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Nunca dijiste, por ejemplo: "a ver, pruébalo tú"; o bien: "A su vez, ¿quién lo hace?"; o bien: "Ninguno de vosotros ha hecho todavía lo que hice yo anteayer, cuando bajé al centro del barco, hasta la cocina, y traje aquella lata. Era francesa, sin duda, pues contenía ancas de rana; sabía un poco a ternera, de acuerdo; pero vosotros teníais miedo y no os atrevisteis a probarlas ni aun después de que yo hube vaciado la lata hasta la mitad.

Y luego fui a buscar otra, y hasta hallé un abrelatas, pero la segunda. estaba podrida: era corned beef". No, lo cierto es que Mahlke nunca hablaba en esa forma.

Realizaba algo extraordinario; subía, por ejemplo, desde lo que antes fuera cocina, varias latas de conservas que conforme a las inscripciones impresas eran de origen inglés o francés, y hasta se conseguía abajo un abrelatas que servía para sus fines, abría las latas sin decir palabra en presencia nuestra, se comía las presuntas ancas de rana, dejaba al masticar que su nuez fuera subiendo y bajando -se me olvidó decir que Mahlke era de suyo comilón, pese a lo cual seguía flaco-, y cuando la lata estaba a medio vaciar, nos invitaba a probar de ella, pero sin insistencia.

Nosotros se lo agradecíamos sin aceptar; ya sólo de mirar, Winter tenía que arrastrarse hasta una de las plataformas vacías, tratando en vano por algún tiempo de vomitar vuelto hacia la entrada del puerto. Por supuesto, también por la comida recibía Mahlke su aplauso, pero lo declinaba y echaba el resto de las ancas de rana a las gaviotas, las cuales ya durante su banquete se habían ido acercando hasta el punto casi de dejarse agarrar.

Finalmente, echaba también las latas por la borda, y con ellas a las gaviotas, y procedía a limpiar con arena el abrelatas, que para Mahlke era lo único que valía la pena conservar. Lo mismo que el destornillador inglés y que todos sus otros amuletos, en lo sucesivo llevó dicho abrelatas colgando del cuello con un cordel, aunque no siempre, en la cocina de lo que en su día fuera un dragaminas polaco, no obstante lo cual nunca llegó a estropearse el estómago.

En tales ocasiones llevaba el utensilio a la escuela, debajo de la camisa y junto al resto de la quincalla, e inclusive a misa primera en la capilla de Santa María; porque cada vez que Mahlke se arrodillaba ante la barandilla de la comunión, echaba la cabeza atrás y sacaba la lengua para que el reverendo Gusewski depositara en ella la hostia, el monaguillo que asistía al cura escudriñaba con la mirada el cuello de su camisa: allí llevabas tú, colgando de pescuezo, el abrelatas al lado de la Madona y el destornillador engrasado, y yo tenía que admirarte, aunque tú no te propusieras suscitar admiración.

No; Mahlke no era un ambicioso. También el hecho de que el mismo año que aprendió a nadar lo expulsaran de la Nueva Promoción y lo pasaran a la Juventud Hitleriana, porque se había negado varios domingos a llevar por la mañana a su sección -era jefe de la misma- a la fiesta matutina en el Bosque de Jaschkental, le granjeó, por lo menos en nuestra clase, manifiesta admiración.

Como de costumbre, acogió nuestras demostraciones entre tranquilo y turbado, y siguió descuidando también en adelante, ahora como simple miembro de la Juventud Hitleriana, el servicio matutino dominical.

Claro que en esta institución, que tutelaba a todos los adolescentes a partir de los catorce años, su ausencia llamaba menos la atención, porque la JH era llevada con menos disciplina que la Nueva Promoción y formaba una asociación laxa, en la que los individuos como Mahlke lograban fácilmente pasar inadvertidos. Por lo demás, tampoco era propiamente un rebelde, ya que durante la semana frecuentaba regularmente las veladas familiares y de capacitación y colaboraba también en las campañas especiales, tales como la recolección de materiales viejos, que cada vez se iban haciendo más frecuentes, así como las colectas en favor del Socorro de Invierno, siempre y cuando el agitar la lata por las calles no interfiriera con su misa primera los domingos.

El individuo Mahlke fue, pues, un miembro incoloro e ignorado en la organización oficial de la juventud, sobre todo por cuanto la expulsión de la Nueva Promoción no era ningún caso excepcional.

En nuestra escuela, en cambio, iba adquiriendo, ya desde el primer verano que pasamos en el bote, una reputación que no era ni buena ni mala, sino que tenía más bien algo de legendaria.

Por lo visto, en comparación con la mencionada organización de la juventud, nuestro Instituto hubo de representar más para ti, a la larga, de lo que cabe esperar de una escuela corriente, con su tradición en parte rígida y en parte amable, sus vistosas gorras estudiantiles y su espíritu colegial tantas veces invocado.

– ¿Qué le pasa?

– Para mí que le falta un tornillo.

– Tal vez tenga eso algo que ver con la muerte de su padre.

– ¿Y os habéis fijado en la quincalla que lleva colgando del cuello?

– Y no se pierde una misa.

– Pues yo diría que no cree en nada.

– Cierto, es demasiado realista para ello.

– Sólo le faltaba esa cosa de la garganta. ¿qué será?

– Pregúntaselo tú que fuiste quien le echó encima el gato…

Nos devanábamos los sesos y no acabábamos de comprenderte.

Antes de aprender a nadar eras sólo un don nadie al que a veces le preguntaban en clase, que por lo regular contestaba correctamente y se llamaba Joaquín Mahlke. Y sin embargo, creo que en el primer curso o más adelante, en todo caso antes de tus primeros ensayos natatorios, estuvimos sentados por algún tiempo en un mismo banco. O bien tú tenías tu lugar detrás de mí, o a la misma altura que yo en la sección central, en tanto que yo me sentaba con Schilling del lado de las ventanas.

Más adelante se dijo que habías llevado anteojos hasta el segundo año, lo que tampoco recuerdo. Ni tampoco me llamaron la atención tus eternas botas hasta que te hubiste emancipado nadando y empezaste a llevar colgando del cuello una cordonera de botas.

En aquella época agitaban el mundo graves acontecimientos; sin embargo, por lo que se refiere a Mahlke, su cronología no admitía más que dos etapas: antes de aprender a nadar y después de aprender a nadar.

Porque es lo cierto que cuando la guerra estalló en todas partes, no de golpe, sin duda, sino primero en la Westerplatte, luego en la radio y finalmente en los periódicos, él, aquel estudiante de bachillerato que no sabía nadar ni montar en bicicleta, era muy poquita cosa, y únicamente el dragaminas de la clase Czaika que más adelante había de proporcionarte tus primeras oportunidades de exhibición, desempeñaba ya su papel bélico, que por lo demás sólo había de durar unas pocas semanas, en el Putziger Wiek, en la Bahía y en el puerto de pescadores de Hela.

La flota polaca no era grande, pero sí ambiciosa.

Nos sabíamos de memoria todas sus modernas unidades, botadas unas en Inglaterra y otras en Francia, y podíamos recitar su artillería, su tonelaje y sus velocidades en nudos con la misma seguridad con que disparábamos los nombres de todos los cruceros ligeros italianos, y de todos los anticuados acorazados y monitores brasileños.