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Si, por ejemplo, temía que se lo robaran durante la clase de gimnasia, se lo confiaba al profesor Mallenbrandt, y lo llevaba siempre puesto a la capilla de Santa María.

Porque Mahlke iba a misa temprana a la capilla del Marineweg junto a la barriada familiar de Neuschottland, no sólo los domingos, sino también los días de semana, antes de empezar las clases.

A él y a su destornillador la capilla de Santa María no les quedaba lejos: les bastaba salir de la Osterzeile y bajar por el Bärenweg. Buen número de construcciones de dos pisos, algunas residencias con tejados de dos vertientes, portales con columnas y árboles frutales emparrados.

Luego dos hileras de casas baratas, sin revoque o revocadas y con manchas debidas a la humedad. El tranvía doblaba allí a la derecha, y con él doblaba también la línea de los cables eléctricos bajo un cielo parcialmente cubierto la mayor parte del tiempo.

A la izquierda, los raquíticos huertos arenosos de los ferroviarios: glorietas y gazaperas, hechas con tablas rojo oscuras de vagones de carga en desuso.

Más atrás, las señales de la vía al Puerto Libre. Silos y grúas, móviles o fijas. Extrañas y coloreadas las superestructuras de los barcos de carga. Seguían allí también los dos barcos grises de guerra con sus torres anticuadas, el dique flotante, la panificadora Germania, y, a media altura, lisos y plateados, algunos globos cautivos meciéndose suavemente en el aire.

A mano derecha, en cambio, delante en parte de la que antes fuera la Escuela Helena Lange y era ahora la Gudrún, que ocultaba hasta la altura de la grúa de martillo el férreo enmarañado del astillero de Schichau, inmaculados campos de deportes, puertas recién pintadas, áreas de castigo marcadas en blanco sobre el verde césped -el domingo auri azules contra Schellmühl 98-, sin tribunas, pero con un gimnasio de altos ventanales, en cambio, pintado de ocre claro, sobre cuyo techo rojo dominaba en forma por demás extraña una cruz alquitranada.

Porque la capilla de Santa María había sido en otro tiempo el gimnasio de la Asociación Deportiva Neuschogand, pero había habido que transformarlo en iglesia provisional, ya que la del Sagrado Corazón quedaba demasiado lejos, y la gente de Neuschottland, Schellmühl y de la nueva colonia entre la Osterzeile y la Westerzeile se componía en su mayor parte de trabajadores del astillero, de empleados de correos y de ferroviarios, quienes por espacio de muchos años habían estado dirigiendo peticiones a Oliva, en donde tenía su sede el obispo, hasta que, en época todavía del Estado Libre, se había decidido comprar, adaptar y consagrar el gimnasio en cuestión.

Y comoquiera que pese a los colores y complicados trapos de las pinturas y de los numerosos elementos decorativos procedentes de los sótanos de casi todas las parroquias de la diócesis, así como también de algunas donaciones particulares, el carácter de gimnasio de la capilla de Santa María no se dejaba eliminar ni atenuar -ni siquiera el incienso y el olor a cera derretida lograban sobreponerse siempre y de modo suficiente al olor de tiza, de cuero y de gimnastas de los años anteriores y de los antiguos campeonatos de pelota en pista cubierta-, de ahí que siguiera dando al recinto un no sé qué de parsimonia protestante y de la sobriedad sectaria de una sala evangélica.

En la iglesia neogótica del Sagrado Corazón, construida en ladrillo a fines del siglo XIX y situada lejos de las nuevas colonias y a proximidad de la Estación, el destornillador de acero de Joaquín Mahlke se habría visto extraño, feo y como una profanación. Pero en la capilla de Santa María, Mahlke habría podido llevar el artefacto de calidad inglesa abiertamente y sin el menor reparo.

Con su piso de linóleo bien cuidado, sus cristales de vidrio opalino colocados directamente bajo el techo, las relucientes y alineadas viguetas de hierro del piso, que en otro tiempo confirieran solidez y seguridad a la barra fija; con las estrías de los tablones del revestimiento en el burdo cemento del techo y, en éste, las vigas transversales metálicas -si bien enjalbegadas- de las que colgaran anteriormente los anillos, el trapecio y la media docena de cuerdas de trepar; con todo ello, y pese a que en todos sus rincones se irguieran figuras de yeso pintado y dorado en actitud bendiciente, la capillita era algo tan moderno y fríamente objetivo que el destornillador de acero que un estudiante de bachillerato se permitía dejar bambolear libremente ante su pecho en ocasión de la plegaria y de la comunión subsiguiente no podía molestar en lo más mínimo ni a los contados devotos de la misa primera, ni al reverendo Gusewski, ni al monaguillo medio muerto de sueño que lo secundaba y que a menudo era yo mismo.

¿Sí? A mí no me hubiera pasado inadvertido. Porque siempre que servía ante el altar, incluso durante las oraciones graduales, trataba, por diversas razones, de no perderte de vista, y tú no querías probablemente exponerte, sino que guardabas debajo de la camisa aquello que pendía de la cordonera, y de ahí las manchas de grasa que llamaban la atención y dibujaban vagamente la figura del destornillador.

Visto desde el altar, él estaba arrodillado en el segundo banco de la izquierda, elevando su plegaria, con los ojos muy abiertos -grises claros, si mal no recuerdo-, e inflamados la mayor parte del tiempo a causa de tanto nadar y zambullirse, hacia la Virgen del altar… y una vez -no recuerdo ahora exactamente en qué verano fue, si sería durante las primeras vacaciones de verano en el bote, poco después del jaleo en Francia, o en el verano siguiente-, un día nublado muy caluroso, con gran afluencia de gente en el baño para familias, y banderitas languidecentes, y carnes desbordantes, y gran venta en los puestos de refrescos, y plantas ardientes sobre esteras de fibra de coco frente a casetas cerradas y repletas de risas sofocadas, entre una barahúnda de niños que babeaban, o se revoleaban, o se cortaban los pies y que andarán ahora por los veintitrés abriles, un rapaz de unos tres años empezó bajo la mirada solícita de los adultos a golpear su tambor de hojalata en forma monótona, convirtiendo la tarde en una fragua infernal.

Y aquí nos arrancamos nosotros del lugar y nos fuimos nadando a nuestro bote. Vistos desde la playa, seríamos unas seis cabezas que se iban alejando y haciéndose cada vez más pequeñas. Nos echamos sobre la herrumbre y los excrementos de gaviota que ardían, a pesar de la brisa, y nada habría sido capaz de movernos excepto a Mahlke, que había estado ya dos veces abajo. Subió llevando algo en la mano izquierda.

Había hurgado y escarbado en la proa y en los alojamientos de la tripulación, en las hamacas medio podridas que se mecían con desgana o seguían amarradas firmemente, y debajo de ellas, entre enjambres de gasterósteos tornasolados, a través de bosques de algas en los que las lampreas entraban y salían a discreción.

Y entre el montón de curiosidades de lo que en otro tiempo fuera el saco del marinero Witold Duszynski o Liszinski había encontrado un medallón de bronce, del tamaño de una mano, que en una de las caras, debajo de una pequeña águila en relieve, llevaba el nombre de su propietario y la fecha en que le había sido conferido, y, en la otra, el relieve de un bigotudo general.