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La estancia se llamaba Mi Paraíso y no parecía tan abandonada como Álamo Negro. Unas gallinas picoteaban por el patio. La puerta del galpón estaba arrancada de sus goznes y alguien la había apoyado a un lado, contra una pared. Unos niños de rasgos aindiados jugaban con unas boleadoras. De la casa principal salió una mujer y le dio las buenas tardes. Pereda le pidió un vaso de agua. Mientras bebía le preguntó si allí vendían un caballo. Tiene que esperar al patrón, dijo la mujer, y volvió a entrar en la casa. Pereda se sentó junto al aljibe y se entretuvo espantando las moscas que salían de todas partes, como si en el patio estuvieran encurtiendo carne, aunque los únicos encurtidos que Pereda conocía eran los picles que hacía muchos años compraba en una tienda que los importaba directamente de Inglaterra. Al cabo de una hora, oyó los ruidos de un jeep y se levantó.

Don Dulce era un tipo bajito, rosado, de ojos azules, vestido con una camisa blanca de manga corta pese a que a esa hora ya empezaba a refrescar. Junto a él se bajó un gaucho ataviado con bombachas y chiripá, aún más bajo que don Dulce, que lo miró de reojo y luego se puso a trasladar pieles de conejo al galpón. Pereda se presentó a sí mismo. Dijo que era el dueño de Álamo Negro, que tenía pensado hacer algunos arreglos en la estancia y que necesitaba comprar un caballo. Don Dulce lo invitó a comer. A la mesa se sentaron el anfitrión, la mujer que había visto, los niños, el gaucho y él. La chimenea la usaban no para calentarse sino para asar trozos de carne. El pan era duro, sin levadura, como el pan ácimo de los judíos, pensó Pereda, cuya mujer era judía, como recordó con un asomo de nostalgia. Pero ninguno de la estancia Mi Paraíso parecía judío. Don Dulce hablaba como un criollo aunque a Pereda no se le pasaron por alto algunas expresiones de compadrito porteño, como si don Dulce se hubiera criado en Villa Luro y llevara relativamente poco tiempo viviendo en la pampa.

No hubo ningún problema a la hora de venderle el caballo. En cualquier caso Pereda no se vio en el brete de escoger, pues sólo había un caballo a la venta. Cuando dijo que tal vez iba a tardar un mes en pagárselo don Dulce no puso objeción, pese a que el gaucho, que no dijo una palabra durante toda la cena, lo miró con ojos desconfiados. Al despedirse le ensillaron el caballo y le indicaron el rumbo que tenía que tomar.

¿Cuánto tiempo hace que no monto?, pensó Pereda. Durante unos segundos temió que sus huesos, hechos al confort de Buenos Aires y los sillones de Buenos Aires, se fueran a romper. La noche era oscura como boca de lobo. La expresión le pareció a Pereda una estupidez. Probablemente las noches europeas fueran oscuras como bocas de lobo, no las noches americanas, que más bien eran oscuras como el vacío, un sitio sin agarraderos, un lugar aéreo, pura intemperie, ya fuera por arriba o por abajo. Que le llueva finito, oyó que le gritaba don Dulce. A la buena de Dios, le respondió desde la oscuridad.

En el camino de regreso a su estancia se quedó dormido un par de veces. En una vio una lluvia de sillones que sobrevolaba una gran ciudad que al final reconoció como Buenos Aires. Los sillones, de pronto, entraban en combustión y procedían a quemarse iluminando el cielo de la ciudad. En otra se vio a sí mismo montado en un caballo, junto a su padre, alejándose ambos de Álamo Negro. El padre de Pereda parecía compungido. ¿Cuándo volveremos?, le preguntaba el niño. Nunca más, Manuelito, decía su padre. Despertó de esta última cabezada en una calle de Capitán Jourdan. En una esquina vio una pulpería abierta. Oyó voces, alguien que rasgueaba una guitarra, que la afinaba sin decidirse jamás a tocar una canción determinada, tal como había leído en Borges. Por un instante pensó que su destino, su jodido destino americano, sería semejante al de Dalhman, y no le pareció justo, en parte porque había contraído deudas en el pueblo y en parte porque no estaba preparado para morir, aunque bien sabía Pereda que uno nunca está preparado para ese trance. Una inspiración repentina lo hizo entrar montado en la pulpería. En el interior había un gaucho viejo, que rasgueaba la guitarra, el encargado y tres tipos más jóvenes sentados a una mesa, que dieron un salto no más vieron entrar el caballo. Pereda pensó, con íntima satisfacción, que la escena parecía extraída de un cuento de Di Benedetto. Endureció, sin embargo, el rostro y se arrimó a la barra recubierta con una plancha de zinc. Pidió un vaso de aguardiente que bebió con una mano mientras con la otra sostenía disimuladamente el rebenque, ya que aún no se había comprado un facón, que era lo que la tradición mandaba. Al marcharse, después de pedirle al pulpero que le anotara la consumición en su cuenta, mientras pasaba junto a los gauchos jóvenes, para reafirmar su autoridad, les pidió que se hicieran a un lado, que él iba a escupir. El gargajo, virulento, salió casi de inmediato disparado de sus labios y los gauchos, asustados y sin entender nada, sólo alcanzaron a dar un salto. Que les llueva finito, dijo antes de perderse una vez más en la oscuridad de Capitán Jourdan.

A partir de entonces Pereda iba cada día al pueblo montado en su caballo, al que puso por nombre José Bianco. Generalmente iba a comprar utensilios que le servían para reparar la estancia, pero también se entretenía conversando con el jardinero, el pulpero, el ferretero, cuyas existencias mermaba diariamente, engordando así la cuenta que tenía con cada uno de ellos. A estas tertulias pronto se añadieron otros gauchos y comerciantes, y a veces hasta los niños iban a escuchar las historias que contaba Pereda. En ellas, por supuesto, siempre salía bien parado, aunque no eran precisamente historias muy alegres. Contaba, por ejemplo, que había tenido un caballo muy parecido a José Bianco, y que se lo habían matado en un entrevero con la policía. Por suerte yo fui juez, decía, y la policía cuando topa con los jueces o ex jueces suele recular.

La policía es el orden, decía, mientras que los jueces somos la justicia. ¿Captan la diferencia, muchachos? Los gauchos solían asentir, aunque no todos sabían de qué hablaba.

Otras veces se acercaba a la estación, donde su amigo Severo se entretenía recordando las travesuras de la infancia. Para sus adentros, Pereda pensaba que no era posible que él hubiera sido tan tonto como lo pintaba Severo, pero lo dejaba hablar hasta que se cansaba o se dormía y entonces el abogado salía al andén y esperaba el tren que debía traerle una carta.

Finalmente la carta llegó. En ella su cocinera le explicaba que la vida en Buenos Aires era dura pero que no se preocupara pues tanto ella como la sirvienta seguían yendo una vez cada dos días a la casa, que relucía. Había departamentos en el barrio que con la crisis parecían haber caído en una entropía repentina, pero su departamento seguía tan limpio y señorial y habitable como siempre, o puede que más, ya que el uso, que desgasta las cosas, había disminuido casi hasta desaparecer. Luego pasaba a contarle pequeños chismes sobre los vecinos, chismes teñidos de fatalismo, pues todos se sentían estafados y no vislumbraban ninguna luz al final del túnel. La cocinera creía que la culpa era de los peronistas, manta de ladrones, mientras que la sirvienta, más demoledora, echaba la culpa a todos los políticos y en general al pueblo argentino, masa de borregos que finalmente habían conseguido lo que se merecían. Sobre la posibilidad de girarle dinero, ambas estaban en ello, de eso podía tener absoluta certeza, el problema es que aún no habían dado con la fórmula de hacerle llegar la plata sin que los crotos la sustrajeran por el camino.

Al atardecer, mientras volvía a Álamo Negro al tranco, el abogado solía ver a lo lejos unas taperas que el día anterior no estaban. A veces, una delgada columna de humo salía de la tapera y se perdía en el cielo inmenso de la pampa. Otras veces se cruzaba con el vehículo en el que se movían don Dulce y su gaucho y se quedaban un rato hablando y fumando, unos sin bajarse del jeep y el abogado sin desmontar de José Bianco. Durante esas travesías don Dulce se dedicaba a cazar conejos. Una vez Pereda le preguntó cómo los cazaba y don Dulce le dijo a su gaucho que le mostrara una de sus trampas, que era un híbrido entre una pajarera y una trampa de ratones. En el jeep, de todas formas, nunca vio ningún conejo, sólo las pieles, pues el gaucho se encargaba de desollarlos en el mismo lugar donde dejaba las trampas. Cuando se despedían, Pereda siempre pensaba que el oficio de don Dulce no engrandecía a la patria sino que la achicaba. ¿A qué gaucho de verdad se le puede ocurrir vivir de cazar conejos?, pensaba. Luego le daba una palmada cariñosa a su caballo, vamos, che, José Bianco, sigamos, le decía, y volvía a la estancia.