegando a llevarse también en Leipzig y Pirna -me consta- e incluso esporádicamente, aunque sólo unos meses más tarde y cuando ya Mahlke había descartado las suyas, en Renania y el Palatinado; siempre, eso sí, exentas del racionamiento.

Recuerdo con toda precisión el día en que Mahlke se quitó del cuello las suyas y habré de volver más adelante sobre el particular.

Nosotros seguimos llevando las borlas mucho tiempo todavía, aunque a lo último ya sólo en son de protesta, porque nuestro director, el profesor Klohse, las había tachado de afeminadas e indignas de un muchacho alemán, prohibiendo llevarlas en el interior del edificio e incluso en el patio de recreo.

Muchos sólo acataron la orden de Klohse, que fue leída como circular en todas las aulas, durante las lecciones que llevaban con él. Por cierto que, en conexión con las borlas, me viene ahora a la memoria lo de Papá Brunies, profesor retirado al que durante la guerra volvieron a llamar a la cátedra.

A éste las borlas le cayeron en gracia, y en una o dos ocasiones, cuando ya Mahlke se había desprendido de las suyas, las ostentó él mismo colgando de su cuello tieso y nos recitó, así ataviado, a Eichendorff: "Oscuros frontones, altos ventanales…" o tal vez otra cosa, pero en todo caso de Eichendorff, que era su poeta predilecto.

Por lo demás, Oswald Brunies era goloso, tenía una pasión por los dulces y fue arrestado más adelante en el propio edificio escolar: oficialmente, según se dijo, porque se habría quedado con unas tabletas de vitaminas que habían de distribuirse entre los escolares, pero en realidad parece que por razones políticas, pues era masón.

Algunos estudiantes fueron interrogados; confío en que yo no declaré en su contra. Su hija adoptiva, que era una muchacha como una muñeca y tomaba lecciones de danza, se mostró de luto en público; a él se lo llevaron a Sutthof, y allí se quedó: una historia sombría y complicada que merece ser escrita, pero no por mí, y en todo caso no en relación con Mahlke.

Volvamos a las borlas. Es obvio que Mahlke las había inventado pensando en su nuez. Y, efectivamente, por espacio de algún tiempo las borlas lograron calmar algo al indómito brincador que Mahlke albergaba en su garganta. Pero cuando la moda se generalizó y se las ponían ya hasta las de primero, acabaron por dejar de llamar la atención aun en el cuello del que fuera su inventor.

Durante el invierno del cuarenta y uno al cuarenta y dos -que hubo de ser malo para él, porque ni se podía pensar en bucear ni producían ya las borlas el menor efecto- veo todavía a Joaquín Mahlke bajar por la Osterzeile, siempre con sus botas de cordones y envuelto en una soledad monumental, o subir en dirección de la capilla de Santa María, haciendo crujir bajo sus pasos la nieve sembrada de ceniza.

Sin gorra. Con las orejas separadas enrojecidas y quebradizas. El pelo, tieso por efecto del agua azucarada y del hielo, partido en el centro mismo de la cabeza por la raya que le arranca de la coronilla. Las cejas como un signo de angustia, y esos ojos azul pálido, que traspasaban la realidad, llenos de un profundo horror.

Levantado el cuello del abrigo, otro legado de su difunto padre. Debajo de la barbilla, entre puntiaguda y raquítica, una bufanda de lana gris, bien cruzada y sujeta, por las dudas, con un enorme imperdible visible desde lejos.

Cada veinte pasos, su mano derecha sale del bolsillo del abrigo y se cerciora de que la bufanda permanece correctamente en su lugar, en la parte delantera del cuello. He visto a otros cómicos -al payaso Grock en el circo y a Chaplin en el cine- trabajar con esos imperdibles gigantes. Mahlke se adiestra: hombres, mujeres, soldados con licencia y niños, solos o en grupos, caminan en sentido contrario, y sus figuras oscuras se van agrandando sobre el fondo blanco de la nieve a medida que van llegando a su altura.

A todos, como a Mahlke, les sale un vaho blanco de la boca, que desaparece luego por detrás. Y todos los ojos que le vienen al encuentro están fijos -pensará Mahlke para sí- en su cómico, verdaderamente cómico, terriblemente cómico imperdible. En aquel mismo invierno, severo y seco, organicé, con dos primas mías que habían venido de Berlín durante las vacaciones de Navidad, y con Schilling, para que la partida fuera completa, una excursión por el mar de hielo a nuestro dragaminas preso en él. Nos proponíamos alardear un poco y ofrecer a las muchachas, que eran dos lindas rubias de pelo liso suelto y un tanto presumidas a cuenta de su origen berlinés, algo muy especiaclass="underline" nuestro bote. Por otra parte, esperábamos también, una vez allí, poder cometer con ellas -que en el tranvía y hasta en la playa se habían mostrado un poco distantes- alguna locura, aunque no supiéramos bien todavía de qué clase. Mahlke nos estropeó la tarde.

Como los rompehielos habían tenido que abrir varias veces el canal próximo a la entrada del puerto, los témpanos de hielo se habían ido acumulando frente al bote y formaban, acuñados y apilados, una pared quebrada que resonaba al soplo del viento y ocultaba una parte de las superestructuras del puente.

Sólo percibimos a Mahlke cuando nos hubimos encaramado a la barrera de hielo, del alto aproximadamente de un hombre, y después de haber izado a las muchachas hasta nosotros. El puente, la bitácora, los ventiladores detrás y todo lo demás que quedaba formaban en conjunto una sola gran paleta blanco-azulada que un sol congelado lamía inútilmente.

Ni una gaviota. Estaban afuera, sobre la basura de los cargueros aprisionados en la rada.

Por supuesto, Mahlke llevaba el cuello del abrigo levantado, la bufanda hasta la barbilla y el imperdible delante, para sujetarla. No llevaba nada sobre la cabeza y la raya de su pelo; pero sí, en cambio, unas orejeras negras, como las que suelen llevar los basureros y los repartidores de las cervecerías, las cuales, mantenidas unidas y tensas por medio de una tira de lámina que le cruzaba la raya a manera de travesaño, le apretaban, ocultándolas, aquellas orejas que normalmente se le separaban de la cabeza.