Выбрать главу

III

No tenía nada de hermoso.

Para ello hubiera debido hacerse reparar la nuez. Es posible que todo residiera en ese cartílago. Sin embargo, la cosa tenía sus compensaciones.

Por otra parte, tampoco ha de pretenderse demostrarlo todo con arreglo a las proporciones. Y en cuanto a su alma, nunca me fue presentada.

Nunca oí lo que pensara. En definitiva, quedan su cuello y los numerosos contrapesos del mismo. E incluso el hecho de que se llevara a la escuela y al establecimiento de baños montañas de emparedados de margarina y los devorara durante la clase o poco antes de meterse al agua, sólo ha de tomarse como otro indicio relativo a su nuez, porque lo probable es que aquel ratón participara en la comida, sin hartarse nunca.

Queda además su devoción, sus rezos ante el altar de la Virgen.

El Crucificado no le interesaba particularmente. Llamaba la atención que aquel subir y bajar de su cuello no llegara a pararse por completo cuando juntaba las puntas de los dedos para la oración; sin embargo, al rezar tragaba con disimulo, y mediante la posición exageradamente estilizada de sus manos llegaba en tales momentos a desviar la atención respecto de aquel ascender que, por encima del cuello de su camisa y de los apéndices consistentes en cordel, cordonera y cadenita, funcionando siempre.

Por lo demás, las muchachas no parecían interesarle mucho. Si hubiera tenido una hermana… Mis primas tampoco lograron ayudarlo.

En cuanto a su relación con Tula Pokriefke, no hay que tomarla en cuenta, ya que era de un carácter particular y, como número de circo -si se piensa que él quería ser payaso-, no hubiera dejado de tener lo suyo, porque la Tula de marras, un espárrago de muchacha con unas piernas como palillos, lo mismo hubiera podido ser muchacho.

En todo caso, esa frágil niña que hacia el final de nuestras segundas vacaciones sobre el bote nadaba con nosotros cuando se le antojaba, nunca sintió el menor reparo cuando nos despojábamos de nuestros taparrabos y, de puro aburrimiento, nos despatarrábamos en cueros sobre la herrumbre.

La cara de Tula se podría reproducir con un mero punto y coma. Por la facilidad con que se movía en el agua, daba la impresión de tener membranas natatorias entre los dedos de las manos y entre los de los pies.

Olía siempre a cola de carpintero, incluso en el bote y a pesar de las algas, las gaviotas y el olor ácido de la herrumbre, porque su padre trabajaba con cola en la ebanistería de su tío.

Era toda pellejo, huesos y curiosidad. Tranquila y con la barbilla apoyada en la palma de la mano, miraba cuando Winter o Esch, sin poder ya contenerse, pagaban su tributo. Acurrucábase, con la espalda encorvada y los huesos de la columna vertebral muy marcados, frente a Winter, al que siempre le costaba mucho terminar, y murmuraba:

– ¡Caray, lo que cuesta!

Y cuando finalmente aquello venía y chasqueaba sobre la herrumbre, empezaba ella a animarse y agitarse; se tiraba de bruces, ponía unos ojos como de rata, y miraba, miraba, como queriendo descubrir quién sabe qué; volvía a acurrucarse, se ponía de rodillas, se levantaba y, cruzando las piernas, lo agitaba con el pulgar del pie, hasta verlo espumar y tomar el color rojizo del orín.

– ¡Fenomenal! Ahora hazlo tú, Atze.

Nunca se cansaba de este jueguecito, y se trataba efectivamente de algo totalmente inocente.

– Hazlo otra vez. ¿Quién no lo ha hecho hoy todavía? Ahora te toca a ti -insistía con su voz ligeramente gangosa.

Siempre había algún tonto o bonachón que pusiera manos a la obra, aun sin ganas, para que ella tuviera algo que mirar. El único que nunca se mezcló en ello hasta que Tula hubo encontrado la palabrita incitante adecuada -y ésta es la razón de que se describa aquí la olimpiada en cuestión- fue el gran nadador y buceador Joaquín Mahlke.

Así, pues, mientras los demás nos dedicábamos a esa ocupación de que hay referencias ya en la Biblia, a solas o, como se dice en la Guía del confesor, en común, Mahlke no se quitaba nunca el taparrabo y miraba fijamente en dirección de Hela.

Estábamos seguros de que en su casa, entre la blanca lechuza y la Madona Sixtina, practicaba sin duda el mismo deporte. Pero un día salió del agua, tiritando como de costumbre y sin nada que mostrarnos. Schilling había trabajado ya una vez para Tula.

Un barco de cabotaje estaba precisamente entrando en el puerto por sus propios medios.

– Hazlo otra vez -suplicaba Tula, porque Schilling era el que más podía.

En la rada no se veían barcos.

– No después del baño. Mañana será otro día -contestó el otro en son de consuelo.

Tula giró sobre sus talones y balanceándose sobre los dedos de los pies se enfrentó a Mahlke, quien como de costumbre tiritaba a la sombra de la bitácora pero no se había sentado todavía. Un remolcador de altura, con un cañón de proa, salía en aquel momento del puerto.

– ¿Y tú, puedes también? Hazlo, por favor. ¿O es que no puedes? ¿O no quieres? ¿O no te atreves?

Mahlke salió a medias de la sombra y le dio a Tula en la pequeña cara comprimida, a izquierda y derecha, con el dorso y la palma de la mano. El ratón de su nuez perdió el control. También el destornillador se movía agitadamente.

Por supuesto, Tula no derramó una sola lágrima, sino que se echó a reír balando, con la boca cerrada como una cabra; arqueó sin esfuerzo su cuerpo de caucho formando un puente, y por entre sus piernas esqueléticas miró a Mahlke hasta que éste, que ya había vuelto a la sombra en tanto que el remolcador viraba a noroeste, dijo:

– Bueno. Para que te calles la boca.

Tula se descontorsionó inmediatamente y, mientras Mahlke se bajaba el taparrabo hasta las rodillas, se puso, como de costumbre, en cuclillas.

Todos nos maravillamos como los niños en un teatro de títeres: unos breves movimientos con la muñeca derecha, y su miembro adquirió tal volumen que la punta emergió de la sombra de la bitácora y quedó directamente expuesta a los rayos del sol.

Sólo cuando entre todos formamos un semicírculo el dominguillo de Mahlke se encerró nuevamente en la sombra.

– ¿Me dejas hacértelo a mí, sólo un poquitín?

Tula estaba boquiabierta. Mahlke hizo que sí con la cabeza y apartó la mano, aunque sin abandonar la posición encorvada de los dedos. Las manos siempre arañadas de Tula se pusieron a palpar torpemente aquella cosa, la cual, bajo las yemas tentadoras de los dedos, fue aumentando en volumen hasta hinchársele las venas y amoratársele la punta.

– Mídesela! -gritó Jürgen Kupka.

Tula hubo de extender su mano una vez por entero, faltándole poco para otra. Alguien y luego alguien más murmuró:

– Por lo menos treinta centímetros. -Lo cual era sin duda exagerado.

Schilling, que era quien de todos nosotros tenía el miembro más largo, hubo de sacar el suyo, llevarlo a erección y ponerlo al lado del otro. En primer lugar, el de Mahlke era un número más grueso; en segundo lugar, era más largo en una caja de cerillas, y en tercer lugar se veía mucho más adulto, peligroso y digno de adoración.

Una vez más nos había mostrado de qué era capaz, y nos lo mostró de nuevo, acto seguido, al sacarse dos veces consecutivas algo de la palma, como decíamos nosotros.

Con las rodillas no totalmente tendidas, Mahlke estaba de pie junto a la borda abollada, detrás de la bitácora, y miraba fijamente en dirección de la boya de entrada del puerto de Neufahrwasser, siguiendo acaso con la vista el humo horizontal del remolcador de altura que se iba alejando y sin dejarse distraer por un torpedero de la clase Gaviota que salía en aquel momento.