Выбрать главу

—Es bastante rápido —dijo el hombre que había arrojado la lanza—. Lo acepto.

Este fue mi primer encuentro con mi instructor en el uso de las armas, quien también se llamaba Tarl. Lo llamaré aquí Tarl el Viejo. Parecía un vikingo rubio; era un tipo barbudo, de rostro alegre y arrugado y ojos azules y salvajes, que parecía contemplar el mundo como si fuera de su propiedad. Era un hombre orgulloso sin arrogancia, un hombre que sabía que manejaba bien sus armas y podía acabar con cualquier contrincante.

Con el tiempo llegué a conocerlo bien, pues la parte más importante de mi formación estaba dedicada ahora, con mucho, a las armas, fundamentalmente a entrenarme en el manejo de la espada y la lanza. La lanza me parecía particularmente liviana debido a la menor fuerza de gravitación, y pronto llegué a manejarla con mucha habilidad. A corta distancia podía atravesar un escudo y a una distancia de veinte metros podía hacer blanco en un objeto del tamaño de un plato de sopa.

También tuve que aprender a arrojar la lanza con la mano izquierda.

—¿Cómo te arreglarías si estuvieras herido en el brazo derecho? —preguntó Tarl el Viejo, que advirtió mi resistencia— ¿Qué harías entonces?

—¿Huir? —preguntó Torm que de vez en cuando asistía a mis clases.

—¡No! —exclamó Tarl el Viejo—. Tienes que seguir luchando y morir como un guerrero.

Torm tomó un rollo escrito, lo colocó bajo el brazo y se sonó la nariz. —¿Y eso te parece razonable? —Preguntó.

Tarl el Viejo tomó su lanza y Torm, apresurado, alzó su túnica azul y desapareció.

Desesperado, puse manos a la obra y advertí sorprendido, después de algún tiempo, que había podido desarrollar cierta destreza también con el brazo izquierdo. Había mejorado mis posibilidades de supervivencia en un porcentaje indefinido.

También fue muy riguroso mi entrenamiento con la corta y ancha espada goreana. En Oxford había pertenecido a un club de esgrima y, por lo tanto, ya contaba con algunos conocimientos básicos; pero ahora la cosa iba realmente en serio. También aprendí a manejar la espada con ambas manos, a pesar de lo cual tuve que confesarme que era diestro y que nunca dejaría de serio.

En el transcurso de mi aprendizaje con la espada, Tarl el Viejo me hirió más de una vez con su arma. Cuando lo hacía, solía decir provocando mi fastidio: —¡Estás muerto! Hacia el final de la época de entrenamiento logré abrirme paso a través de su defensa y provocarle una herida punzante en el pecho. Retiré mi espada, cuya punta estaba manchada de sangre. Tarl arrojó su arma al suelo con estrépito y me atrajo riendo hacia su pecho sangriento.

—¡Estoy muerto! —bramó triunfante. Me palmeó los hombros, orgulloso como un padre que ha enseñado ajedrez a su hijo y ha sido vencido por primera vez.

También me enseñaron a manejar el escudo, que principalmente debía servir para desviar la lanza y tornarla inofensiva. Cuando mi época de formación tocaba a su fin, solía luchar con casco y escudo. Hubiera deseado que mi equipo se viera completado por una armadura o quizás una cota de mallas, pero me enteré que eso estaba prohibido por los Reyes Sacerdotes. Tal vez el motivo de esto residía en el deseo de que la guerra siguiera siendo un proceso de selección biológica, en el cual los débiles y los lentos sucumben y no siguen multiplicándose Esta también puede ser la explicación de las armas relativamente primitivas que les estaba permitido usar a los hombres que habitaban a la sombra de las Montañas Sardar.

Aparte de la lanza y de la espada se admitía el uso de la ballesta y del arco; pero apenas recibí instrucción al respecto, ya que Tarl el Viejo no las apreciaba mucho. Las consideraba armas de segunda categoría, poco dignas de ser utilizadas por un guerrero. Yo no compartía su desprecio y trataba de adiestrarme en mis ratos libres.

Sospechaba que mi formación estaba llegando a su fin —quizá porque mis períodos de reposo se iban haciendo más largos o porque más de una vez se mencionaban cosas que yo ya conocía; quizá también por la actitud de mis instructores. Sentía que estaba casi preparado, casi listo pero no tenía la menor idea del para qué. En esos últimos días me producía un placer especial el hecho de dominar sin esfuerzo la lengua goreana. Empecé a soñar en goreano y a lograr entender a mis maestros cuando hablaban entre sí. También pensaba en goreano y debía hacer un pequeño esfuerzo cada vez que deseaba volver a pensar o hablar en inglés. En cierta oportunidad llegué a blasfemar en goreano, lo que le hizo mucha gracia a Tarl el Viejo.

Un día, a la hora de mis lecciones, Tarl el Viejo entró en mi habitación trayendo consigo una barra metálica de unos sesenta centímetros de largo, que tenía un lazo de cuero en un extremo. En este aparato se advertía una especie de conmutador. De su cinturón colgaba un instrumento similar.

—Esta no es un arma —dijo—. Tampoco está permitido utilizarla como tal.

—Pero entonces ¿qué es?

—Un aguijón de tarn —respondió. Se ajustó el conmutador más pequeño y tocó la mesa con él. Innumerables chispas saltaron despidiendo un color amarillento hacia todas direcciones, sin dejar ningún rastro sobre la mesa. Tarl desconectó la barra y me la acercó. Cuando extendí la mano para cogerla la conectó y me la puso en la mano. Infinitas estrellas amarillas parecían explotar en mi mano. Grité asustado y me llevé la mano a la boca. Había sentido algo similar a una fuerte descarga eléctrica. Revisé mi mano; no presentaba ninguna herida.

—Cuídate de un aguijón de tarn —dijo Tarl el Viejo—. No es juego de niños.

Recogí lentamente la barra, cuidando asirla cerca del cabo y coloqué la correa de cuero alrededor de la muñeca.

Tarl el Viejo abandonó la habitación; evidentemente yo debía seguirlo. Subirnos la escalera de caracol que ascendía por la parte interior de la torre cilíndrica. Después de atravesar varias docenas de pisos llegamos al techo plano del edificio. El viento azotaba la superficie circular y me empujaba hacia el borde. No había ninguna barandilla. Hice fuerza para no ser arrastrado por el viento mientras me interrogaba qué habría de suceder ahora. Cerré los ojos. Tarl el Viejo sacó un silbato de tarn de su túnica y se oyó un silbido penetrante.

Yo nunca había visto un tarn, con excepción de las representaciones gráficas en mi habitación y en libros de texto acerca de la cría, el cuidado y los utensilios propios para el manejo de estas aves. No me habían preparado expresamente para enfrentar esa situación, como lo habría de saber más tarde. Los goreanos creen que la capacidad de dominar un tarn tiene que ser innata. No es posible aprenderlo. Es cosa de la sangre y de la voluntad, del vínculo entre animal y ser humano, una relación entre dos seres que debe darse de manera intuitiva y espontánea. Se supone que un tarn sabe exactamente quién es un jinete y quién no lo es. Se dice que quien no lo es muere en el primer encuentro que tiene con su ave de combate. Por de pronto sentí sólo un poderoso soplo de viento y escuche un ruido jadeante, ensordecedor, como si un gigante hiciera restallar una toalla; luego, estremecido de horror, me acurruqué bajo una gran sombra alada. Un tarn enorme, con garras semejantes a gigantescos ganchos de acero, batiendo salvajemente sus alas en el aire, se mantuvo rígido por encima de nosotros.

—¡Cuidado con las alas! —exclamó Tarl el Viejo.

La advertencia fue obvia; apresuradamente me hice a un lado. Un golpe de esas alas me habría arrojado al vacío.

El animal aterrizó sobre el techo del cilindro y nos contempló con sus negros ojos relucientes.

A pesar de que el tarn, lo mismo que la mayoría de las aves, es sorprendentemente liviano —lo que se debe, en primer término, a sus huesos huecos— es un ave sumamente vigorosa. Mientras que las grandes aves terrestres, como por ejemplo el águila, deben tomar carrera antes de levantar el vuelo, el tarn, con su increíble musculatura, puede ascender con su jinete solamente con un rápido estremecimiento de sus alas enormes. Para ello, también se ve favorecido por la menor fuerza de gravitación de Gor. Los goreanos suelen llamar a estas aves «hermanas del viento».