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Evan titubeó. Necesitaba desesperadamente saber qué había ocurrido, pero le desgarraba la pena ante aquel chico lesionado de aquel modo insoportable. Deseó tener la fe de su padre para lograr comprender que pudieran llegar a ocurrir cosas como aquella. ¿Por qué no existía alguna clase de justicia que lo impidiera? Él no contaba con una fe ciega que calmara su rabia ni su pesar.

Como tampoco tenía la capacidad de Hester para proporcionar una ayuda eficaz que aliviara la dolorosa desesperación que embargaba al muchacho.

Quizá lo único que podía hacer era empeñarse en desvelar la verdad tal como lo haría Monk.

– ¿Sabe quién le hizo esto, señor Duff? -preguntó Evan, sin hacer caso a Riley.

Rhys cerró los ojos y volvió a negar con la cabeza. Si guardaba algún recuerdo, estaba claro que prefería enterrarlo al resultarle demasiado monstruoso.

– Me parece que debería usted marcharse, sargento -dijo Riley, con los nervios a flor de piel-. No puede decirle nada.

Evan admitió que era cierto y, tras una última mirada al rostro ceniciento del joven que yacía en la cama, se dispuso a cumplir con el deber que más aborrecía.

* * *

Ebury Street era una calle tranquila y elegante sumida en el frío de la mañana. Una fina lámina de hielo cubría las aceras haciendo que a las criadas no les apeteciera entretenerse con cotilleos al aire libre. Las dos o tres personas que Evan vio eran pura actividad, abrían las ventanas para sacudir plumeros y fregasuelos y volvían a cerrarlas lo antes posible. Un recadero adolescente llegó correteando hasta una puerta de servicio y tocó la campanilla con los dedos entumecidos.

Evan encontró el número treinta y cuatro, e imitando inconscientemente a Monk se dirigió a la puerta principal. En cualquier caso, noticias como la que él traía no debían pasar primero por las cocinas.

Su llamada fue atendida por una doncella con un impecable uniforme. El lino almidonado y el encaje anunciaban de inmediato un hogar con una posición económica muy superior a la que sugerían las ropas del finado.

– Dígame, señor.

– Buenos días. Soy el sargento de policía Evan. ¿Es éste el domicilio del señor Leighton Duff?

– Sí, señor, pero no se encuentra en casa en este momento -dijo la doncella con cierta inquietud. No era la clase de información que normalmente habría dado a una visita, aun sabiendo que fuese verdad. Miró el rostro de Evan, percibiendo su fatiga y su pesar-. ¿Está todo en orden, señor?

– No, me temo que no. ¿Tiene esposa el señor Duff?

La muchacha se llevó una mano a la boca, con los ojos alarmados, pero no gritó.

– Será mejor que avise a su doncella y quizá al mayordomo. Lamento decir que traigo muy malas noticias.

Incapaz de hablar, la doncella terminó de abrir la puerta invitándolo a entrar.

Un mayordomo de escaso pelo gris se acercó desde el fondo del vestíbulo con el ceño fruncido.

– ¿Quién es el caballero, Janet? -Se volvió hacia Evan-. Buenos días, señor. ¿Puedo servirle en algo? Lo siento pero el señor Duff no se encuentra en casa en este momento y la señora Duff no recibe. -Sin duda no interpretó la expresión de Evan como lo había hecho la doncella.

– Soy de la policía -aclaró Evan-. Traigo noticias terribles para la señora Duff. Lo siento mucho. Quizá sea conveniente que esté usted presente por si necesita asistencia. Y no estaría de más que enviara al mozo en busca de su médico de cabecera.

– Pero ¿qué…? ¿Qué ha sucedido? -Ahora se mostró totalmente horrorizado.

– Me temo que el señor Leighton Duff y el señor Rhys Duff han sido víctimas de un acto violento. El señor Rhys está ingresado en el hospital St Thomas y su estado es muy grave.

El mayordomo tragó saliva.

– Y… ¿Y el señor…? ¿El señor Leighton Duff?

– Lamento decirle que ha muerto.

– Dios mío… Yo… -Se tambaleó un poco, plantado en medio del magnífico vestíbulo con su escalinata en curva, aspidistras en urnas de piedra y un paragüero de latón lleno de bastones con mango de plata.

– Será mejor que se siente un momento, señor Wharmby -dijo Jane, con voz apesadumbrada.

Wharmby se irguió y tomó aire, aunque se le veía muy pálido.

– ¡Ni hablar! ¿Y luego qué? Mi deber, igual que el suyo, es cuidar a la pobre señora Duff haciendo cuanto podamos. Encárguese de que Alfred vaya en busca del doctor Wade. Yo informaré a la señora de que hay alguien que desea verla. Cuando vuelva traiga una licorera con coñac… Sólo por si alguien precisa un reconstituyente.

Sin embargo, no fue necesario. Sylvestra Duff permaneció sentada, sin pestañear, en un gran sillón del salón de día, con la tez blanca de tan pálida como estaba, acentuando así la negrura de sus cabellos y sus marcadas facciones. No era hermosa a primera vista -su cara era demasiado larga, demasiado aguileña, la nariz delicadamente acampanada, los ojos casi negros-, pero poseía una gran distinción que iba en aumento a medida que pasaba uno más tiempo en su compañía. Hablaba en voz baja y comedida. En otras circunstancias, habría resultado adorable. Ahora estaba tan desgarrada por el horror y el pesar que apenas si conseguía articular frases completas.

– Cómo… -comenzó-. ¿Dónde? ¿Dónde dice usted?

– En una calle secundaria de una zona que se conoce como St Giles -contestó Evan amablemente, moderando un poco la cruda verdad. Deseaba con toda su alma que no tuviera que enterarse de todos los detalles.

– ¿St Giles? -Parecía no significar nada para ella. Evan examinó su rostro, los pómulos altos y suaves, la curvatura de la frente. Le pareció ver que se endurecía, aunque bien pudo ser un cambio producido por la luz al volverse hacia él.

– Queda a poca distancia de Regent Street, yendo hacia Aldgate.

– ¿Aldgate? -dijo frunciendo el ceño.

– ¿Dónde le dijo que iba, señora Duff? -preguntó Evan.

– No me lo dijo.

– Quizá pueda contarme lo que recuerde de ayer.

Negó muy lentamente con la cabeza.

– No… No, eso puede esperar. Antes debo reunirme con mi hijo. Debo… Debo estar junto a él. ¿Dice usted que está muy malherido?

– Eso me temo. Pero no podría estar en mejores manos. -Se inclinó un poco hacia ella-. Ahora mismo no puede hacerse nada más por él -dijo muy serio-. Lo que más le conviene es descansar. La mayor parte del tiempo no está del todo consciente. Sin duda el doctor le administrará tisanas y sedantes para aliviarle el dolor y ayudarle a sanar.

– ¿Acaso pretende proteger mis sentimientos, sargento? Le aseguro que no es necesario. Mi deber es estar donde resulte más útil, y además es lo único que me dará algún consuelo. -Lo miró de hito en hito. Tenía unos ojos asombrosos, tan oscuros que casi ocultaban sus emociones, otorgándole una peculiar reserva. Evan pensó que los grandes aristócratas españoles debían tener un aspecto parecido: orgullosos, reservados, celosos de su vulnerabilidad.

– No, señora Duff -contestó Evan-. Lo único que pretendo es que me explique cuanto pueda de lo que ocurrió ayer mientras aún lo tenga fresco en su memoria, antes de que se dedique de pleno a su hijo. Por ahora, lo que él necesita es la ayuda del doctor Riley. Y yo necesito la suya.

– Es usted muy directo, sargento.

No supo si debía tomarlo como una crítica o como una simple observación. Su voz carecía de expresión. Estaba demasiado trastornada por los hechos que acababa de referirle Evan. Se mantenía muy erguida, la espalda tiesa, los hombros rígidos, las manos inmóviles sobre el regazo. Evan imaginó que al tocarlas las encontraría fuertemente apretadas.