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Inmediatamente volvió a producirse la aglomeración alrededor del teniente comandante. Sólo los de sexto mostraban un poco más de reserva. Después de haberse lavado cuidadosamente las manos y los sobacos en la única fuente existente -no había duchas- y mientras se ponía rápidamente la ropa interior y se quitaba el calzón prestado -sin que lográramos ver nada-, el teniente comandante seguía contestando las preguntas de los escolares, lo que hacía de buena gana, riendo y con un tolerable grado de condescendencia.

De pronto, entre pregunta y pregunta, se calló y empezó a buscar, disimuladamente primero y con mano insegura, pero abiertamente después, e incluso debajo del banco.

– Un momento, muchachos, vuelvo en seguida a cubierta.

Y con su pantalón azul marino, su camisa blanca, descalzo, pero con los calcetines puestos, el teniente comandante se abrió paso entre los estudiantes, las hileras de bancos y el olor de parque zoológico: Pequeño Pabellón de Fieras.

El cuello de la camisa, abierto y levantado, listo para recibir la corbata y la cinta con la cruz que no quiero mencionar. De la puerta del despacho de Mallenbrandt colgaba el horario semanal de las clases de gimnasia. Llamó y entró al propio tiempo.

¿A quién no se le ocurrió, como a mí, pensar en Mahlke? No estoy seguro de que se me ocurriera inmediatamente, aunque hubiera debido ocurrírseme, pero de lo que sí estoy seguro es de no haber exclamado en voz alta: "¿Dónde demonios estará Mahlke?" Tampoco Schilling gritó nada, ni Hotten Sonntag, ni Winter Kupka Esch.

Ninguno dijo nada; antes bien, nos pusimos tácitamente de acuerdo en que había sido aquel cretino de Buschmann, un mocoso al que no se le podía borrar de la cara la estúpida risita con que había venido al mundo ni con una docena de bofetones. Cuando Mallenbrandt, con su albornoz de toalla peluda y acompañado del teniente comandante a medio vestir, llegó hasta nosotros y rugió su "¿Quién fue? ¡Que se presente enseguida!" empujamos hacia adelante a Buschmann. También yo grité Buschmann, y estuve inclusive en condiciones de pensar para mí y sin el menor esfuerzo: claro, sólo pudo haber sido Buschmann, porque ¿quién, sino Buschmann?

Pero sólo cuando Buschmann se vio acosado a preguntas por todas partes, también por parte del teniente comandante y del auxiliar de sexto año, empezó a hormiguearme algo, muy superficialmente primero, en el cogote. Y el hormigueo se afirmó al recibir Buschmann su primer bofetón, porque la risita no se le quitaba de la cara ni aun bajo el interrogatorio.

Y mientras con la vista y el oído esperaba yo todavía una confesión categórica de Buschmann, me fue subiendo, del cogote para arriba, la certeza: ¡Hombre! ¿Y no habrá sido Ya sabes quién? Ya mi acecho de una palabrita reveladora del sonriente Buschmann se iba desvaneciendo, sobre todo por cuanto la cantidad de los bofetones que le administraba Mallenbrandt revelaba inseguridad en sí mismo.

No hablaba ya del objeto desaparecido, sino que entre golpe y golpe rugía:

– ¡Deja de reírte! ¡No te rías, te digo! ¡Ya haré yo que se pasen las ganas de reír!

Dicho sea de paso, no lo logró. No sé si existe hoy todavía un Buschmann; pero si hay algún Buschmann dentista, veterinario o médico -ya que Heini Buschmann quería estudiar medicina-, con seguridad que será un sonriente Dr. Buschmann, porque una risita como la suya no se pierde así como así, sino que persiste y sobrevive a las guerras y a las reformas monetarias, como entonces lo demostró, sobreponiéndose a los bofetones del profesor Mallenbrandt, cuando el teniente comandante con el cuello disponible esperaba todavía el resultado del interrogatorio.

Disimuladamente -por más que Buschmann concentrara en sí todas las miradas- volví la cabeza buscando a Mahlke, aunque en realidad no tuviera necesidad de buscarlo, porque por el sentimiento que me venía del cogote bien sabía yo en qué cabeza andaban los himnos a la Virgen.

Acabado de vestir, no lejos de allí pero apartado del bullicio, se abrochaba el botón superior de una camisa que, a juzgar por el corte y las rayas, había de proceder del legado de camisas de su padre. Y cómo le costaba, al abrocharse, esconder su distintivo tras el botón. Aparte de sus esfuerzos con el cuello y de los movimientos concomitantes de los músculos de sus mandíbulas, Mahlke daba una impresión de absoluta tranquilidad.

Cuando se hubo convencido de que el botón no se dejaba cerrar, alargó la mano hacia el bolsillo interior de su chaqueta, colgada todavía, y sacó una corbata chafada. En nuestra clase nadie llevaba corbata. En sexto y entre los de reválida sólo la llevaban algunos presumidos. Dos horas antes, mientras el teniente comandante daba desde la cátedra su conferencia ensalzando las bellezas naturales, Mahlke había llevado todavía abierto el cuello de la camisa; pero ya la corbata arrugada esperaba en su bolsillo la gran ocasión.

Este fue el estreno de Mahlke con corbata. Delante del único espejo del vestidor, por lo demás, lleno de manchas, pero sin acercarse a él, sino más bien desde cierta distancia y simplemente por la forma, anudábase alrededor del cuello levantado el harapo, moteado en diversos colores según creo recordar y, en todo caso, de mal gusto; se dobló el cuello, se apretó una vez más el nudo excesivamente abultado y dijo luego con voz no muy alta pero suficiente, con todo, para que sus palabras se alcanzaran a oír distintamente en medio del interrogatorio que seguía su curso y el ruido de los bofetones que Mallenbrandt, pese a las objeciones del mismo teniente comandante, seguía propinando a la risita de Buschmann:

– Apuesto cualquier cosa a que no fue Buschmann; ¿por qué no lo registran?

Las palabras de Mahlke se dirigían más bien al espejo, pero le depararon en seguida un auditorio. Su corbata, el nuevo truco, sólo llamó la atención posteriormente, y eso apenas.

Con sus propias manos Mallenbrandt registró la ropa de Buschmann, hallando seguida nuevo motivo para redoblar los golpes contra la risita en cuestión, ya que en los dos bolsillos de la chaqueta encontró varios paquetes abiertos de preservativos, con los que Buschmann practicaba un pequeño negocio en las clases superiores. Su padre era boticario. Fuera de eso, Mallenbrandt no encontró nada más, y el teniente comandante se resignó sin gran pesar, se anudó la corbata de oficial, se dobló el cuello de la camisa, palpó ligeramente el lugar vacante que antes ostentara la honrosa condecoración y propuso a Mallenbrandt que no lo tomara demasiado a pecho:

– La cosa es fácil de reemplazar. No por ello se va a hundir el mundo, señor profesor. Al fin no es más que una tonta travesura de chiquillos.

Pero Mallenbrandt hizo cerrar la sala del gimnasio y los vestidores y, secundado por dos alumnos de sexto, registró nuestros bolsillos y hasta el menor rincón del lugar capaz de convertirse en escondite. Divertido al principio, el teniente comandante ayudó en la búsqueda, pero luego se puso impaciente e hizo algo que nadie se atrevía a hacer en los vestidores: empezó a fumar cigarrillos uno tras otro, aplastando las colillas con los pies sobre el linóleo del piso, y acabó por ponerse manifiestamente de mal humor cuando Mallenbrandt le acercó, sin decir palabra, una escupidera en desuso que por espacio de años se había ido cubriendo de polvo al lado de la fuente y que ahora había sido examinada ya como posible escondrijo del objeto robado.

El teniente comandante se ruborizó como un escolar, se arrancó de la boca de curva delicada de orador el cigarrillo apenas empezado y, cruzándose de brazos, dejó de fumar. Pasó a mirar nerviosamente la hora una y otra vez y a dar muestras de su prisa mediante el brusco movimiento de boxeador con que hacía salir el reloj pulsera de la manga.