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Éramos seis o siete los que estábamos tendidos de bruces, jadeantes, sobre el puente. Las gaviotas iban achicando sus círculos: probablemente habrían notado algo. Por fortuna no había en el bote ninguno de los muchachos de tercero. Todos los que estábamos callábamos o hablábamos a la vez.

Las gaviotas se alejaban y volvían de nuevo. Cavilábamos toda clase de explicaciones para el bañero, para la madre de Mahlke, para su tía y para Klohse, porque había que prepararse para un interrogatorio en la escuela.

A mí, que venía a ser vecino de Mahlke, me endosaron la visita a la Osterzeile. Schilling era el que había de llevar la palabra ante el bañero y en la escuela.

– Si no lo encuentran, vendremos nadando con una corona y celebraremos aquí una ceremonia.

– Vamos a hacer una colecta. Que cada uno ponga por lo menos cincuenta pfennigs.

– Lo echaremos desde aquí por la borda o lo bajaremos a la proa.

– Y también cantaremos algo -añadió Kupka.

Pero la risa hueca y tintineante que siguió a su propuesta no venía de ninguno de nosotros: alguien reía en el interior del puente. Y mientras buscábamos todavía con la mirada y esperábamos que aquello se repitiera, la risa volvió a resonar en la proa, pero ya no sonaba hueca. Con la raya central chorreando, Mahlke se deslizó fuera de la escotilla. Respiraba apenas con esfuerzo, se frotó la reciente solanera del pescuezo y los hombros y dijo con voz balante, más bien bonachona que irónica:

– ¡Qué! ¿Me estabais preparando ya la oración fúnebre?

Antes de nadar hasta la playa -poco después del angustioso incidente le había dado a Winter un ataque de histeria, y estábamos tratando de calmarlo-, Mahlke bajó una vez más al bote. Un cuarto de hora más tarde -Winter seguía sollozando todavía-, volvía a estar sobre el puente y llevaba puestos un par de auriculares, al parecer en buen estado, como los que suelen usar los operadores de radiotelegrafía. Porque Mahlke había encontrado hacia el centro del barco el acceso a un cuarto que, dentro del puente de mando, quedaba sobre la superficie del agua. Era la cabina de radio del antiguo dragaminas. El lugar estaba tan seco como la tierra firme, dijo, aunque algo húmedo. Finalmente nos confesó que había encontrado la entrada al desenredar de los tubos y los rollos de cable al muchacho aquel de tercero.

– Pero lo he vuelto a recubrir, para que no haya quien lo encuentre. Porque mi trabajo me costó. Y ahora el escondite me pertenece, para que lo sepáis. Es muy confortable. Buen lugar para esconderse, si la situación llegara a ponerse algún día peliaguda. Tiene todavía cantidad de aparatos, la emisora y demás. Habría que volver a hacerlos funcionar. Ya veremos si lo consigo.

Pero esto sí estaba fuera de sus posibilidades. Ni lo intentó siquiera. Y aunque lo hubiera intentado secretamente, lo más probable es que no hubiese obtenido resultado alguno, porque pese a su habilidad en los trabajos manuales y en la construcción de modelos de barco, lo cierto es que sus proyectos nunca se orientaron hacia el lado técnico.

Por lo demás, si Mahlke hubiera logrado hacer funcionar la emisora y lanzar voces al aire, no cabe la menor duda de que la policía del puerto o la Marina no habrían tardado en pescarnos.

Lo que ocurrió fue que desmontó todo el material técnico de la cabina y se lo regaló a Kupka, Esch y a los de tercero, no guardando para sí sino los auriculares, que llevó puestos por espacio de una semana, hasta que los lanzó por la borda al empezar a equipar de nuevo, sistemáticamente y a su gusto, el lugar.

Llevó al bote algunos libros -ya no recuerdo cuáles, creo que fueron Tsuschima, la novela de una batalla naval, uno o dos volúmenes de Dwinger y algo de literatura religiosa-. Para ello los envolvió primero en unas mantas usadas, metió luego el paquete en un pedazo de hule, untó las suturas con pez, alquitrán o cera, y puso la carga sobre una ligera balsa, improvisada con maderas recogidas en la playa, que fue volcando en parte con nuestra ayuda, hasta el bote.

Según él, tanto los libros como las cubiertas llegaron prácticamente secas a la cabina. El cargamento siguiente consistió en velas de cera, un infiernillo de alcohol, alcohol, la marmita de aluminio, té, hojuelas de avena y legumbres secas. A menudo se ausenta por más de una hora y no contestaba cuando lo llamábamos a grandes golpes para obligarlo a regresar.

Lo admirábamos, por supuesto. Pero Mahlke apenas nos hacía caso; se fue haciendo cada vez más taciturno y, finalmente, ya ni dejó que lo ayudáramos en el transporte. Cuando hizo ante nuestros ojos un rollo muy apretado con el cromo de la Madona Sixtina que yo ya conocía de su bohardilla de la Osterzeile, lo metió en el hueco de una varilla de visillo, tapó los extremos con plastilina y transportó la Madona en el tubo, primero al bote y luego a la cabina, ya no me cupo duda alguna acerca de quién era el objeto de sus esfuerzos ni de para quién estaba equipando la cabina tan confortablemente.

Es probable que la reproducción sufriera algún daño durante la inmersión, o que el papel se resintiera de la humedad y eventualmente del goteo en aquel local que sólo podía recibir aire fresco en cantidad insuficiente, ya que no tenía ni portillas ni acceso a los ventiladores, que por lo demás estaban sumergidos; en todo caso, pocos días después de la instalación del cromo en la cabina, Mahlke volvía a llevar algo alrededor del cuello. Pero no era un destornillador lo que colgaba de la cordonera negra, sino la plaquita de bronce con el relieve de la llamada Virgen Morena de Tschenstochau, la cual, como se recordará, tenía un arillo para dicho objeto.

Fruncíamos ya las cejas significativamente, pensando: ya empieza otra vez con su manía de la Virgen, cuando volvió a desaparecer por la proa antes de que hubiéramos tenido tiempo de sentarnos sobre el puente y de secarnos, para aparecer de vuelta sin cordonera ni medalla, transcurrido apenas un cuarto de hora; se lo veía satisfecho mientras ocupaba su lugar detrás de la bitácora.

Silbaba. Era la primera vez que yo lo veía silbar. No porque fuese la primera vez que silbara, pero sí la primera que ello me llamó la atención, así que para mí era la primera vez que fruncía los labios. Siendo yo el único católico del bote, con excepción de él, era el único que podía seguir lo que silbaba: silbó un himno a la Virgen, y después otro y otro; se reclinó en uno de los restos de la borda y, con insistente buen humor y los pies colgando, empezó primero a marcar el compás contra la pared desvencijada del puente, a lo que siguió, dominando el ruido amortiguado de los pies, la secuencia entera de Pentecostés, Veni, Sancte Spiritus, y a continuación -ya me lo esperaba yo- la secuencia del viernes anterior al Domingo de Ramos.

Las diez estrofas, desde el Stabat Mater dolorosa hasta el Paradisi gloria y el Amen, fueron recitadas mecánicamente de cabo a rabo y al dedillo. Yo, el más celoso de los monaguillos del reverendo Gusewski, aunque algo retraído últimamente, apenas habría podido recordar los comienzos de las estrofas.

Él, en cambio, enviaba su latín a las gaviotas sin el menor esfuerzo, y los demás, Schilling, Kupka, Esch, Hotten Sonntag y el resto, se levantaron, escucharon atentos y lanzaron sus ¡qué bárbaro! y sus ¡te vas a quedar sin saliva! Y hasta le rogaron, pese a que nada les fuera más ajeno que el latín y los cantos eclesiásticos, que volviera a repetir el Stabat Mater.

No creo, sin embargo, que te propusieras convertir la cabina de radio en capillita de la Virgen. La mayoría de los cachivaches que hallaron su camino hasta abajo nada tenían que ver con ella. Y si bien nunca visité tu escondite -no podíamos, sencillamente-, me es fácil imaginármelo como una edición reducida de tu bohardilla de la Osterzeile.