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No se dio cuenta de nuestra llegada, porque estaba trabajando en la capa de hielo, arriba de la proa, con tal tesón que, ciertamente, no debía de sentir el frío. Con una pequeña hacha estaba tratando de abrir un agujero en el hielo, aproximadamente por donde bajo la capa debía quedar la escotilla abierta de la proa.

Con golpes rápidos y secos practicaba una ranura circular del tamaño aproximadamente de una alcantarilla. Schilling y yo saltamos de la barrera al puente, ayudamos a bajar a las muchachas y se las presentamos. No tuvo necesidad de quitarse los guantes. El hacha pasó simplemente a su mano izquierda, y a cada uno de nosotros le fue tendida una derecha acalorada, que volvió inmediatamente al hacha y a la ranura, así que por turno se la fuimos estrechando. Las dos muchachas se quedaron algo pasmadas. Los dientecitos se les enfriaban.

El aliento les pegaba como escarcha en los pañuelos con que se habían tocado la cabeza, y con ojos atónitos miraban hacia donde el hierro y el hielo se mordían mutuamente. Schilling y yo nos sentimos descartados, pero, haciendo de tripas corazón, empezamos a hablar de sus hazañas de buceador, o sea de las del verano. "¡La de plaquitas que ha subido! ¡Y un extinguidor, y conservas, de veras, junto con el abrelatas! Y al abrirlas, ¿sabéis lo que había dentro? ¡Carne humana! ¡Y el fonógrafo! Cuando ya estaba arriba vimos que salía algo arrastrándose. Y una vez…" Las muchachas no entendían ni la mitad, hacían preguntas tontas y le hablaban a Mahlke de usted.

Él seguía picando sin cesar, sacudía la cabeza con las orejeras cuando en voz demasiado alta esparcíamos sobre el hielo sus proezas de buceador, y no dejaba, con todo, de asegurarse de vez en cuando, con la mano libre, que la bufanda y el imperdible permanecieran en su lugar.

Cuando acabamos con el repertorio y nos pusimos a tiritar, interrumpía la faena cada veinte golpes por unos momentos y, sin enderezarse por completo, llenaba las pausas con palabras modestas e información objetiva. Con mucho aplomo e inseguro al propio tiempo, entreteníase en los detalles de sus intentos menores, pasando por alto las expediciones más osadas; hablaba más de su trabajo que de sus aventuras en el interior húmedo del dragaminas, e iba ahondando cada vez más la ranura en la capa de hielo.

No es que mis primas quedaran prendadas de Mahlke, pues él visiblemente no se cuidaba por seleccionar su vocabulario ni exhibir su ingenio. Por otra parte, ninguna de ellas se hubiera entusiasmado nunca por nadie que llevase orejeras como un abuelito. Pero nosotros dos seguíamos sin contar.

Nos convirtió en un par de chiquillos confundidos que, con las narices goteando, permanecían manifiestamente al margen de la situación. Y a partir de entonces y aun durante el camino de regreso, las muchachas ya sólo nos trataron, a Schilling y a mí, con cierto aire de condescendencia.

Mahlke se quedó; quería terminar su agujero y asegurarse de que había acertado exactamente el lugar arriba de la escotilla.

Cierto que no dijo: "Quedaos hasta que termine", pero, con todo, cuando estábamos ya sobre la pared de hielo, retardó nuestra partida por unos cinco minutos hablando a media voz, no hacia nosotros, sino más bien en dirección de los cargueros aprisionados en el hielo de la rada, y sin enderezarse nunca por completo.

Nos rogó que le ayudáramos. ¿O fue más bien que nos lo ordenó en forma cortés? Lo cierto es que nos pidió que soltáramos nuestras aguas en su ranura, que tenía forma de cuña, con objeto de derretir el hielo con nuestra orina caliente, o de ablandarlo por lo menos. Y antes de que Schilling o yo pudiéramos decir: "No tenemos con qué", o bien: "Ya lo hicimos al venir", mis primas exclamaron jubilosas y con deseos de colaborar: "¡Oh, sí! Pero tenéis que mirar a otro lado, y usted también, señor Mahlke".

Después que Mahlke les hubo explicado dónde debían agazaparse -el chorro, decía, tenía que dar siempre en el mismo lugar, porque si no no servía de nada-, se encaramó a la pared y se volvió, con nosotros, hacia la playa. Y mientras a nuestra espalda las dos fuentes brotaban a un tiempo formando un dúo sonoro entre risas sofocadas y murmullos, nosotros contemplábamos el negro hormigueo frente a Brösen y el muelle helado.

Los álamos del Paseo Marítimo se veían cubiertos, en número de diecisiete, de azúcar. La cúpula dorada del Monumento al Soldado, que emergía cual un obelisco del bosquecillo de Brösen, nos hacía unas señas excitadas. Era domingo por todas partes.

Una vez que los pantalones de esquiar de las muchachas hubieron vuelto a subir y que nosotros estuvimos nuevamente abajo con las puntas de los zapatos alrededor de la ranura, el círculo seguía fumando, sobre todo en aquellos dos lugares donde Mahlke, sirviéndose del hacha, había marcado precavidamente con una cruz. El agua se veía amarillo-pálida en el foso y se iba filtrando con un ligero crujir. Los bordes de la ranura se habían teñido de un oro verdoso.

El hielo resonaba lloronamente. Persistía un olor penetrante, porque no había otro alguno que lo contrarrestara, y se hizo más fuerte cuando Mahlke volvió a cavar con el hacha en la ranura, sacando casi tanta sémola de hielo como para llenar un balde corriente. Logró sobre todo perforar dos pozos en los lugares señalados, ganando así profundidad. Cuando la capa blanca se hallaba ya amontonada a un lado, endureciéndose rápidamente por efecto del frío, Mahlke marcó otros dos lugares. Las muchachas hubieron de volverse, en tanto que nosotros nos desabrochamos y le ayudamos reblandeciendo varios centímetros más de la capa de hielo y perforándola con dos nuevos agujeros, que, sin embargo, no resultaron ser lo bastante profundos.

En cuanto a él, ni soltó sus aguas ni nosotros lo invitamos a hacerlo, temiendo, antes bien, que lo hicieran las muchachas. Así que hubimos terminado y aun antes de que las muchachas pudieran abrir la boca, Mahlke nos despidió.

Cuando ya estábamos de nuevo en lo alto de la pared y nos volvimos, vimos que, sin desabrigarse por ello el cuello, se había tapado la barbilla y la nariz con la bufanda, que seguía ostentando el imperdible. Con lo que, entre la bufanda y el cuello del abrigo, sus bolas o borlas de lana salpicadas en rojo y blanco pudieron airearse. Volvía ya a cavar en aquella ranura, que sin duda murmuraría algo acerca de nosotros y de las muchachas, con la espalda encorvada tras los tenues velos de un vaho de lavadero en los que el sol hurgaba.

Durante el camino de regreso a Brösen ya sólo fue cuestión de él. Las dos primas formulaban preguntas, alternativa o simultáneamente, que no siempre podíamos contestar. Pero cuando la más joven quiso saber por qué Mahlke llevaba la bufanda hasta la barbilla, a manera de una venda, y la otra insistió en lo mismo, Schilling aprovechó la pequeña oportunidad que se nos ofrecía y empezó a describir la nuez de Mahlke como si se tratara de un bocio.

Practicó también movimientos exagerados de deglución, imitó a Mahlke masticando, se quitó la gorra de esquiar, se partió alusivamente la raya con los dedos en el centro de la cabeza y consiguió, finalmente, que las muchachas se rieran y hallaran a Mahlke cómico y no muy bien de la cabeza. Sin embargo, pese a esta pequeña victoria a expensas tuyas -también yo aporté mi óbolo e imité tu relación con la Virgen María-, mis primas regresaron a Berlín una semana más tarde sin que nosotros, aparte del besuqueo obligado en el cine, hubiéramos logrado sacar de ellas nada en limpio.