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Se le encendían las amapolas en el cielo, y entre ellas flotaban nubes plateadas que luego se empañaban de rojo: "¡Como si pájaros y ángeles se desangraran!", dijo textualmente con su boca de orador. Y luego, de repente, dejó que de ese cielo tan audazmente descrito y de esas nubecillas bucólicas saliera zumbando un hidroavión del tipo Sunderland en dirección del submarino. Pero no le hizo nada.

Y luego abrió con la misma boca de orador, pero sin metáforas, la segunda parte de su conferencia. Concisa, seca, convencionaclass="underline" "Estoy sentado en la silla del periscopio. Atacamos. Probablemente un barco frigorífico: se hunde por la popa. Nos sumergimos a ciento diez. Destroyer a la vista, en los ciento setenta. Babor diez, nuevo curso a ciento veinte, nos mantenemos a ciento veinte, el ruido de la hélice se desvanece, vuelve, lo tenemos a ciento ochenta grados, buques patrulla: seis siete ocho once: se va la luz, se enciende el alumbrado de emergencia, y las estaciones responden todas claramente una tras otra. El destroyer se ha detenido. Última anotación ciento sesenta, babor diez. Nuevo curso cuarenta y cinco grados…".

Por desgracia a este inciso realmente apasionante siguieron de inmediato nuevas ilustraciones poéticas, tales como: "El invierno atlántico", o "el Mediterráneo fosforescente", así como un cuadro de ambiente: "Navidad en el submarino", con la obligada escoba transformada en árbol de Navidad. Para terminar improvisó, confiriéndole carácter místico, el retorno después de la misión cumplida con Ulises y todos los demás tópicos de rigor: ''Las primeras gaviotas anuncian el puerto". No recuerdo si el director Klohse terminó la sesión con las palabras rituales: "Y ahora a trabajar", o si cantamos "Nos gustan las tormentas".

Recuerdo más bien el aplauso sordo pero respetuoso y el desordenado levantarse de los asientos iniciado por las muchachas y las trenzas. Cuando me volví hacia Mahlke, éste había desaparecido y sólo pude ver emerger dos o tres veces su raya frente a la salida de la derecha, pero no logré bajarme del nicho de la ventana a las baldosas enceradas, ya que durante la conferencia se me había dormido una de las piernas.

No volví a topármelo hasta los vestidores que estaban a un lado del gimnasio pero no se me ocurrió nada para iniciar la conversación. Ya mientras nos cambiábamos empezaron a circular rumores que luego se confirmaron, de que el teniente comandante, no obstante no estar en forma, había pedido permiso a su antiguo profesor de gimnasia, Mallenbrandt, para poder tomar parte en una de las lecciones en el viejo gimnasio familiar, y de que era a nosotros a quienes iba a corresponder el honor de acompañarlo en ello.

Durante las dos horas que como de costumbre ponían fin, los sábados, a nuestra semana escolar, nos mostró, primero a nosotros y luego a los del último curso que solían juntársenos a partir de la segunda hora, de lo que era capaz. Bajo, con abundante pelo negro en el pecho, bien proporcionado. Había pedido prestado a Mallenbrandt el tradicional calzón rojo de gimnasta y la camisa blanca con franja roja y la C negra bordada.

Mientras se cambiaba, rodeábale un grupo de alumnos. Muchas preguntas: "… ¿me permite verla más de cerca?" "¿Cuánto dura?" "¿Y si…?" "Un amigo de mi hermano que…" Contestaba con paciencia. A veces se reía sin motivo pero en forma contagiosa.

El vestidor relinchaba, y si Mahlke me llamó la atención, fue justamente porque no reía como los demás atento, exclusivamente a plegar y colgar sus prendas de vestir. El pito de Mallenbrandt nos llamó al gimnasio y bajo la barra fija. Discretamente secundado por Mallenbrandt, el teniente comandante dirigía la lección, lo que significaba que no hubimos de esforzarnos demasiado, ya que él tenía interés en hacernos una demostración, sobre todo de la doble vuelta en la barra con salto a piernas abiertas. Aparte de Hotten Sonntag, sólo Mahlke podía hacerlo, pero nadie soportaba mirarlo: tan horribles eran su vuelta y su salto con las rodillas encorvadas.

Cuando el teniente comandante empezó con nosotros una serie de ejercicios sueltos y cuidadosamente estructurados en el suelo, la nuez de Mahlke seguía agitándose locamente y como si algo la hubiera picado. En el salto de anchura sobre siete hombres, que había de terminar con una voltereta hacia adelante, aterrizó en la estera ladeado torciéndose probablemente el pie, porque se sentó aparte en una escalerilla, con el cartílago agitado todavía, y seguramente se escabulló cuando se nos juntaron los de sexto, al comenzar la segunda hora.

No se nos volvió a reunir hasta el juego de básquetbol contra aquéllos, e hizo inclusive tres o cuatro canastas, aunque de todos modos perdimos. Nuestro gimnasio neogótico conservaba su atmósfera solemne en el mismo grado en que la capilla de Santa María, en Neuschottland, nunca perdió por completo el carácter prosaico del gimnasio que fuera antes, pese a todo el yeso pintado y a toda la pompa eclesiástica regalada que el reverendo Gusewski desplegara a la luz deportiva de sus anchos ventanales.

Y si aquí todos los misterios tenían lugar a la luz del día, nosotros, en cambio, practicábamos nuestros ejercicios en una penumbra misteriosa. Nuestro gimnasio tenía ventanas ojivales, y los adornos de ladrillo dividían los vidrios coloreados de las rosetas.

En tanto que en la capilla de Santa María el ofertorio, la consagración y la comunión constituían a manera de procesos mecánicos en plena luz y sin magia alguna -lo mismo se hubieran podido distribuir allí, en vez de hostias, herrajes de puerta, herramientas o bien, como en otro tiempo, aparatos gimnásticos o palos de relevo-, en la luz mística de nuestro gimnasio, en cambio, el mero sorteo de los dos equipos de básquetbol, cuyo animado juego de diez minutos ponía fin a la clase de cultura física, adquiría el carácter solemne e impresionante de una ordenación o una confirmación, y el alejarse de los elegidos hacia el fondo semioscuro de la sala tenía lugar con esa humildad de los que efectúan algún rito sagrado.

Cuando la luz del sol caía diagonalmente y algunos rayos matutinos lograban filtrarse hasta el interior a través del follaje de los castaños del patio de recreo y de las ventanas ojivales, llegábase a efectos impresionantes con las figuras de los gimnastas en los anillos o en el trapecio. Si cierro los ojos, veo todavía al pequeño teniente comandante ejecutando ágiles y fluidos ejercicios en el trapecio lanzado al vuelo, con su calzón rojo de gimnasta que recordaba el rojo de los monaguillos; veo surgir sus pies impecablemente tendidos -practicaba descalzo- en uno de los dorados rayos oblicuos del sol; veo tenderse sus manos -porque de repente se colgaba del trapecio sujetándose con las corvas- hacia alguno de aquellos haces de luz hechos de un polvo finísimo de oro.

Sí, nuestro gimnasio era maravillosamente anticuado. También el vestuario recibía luz lateral, y de ahí que lo llamáramos la Sacristía. Mallenbrandt tocó el pito, y terminado así el partido de básquetbol, los de los años quinto y sexto hubimos de formar y de cantar para el teniente comandante "Vamos al monte en el rocío matutino tralalá", a continuación de lo cual rompimos filas y nos dirigimos a los vestidores.