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Se despidió cerca de la puerta con los dedos enguantados, dio a entender que la forma de llevarse a cabo la investigación no podía satisfacerlo y que informaría del asunto al director ya que no estaba dispuesto a dejar que le estropearan la licencia unos mequetrefes. Mallenbrandt lanzó la llave a uno de los de sexto, y éste fue tan torpe al abrir la puerta de los vestidores que hizo que se produjera una pausa embarazosa.

VIII

Las investigaciones ulteriores nos estropearon la tarde del sábado, no dieron resultado alguno y sólo me dejaron en la memoria unos pocos detalles apenas dignos de mencionar, ya que no quería perder de vista a Mahlke ni su aludida corbata, que él seguía tratando de anudarse mejor, aunque lo que le hubiese hecho falta habría sido un clavo.

Decididamente, el pobre no tenia remedio. ¿Y el teniente comandante? Si la pregunta está justificada, sólo se la podrá contestar con palabras escuetas: estuvo ausente durante la investigación de la tarde y es muy posible que fueran ciertos los rumores no confirmados según los cuales habría recorrido con su novia las tres o cuatro tiendas de medallas de la ciudad.

Alguno de los de nuestra clase pretende haberlo visto el domingo siguiente en el Café de las Cuatro Estaciones rodeado de su prometida y los papás de ésta y sin que le faltara nada al cuello de su camisa.

Y los concurrentes del café se darían cuenta, un tanto intimidados, de quién era el que se sentaba allí entre ellos y se esforzaba por cortar modosamente con el tenedor el correoso pastel de aquel tercer año de guerra.

En cuanto a mí, mi domingo no me llevó al café. Había prometido al reverendo Gusewski servirle de monaguillo en la misa primera. Con su corbatín de colores, Mahlke llegó poco después de las siete, pero no logró atenuar, con las cinco viejecitas habituales, el vacío del antiguo gimnasio.

Recibió la comunión como de costumbre, del lado izquierdo. Tengo que suponer que la víspera inmediatamente después de las investigaciones, estuvo en la capilla de Santa María a confesarse; o tal vez, quién sabe por qué, fuiste a susurrarle al oído al reverendo Wiehnke en la iglesia del Sagrado Corazón.

Gusewski me retuvo y me preguntó por mi hermano, que estaba en el frente ruso, o tal vez ya no estaba, porque hacía ya varias semanas que no teníamos la menor noticia de él. Es posible que, a cuenta de haberle planchado y almidonado una vez más todos los manteles de los altares y el alba, me regalara dos rosquillas de gotas de fresa; lo cierto es que al dejar yo la sacristía, Mahlke ya se había ido.

Debió tomar el tranvía anterior al mío. En la Plaza Max Halbe tomé el remolque número 9, Schilling subió de un brinco en la calle de Magdeburgo cuando el tranvía corría ya a cierta velocidad. Hablamos de cualquier otra cosa. Tal vez le ofrecí una de aquellas rosquillas que le había sonsacado al reverendo Gusewski. Entre la Hacienda y el cementerio de Saspe alcanzamos a Hotten Sonntag. Iba en una bicicleta de señora y llevaba sentada en la parrilla a la pequeña Pokriefke.

La huesuda muchacha seguía exhibiendo unos muslos lisos como ancas de rana, pero ya no se la veía tan aplanada por todas partes. El viento de la carrera revelaba lo largo de su pelo. Pero como al llegar al cambio de Saspe tuvimos que esperar el tranvía que venia en sentido contrario, Hotten Sonntag y Tula nos volvieron a pasar.

En la parada de Brösen estaban los dos esperando. La bicicleta estaba apoyada en un cesto de papeles de la administración del establecimiento de baños. Jugaban a hermano y hermanita y se tenían mutuamente agarrados: el meñique en el meñique. El vestido de Tula era azul, azul añil, y demasiado corto, demasiado apretado y demasiado azul por todas partes.

El lío con los trajes de baño y demás lo llevaba Hotten Sonntag. Supimos arreglarnos para cambiar unas miradas en silencio, entendernos, y finalmente dejar caer en el silencio tenso la frase: "Mahlke, claro está, ¿quién otro pudo ser? ¡Qué bárbaro!" Tula quería saber más detalles, se nos apretujaba y trataba de adivinar al azar llevándose la punta del índice a los labios.

Pero ninguno de nosotros llamó la cosa por su nombre. Todo quedó en el lapidario "Quién sino Mahlke" y en el "Más claro que el agua". Pero fue SchilIing, no, fui yo quien introdujo un nuevo concepto.

Entre el hueco que dejaban la cabeza de Hotten Sonntag y la cabecita de Tula, dije:

– El Gran Mahlke. Esto no lo hace, no puede hacerlo, no lo ha hecho nadie más que el Gran Mahlke.

Y en eso quedamos. Todos los intentos anteriores de asociar el nombre de Mahlke con algún apodo habíanse revelado al poco tiempo como infructuosos. Recuerdo el de "Pollo de caldo", y, cuando no estaba presente, le llamábamos también "Tragón", o "El Tragón". Y no fue sino mi exclamación espontánea: "¡Esto lo ha hecho el Gran Mahlke!" la que había de acreditarse como viable.

Y así, pues, en estos papeles se hablará de vez en cuando del "Gran Mahlke" con referencia siempre a Joaquín Mahlke. En la taquilla nos deshicimos de Tula. Pasó a la sección para damas y llenó su traje con los omóplatos. Ante la construcción en forma de balcón del baño para varones extendíase el mar, pálido y sombreado por algunas nubes sueltas, señal de buen tiempo, que se deslizaban por el cielo.

Agua: diecinueve. Los tres, sin necesidad de buscarlo, vimos más allá del segundo banco de arena a alguien que nadaba de espaldas, agitadamente y haciendo mucha espuma, en dirección de las superestructuras del dragaminas. Nos pusimos de acuerdo para que lo siguiera uno solo.

Schilling y yo propusimos para ello a Hotten Sonntag, pero éste prefería permanecer tendido con Tula detrás de la pared asoleada del baño para familias, vertiendo arena sobre las ancas de rana.

Schilling pretendió haber desayunado demasiado:

– Huevos y lo demás. Mi abuelita de Krampitz tiene gallinas, y a veces nos trae los domingos una docenilla.

A mí no se me ocurrió nada. Había almorzado antes de la misa, ya que rara vez observaba el precepto del ayuno. Además, ni Schilling ni Hotten Sonntag habían dicho "el Gran Mahlke", me dije, de modo que me puse a seguirlo sin demasiadas prisas.

En la pasarela entre los baños para damas y para familias no faltó mucho para que llegáramos a las manos, porque Tula Pokriefke quería acompañarme. Estaba sentada, toda brazos y piernas, en la barandilla. Desde hacía ya varios veranos seguía llevando aquel traje de baño gris-ratón para niña, zurcido burdamente por todos lados, con el poquito de seno aplastado, los muslos estrangulados, y en el cual la tela deshilachada le formaba entre las piernas un pliegue bien marcado.

Alborotaba con la nariz arremangada y los dedos de los pies extendidos.

Cuando, a cambio de algún regalo -Hotten Sonntag le susurró algo al oído-, acabó por claudicar, saltaron sobre la baranda cuatro o cinco alumnos de tercero, buenos nadadores, que ya había visto yo alguna vez en el bote. Es probable que husmearan algo, porque se proponían nadar hasta allá, aunque lo negaran, diciendo:

– Vamos a otra parte. Hasta el rompeolas o así.

Hotten Sonntag se encargó de ellos:

– Al que lo siga le rompo los huevos.

Con una zambullida poco profunda desde la pasarela empecé a nadar, cambié de postura varias veces y tomé la cosa con calma. Mientras nadaba y mientras ahora escribo, trataba y trato de pensar en Tula Pokriefke, porque ni quería ni quiero estar pensando siempre en Mahlke. Por eso nadaba de espaldas, por eso escribo: andaba de espaldas.