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Mi informe sólo contiene datos que conozco como reales por propia experiencia, pero no me sentiré ofendido si usted, estimado lector, se muestra incrédulo. Con las pocas pruebas que puedo ofrecerle es casi su deber poner en duda mi relato o al menos suspender su juicio al respecto. Efectivamente, la probabilidad de que este informe sea tomado en serio es tan lejana que los Reyes Sacerdotes de las Montañas Sardar evidentemente nada tienen que objetarle a su redacción. Me alegro de que así sea, pues siento una necesidad urgente de contar mi historia; no puedo dejar de hacerlo.

Quizá los Reyes Sacerdotes sean también lo bastante humanos como para ser vanidosos, si es que realmente se trata de seres humanos, pues jamás han sido vistos por nadie. Quizá sean lo suficientemente vanidosos como para desear que usted, lector, se entere de su existencia, si bien sólo de una manera tal que le imposibilite tomar en serio mi relato. Quizás en el Lugar Sagrado exista el humor o la ironía. Pues aun si me creyera ¿qué podría hacer usted? Nada. Usted, con su tecnología primitiva de la que se siente tan orgulloso, por lo menos durante mil años no podría hacer nada; y para entonces, si los Reyes Sacerdotes así lo desearan, este planeta ya habría encontrado desde tiempo atrás un nuevo Sol y nuevos pueblos para sus verdes prados.

3. El Tarn

—¡Eh! —exclamó Torm, un miembro bastante poco típico de la Casta de los Escribas, y se cubrió la cabeza con su túnica como si ya no soportara verme— ¡Sí! —exclamó y dejó entrever un mechón de cabello rubio entre los pliegues de la tela—. Sí, me lo he merecido. ¿Por qué, yo, un idiota, siempre tendré que vérmelas con idiotas? ¿Acaso no tengo otras cosas más importantes que hacer? ¿Acaso no aguardan aquí mil rollos escritos el momento de ser descifrados?

—No me lo preguntes a mí —dije.

—¡Pues mira! —exclamó desesperado, e hizo un gesto de desconsuelo. En todo Gor no había visto una habitación tan desordenada. La ancha mesa de madera estaba cubierta de papeles y tinteros; el suelo, hasta el último centímetro cuadrado, estaba lleno de rollos, y otros, cientos quizá, se hallaban apilados sobre estantes. Una de las ventanas había sido agrandada violentamente, y yo me imaginaba a Torm con un martillo, golpeando iracundo la pared para obtener más luz para su trabajo. Debajo de la mesa había un brasero con carbones ardientes que le calentaban los pies, peligrosamente cerca de sus rollos eruditos, que cubrían el suelo.

Torm era de complexión endeble y solía recordarme a un pájaro enojado, cuya ocupación preferida consistiera en insultar a las ardillas. Los goreanos a quienes había llegado a conocer hasta ahora, se vestían siempre con pulcritud, pero Torm evidentemente tenía otras cosas más importantes que hacer. Entre ellas se contaba también, en apariencia, instruir a seres que, como yo, no tenían idea de nada.

A pesar de su excentricidad, me sentía atraído hacia este hombre. Percibía en él algo que despertaba mi admiración: un espíritu inteligente y amable, sentido del humor y amor por el estudio, uno de los sentimientos más profundos y sinceros que pueden existir. Este amor por sus rollos y por los hombres que los habían escrito hacía siglos era lo que en realidad más me impresionaba. Podría parecer increíble, pero para mí era el hombre más docto en la ciudad de los cilindros.

Torm, irritado, se abrió paso entre uno de los enormes montones de papel, tomó finalmente, apoyándose sobre sus manos y rodillas, un rollo pequeño y delgado y lo colocó en el dispositivo para la lectura, un marco metálico con rollos de ambos lados.

—¡Al-Ka! —exclamó, al tiempo que señalaba un signo con un dedo largo e imperioso—. Al-ka.

—Al-Ka —repetí.

Nos miramos y comenzamos a reímos. Una lágrima de alegría le rodó a Torm por la nariz. Sus ojos, de un azul claro, centelleaban.

Y así empecé a aprender el alfabeto goreano.

Las semanas siguientes me depararon bastante trabajo, sólo interrumpidas por pausas para el descanso cuidadosamente calculadas. En un primer momento, mis maestros fueron mi padre y Torm, pero cuando empecé a familiarizarme con el idioma, se sumaron varios otros que me impartían enseñanzas sobre diversos temas. Torm, en realidad, sólo había aprendido el inglés como práctica y diversión, ya que no se hablaba en ninguna parte del planeta; evidentemente le gustaba expresar sus pensamientos en un idioma totalmente extraño.

Mi formación abarcaba, junto al saber intelectual, el conocimiento de las armas y el uso de otros numerosos instrumentos, tan familiares a los goreanos como entre nosotros son las calculadoras y las balanzas.

Uno de los aparatos más interesantes era el traductor, que se podía adaptar a diferentes idiomas. A pesar de que en Gor parecía existir un idioma principal conocido por todos, que tenía varios dialectos y lenguas secundarias, existían algunos idiomas que para mí no sonaban en absoluto como tales; me parecían más bien gritos de aves y animales de rapiña. El traductor me resultó, pues, muy útil.

Fue una grata sorpresa que mi padre hubiera adaptado uno de esos aparatos al idioma inglés: circunstancia muy favorable para mi estudio de idiomas. Para alivio de Torm yo también podía arreglármelas solo con el aparato, que además era una maravilla por sus reducidas dimensiones. Del tamaño aproximado al de una máquina de escribir portátil, podía ser adaptado a cuatro idiomas no goreanos. Naturalmente, las traducciones resultan muy literales y el vocabulario está limitado a unas veinticinco mil equivalencias para cada idioma. Por esta razón la máquina no era muy apropiada para una comunicación fluida.

Torm me había explicado escuetamente:

—Debes ocuparte de la historia y leyendas de Gor, de su geografía y economía, de sus estructuras sociales y costumbres, como puede ser el sistema de castas y los grupos de clanes, el derecho a colocar la Piedra del Hogar, el Lugar Sagrado, el derecho militar, etcétera.

Y yo me iba familiarizando con todo esto. De vez en cuando, Torm prorrumpía en un grito de espanto cuando yo cometía algún error, y entonces se armaba de un gran rollo de papel —con las obras de un autor con el que no simpatizaba— y me propinaba un golpe en la cabeza. Del modo que fuera, estaba decidido a que su instrucción diese frutos.

Extrañamente la enseñanza religiosa se reducía a la adoración de los Reyes Sacerdotes. Torm eludía mis otras preguntas con la observación de que eso era cosa de los Iniciados. Evidentemente en este mundo la religión es un tesoro guardado con celo por la Casta de los Iniciados, que en pocas ocasiones permite la participación de miembros de otras castas en sus sacrificios y ceremonias. Debía aprender de memoria algunas plegarias dirigidas a los Reyes Sacerdotes, pero se conservaban en goreano antiguo, una lengua que sólo hablaban los Iniciados, de modo que no me preocupé mucho por ello. Además tenía la impresión de que existían ciertas tensiones entre la Casta de los Escribas y la de los Iniciados.

Las reglas éticas de vida en Gor se hallan conservadas, en su mayoría, en las costumbres de las castas, colecciones de indicaciones, cuyos orígenes se perdían en el pasado. A mí me educaban especialmente de acuerdo con el código de la casta guerrera.

—De todos modos, tú nunca llegarías a ser un buen escriba —dijo Torm.

El código de los guerreros se caracterizaba por una rudimentaria caballerosidad y enfatizaba la fidelidad hacia los superiores y la Piedra del Hogar. Las reglas eran duras, pero contenían cierta gallardía, un sentido del honor, que yo podía respetar.