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Ahora bien, Monk no habría tenido miedo de estar solo en aquel callejón. Hasta los pobres, los muertos de hambre y los violentos de aquel barrio miserable se lo habrían pensado dos veces antes de atacarle. Su rostro, de mentón prominente, nariz aguileña y ancha y ojos brillantes, transmitía una sólida sensación de peligro. Los rasgos más blandos de Evan, todo humor e imaginación, no asustaban a nadie.

Se volvió al oír un ruido en el extremo del callejón que daba a la calle, pero sólo era una rata correteando por el arroyo. Alguien cambió de postura en un umbral, aunque él no vio nada. El sonido apagado de un carruaje que pasaba a unos cincuenta metros de allí parecía llegar desde otro mundo, desde un lugar con vida y espacios abiertos, donde la creciente luz diurna aportaría algo de color.

Temblaba de frío. Pero tenía que quitarse el abrigo y cubrir con él al chico que seguía con vida. En realidad, ya tendría que haberlo hecho. Se lo sacó enseguida y cubrió con cuidado al muchacho, arropándolo mientras sentía cómo el frío penetraba hasta sus huesos.

La espera hasta el regreso de Shotts se eternizó, pero éste trajo finalmente al médico consigo, un hombre demacrado, de manos huesudas, con el rostro flaco y paciente. El sombrero de copa le iba grande y lo llevaba hundido hasta las orejas.

– Riley -se presentó escuetamente antes de agacharse para observar al muchacho. Sus dedos lo palparon con destreza bajo la atenta mirada de Shotts y Evan. Ya era pleno día pero el callejón, embutido entre altas paredes roñosas, seguía en penumbra.

– Tiene razón -dijo Riley al cabo de un momento, con voz áspera y mirada sombría-. Sigue vivo… aunque a duras penas. -Se puso en pie de un salto y se volvió hacia la silueta como de coche fúnebre de la ambulancia, mientras el conductor hacía retroceder a los caballos para llevarla hasta el fondo del callejón-. Ayúdenme a levantarlo -pidió cuando otra figura se apeó del pescante y abrió las puertas traseras.

Evan y Shotts obedecieron en el acto, levantando al herido con todo el cuidado posible. Riley supervisó sus esfuerzos hasta que el joven quedó tendido en el suelo del interior del vehículo, envuelto en mantas. Luego devolvió a Evan su abrigo ensangrentado, húmedo y sucio por la inmundicia de los adoquines mojados.

Riley le miró y frunció los labios.

– Más vale que se ponga ropa seca, se tome un trago de whisky, y se coma después un plato bien caliente de gachas -indicó, negando con la cabeza-. Si no será usted quien pille una pulmonía y probablemente sea, además, en balde. Dudo mucho que logremos salvar a este pobre diablo. -La compasión alteró su semblante a la luz de la linterna, mostrándolo aún más demacrado y vulnerable-. Por el otro no puedo hacer nada. Es trabajo de la funeraria, y también suyo, por supuesto. Le deseo suerte. En semejante sitio la va a necesitar. Sólo Dios sabe lo que ha pasado aquí, aunque quizá sea más apropiado decir que sólo el diablo lo sabe. -Dicho esto, subió al coche junto a su paciente-. El furgón del depósito de cadáveres vendrá a por el otro -agregó como si se le acabara de ocurrir-. Éste me lo llevo a St Thomas. Pregunte por él allí. Supongo que no tiene la menor idea de quién es, ¿verdad?

– Todavía no -contestó Evan, sabiendo que tal vez no llegara a averiguarlo nunca.

Riley cerró la puerta, dio un golpe en la chapa para avisar al conductor, y la ambulancia arrancó y desapareció.

El furgón del depósito de cadáveres ocupó su lugar y se llevó el otro cuerpo, dejando a Evan y a Shotts solos en el callejón.

– Con esta luz ya se ve lo suficiente -dijo Evan inexorablemente-. Supongo que encontraremos algo. Luego ya buscaremos testigos. ¿Qué ha sido de la mujer que dio la voz de alarma?

– Daisy Mott. Sé donde encontrarla. De día en la fábrica de cerillas, de noche en esos pisos de ahí, en el número dieciséis -señaló con el brazo izquierdo-. No creo que pueda decirnos gran cosa. Si los que han hecho esto la hubieran visto también la habrían matado, no tenga la menor duda.

– Sí, ya me lo figuro -convino Evan de mala gana cv-. Puesto que gritó, como mínimo la habrían hecho callar. ¿Qué me dice del viejo Briggs, el que fue en busca de usted?

– No sabe nada. Ya le he interrogado.

Evan comenzó a ampliar el radio de búsqueda, alejándose de donde habían encontrado los cuerpos, caminando muy despacio con los ojos clavados en el suelo. No sabía lo que andaba buscando, algo que alguien hubiese perdido, una huella, más manchas de sangre. ¡Tenía que haber más sangre!

– No ha llovido -sentenció Shotts-. Esos dos han luchado como fieras por su vida. Tiene que haber más sangre. No es que yo sepa lo que nos pueda decir si la encontramos, salvo que hay otro herido y eso ya lo deduzco sólito.

– Aquí hay sangre -anunció Evan, tras ver una mancha oscura en los adoquines próximos al agua sucia que corría por medio del callejón. Tuvo que tocarla con el dedo para cerciorarse de que era roja y no marrón como los excrementos-. Y aquí también. Sin duda parte de la pelea tuvo lugar aquí.

– Por aquí hay más -dijo Shotts-. Me gustaría saber cuántos eran.

– Más de dos -contestó Evan en voz baja-. De haberse tratado de una lucha en igualdad de condiciones habríamos encontrado cuatro cuerpos. Quienquiera que fuese conservó la forma física necesaria para irse por sus propios medios… A no ser, por supuesto, que un tercero se lo llevara. Pero no parece probable. No, tengo la impresión de que estamos hablando de dos o tres hombres como mínimo.

– ¿Armados? -Shotts le miró con atención.

– No lo sé. El doctor nos dirá cómo murió la víctima. No he visto ninguna herida de cuchillo, y tampoco de porra o algo por el estilo. Está claro que no le han dado garrote. -Se estremeció al decirlo. St Giles se había hecho tristemente célebre por una repentina oleada de viles asesinatos cometidos con un trozo de alambre enrollado al cuello de la víctima. Cualquier sucio pordiosero de baja estofa se convertía en sospechoso. En una ocasión, dos hombres de semejante calaña sospecharon el uno del otro y el asunto por poco acaba en mutuo asesinato.

– Hay algo raro. -Shotts no se movía de donde estaba, ciñéndose inconscientemente el abrigo para combatir el frío-. Los ladrones que tienen la intención de robar en un sitio como éste suelen llevar un cuchillo o un alambre. No buscan pelea, quieren beneficios y una huida fácil, sin riesgo de salir heridos.

– Exactamente -convino Evan-. Un alambre en el cuello o un cuchillo en el costado. Silencioso. Eficaz. Sin riesgos. Cogen el dinero y se esfuman en la noche. Así pues, ¿qué es lo que ha pasado, Shotts?

– No lo sé, señor. Cuanto más lo pienso menos lo entiendo. Aquí no hay arma ninguna. Si la hubo, se la llevaron consigo. Es más, tampoco veo que haya rastros de sangre, así que si tienen heridas, no serán ni mucho menos tan graves como las de estos pobres tipos que se han llevado el doctor y el furgón del depósito. Ya sé que estaban muertos, o tan cerca de morir que poco importa, lo que quiero decir es que…

– Sé muy bien lo que quiere decir -interrumpió Evan-. Ha sido una pelea muy desigual.

Por el tramo de calle que se divisaba desde el callejón pasó un coche de caballos seguido de cerca por un carromato cargado de muebles viejos. Desde un rincón lejano les llegó el triste reclamo de un trapero. Un mendigo, envuelto en medio abrigo viejo, titubeó a la entrada del callejón, lo pensó mejor y siguió su camino. Tras las mugrientas ventanas había más movimiento. Se oían voces. Un perro ladró.