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– Es preferible que espere fuera.

El señor Salcedo dio un paso atrás, humillado. ¿Qué pretendía hacer el aguerrido doctor Almenara a solas con su esposa? Los minutos discurrían con lentitud exasperante. Con la gruesa puerta de roble por medio, apenas se oían tenues murmullos y cuando el doctor le dio acceso se precipitó en el santuario, como había denominado al dormitorio conyugal desde el día de su matrimonio. El doctor Almenara le frenó:

– Todo normal -dijo-. La dilatación ha comenzado.

La comadre había llegado. Era una mujercita pequeña y dura, de piel apergaminada, embutida en una saya vieja y con la cabeza cubierta por una toca. El doctor se dirigió a ella:

– Buenas noches, Victoria -dijo-. Las cosas marchan correctamente pero no conviene dormirse.

Prepare a la parturienta un agua de artemisa.

Modesta, con sus andares saltarines, iba tras ella pero Don Bernardo la detuvo:

– Usted debe acostarse -dijo-.

Blasa atenderá a la señora. -Se volvió a Juan Dueñas que le miraba inmóvil desde la puerta:

– Usted espere abajo, Juan.

Aún no sabemos si vamos a necesitarle.

Doña Catalina tomó dócilmente la pócima sin que aparentemente las cosas cambiaran. Sin embargo la dilatación progresaba. La comadre iba y venía a la sala:

– La dilatación es suficiente, doctor, pero no veo voluntad de participar. Está pasiva.

– Déle un ruibarbo.

La paciente movió el vientre con el ruibarbo. Escondía el rostro contra las almohadas a cada contracción pero no se esforzaba.

– Apriete -dijo el doctor.

– Que apriete, ¿dónde?

Cundía el desconcierto:

– Cuando le venga el dolor, haga usted fuerza.

El doctor se sentó en la descalzadora. Al oír que la parturienta se quejaba volvió la cara hacia ella:

– ¡Apriete!

– No puedo, doctor.

Don Francisco Almenara se levantó. La cabeza está ahí, es pequeña, ¿por qué demonios no sale? -dijo el doctor. Pero transcurrió media hora y el panorama no había cambiado. La dilatación estaba hecha pero doña Catalina seguía sin participar:

– ¡Victoria! -voceó el doctor entonces con energía-: ¡La silla de partos, por favor!

El propio don Bernardo ayudó a introducirla en el dormitorio. Era un artefacto de madera y cuero, el asiento más bajo que los soportes de las piernas y dos correas en los brazos donde debería agarrarse la paciente para hacer fuerza. La comadre y Blasa, la cocinera, ayudaron a doña Catalina a acomodarse en la silla. La parturienta, demacrada, con las piernas abiertas en alto y el nalgatorio apoyado en el asiento de cuero negro, ofrecía un aspecto desairado y ridículo.

Le asaltó un dolor y el doctor dijo: Haga fuerza y ella frunció la cara, pero, cuando el dolor se disolvió, empezó a alterarse y ordenó a su marido con cajas destempladas que saliese y esperase en la sala, que le disgustaba que fuese testigo de su degradación. Nunca pensó don Bernardo que el nacimiento de un hijo comportase un proceso tan prolongado y vejatorio.

A las dos y media de la madrugada del 31 de octubre de 1517, la dilatación estaba prácticamente terminada pero el niño no salía y doña Catalina gritaba pero seguía sin poner nada de su parte para llevar el proceso a buen término.

Fue en ese momento cuando el prestigioso doctor Almenara pronunció una frase que había de hacerse popular en la villa: Este niño está pegado -dijo. Justo en ese instante ocurrió algo inimaginable: la cabeza de la criatura desapareció del acceso y, en su lugar, asomó su bracito con la mano abierta que se agitaba como si se despidiese o saludase. Y allí quedó después el brazo, desmayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas de la dama.

– Este condenado se ha dado la vuelta -dijo el doctor fuera de sí-. Atiéndale, rápido.

La comadre abrió la cesta y sacó de ella un frasco de aceite de eneldo y una cajita de manteca, untó el bracito varado con ambas sustancias y mediante un rápido movimiento, muy profesional y sabio, volvió a meterlo en el vientre de su madre. La paciente se dejaba hacer dócilmente y, cuando advirtió que el doctor se quitaba del dedo pulgar el gran anillo de la esmeralda y lo dejaba sobre el tocador, se sintió tan desvalida como si se hubiese desenroscado la mano y descargara en ella toda la responsabilidad. Pero, de manera imprevista, sucedió todo lo contrario. Ella notó de repente su poder en el vientre, el doctor sujetó el hombro del bebé con sus dedos afilados y, muy hábilmente, le hizo girar de forma que la pequeña cabeza quedara de nuevo opilada sobre la vulva.

Doña Catalina, que había perdido los modales y gritaba e insultaba a todos los presentes, volvió a experimentar una acumulación de energías en la pelvis, chilló, apretó con todas sus fuerzas mientras la comadre la animaba: así, así y, de pronto, como si fuese un bolaño, un pedazo sanguinolento de carne rosada salió proyectado con fuerza, el doctor retiró la cabeza para evitar el impacto, y la criatura aterrizó sobre la blanca toalla que la comadre sostenía entre sus brazos poco más atrás. Le miró atónita:

– ¡Un niño! -dijo-. Qué menudo es, parece un gatito.

Entró apresurado don Bernardo y el doctor Almenara, que se lavaba las manos en la jofaina, le miró fijamente y le dijo:

– Ahí tiene a su hijo, señor Salcedo. ¿Creen vuesas mercedes que han contado bien? Por el tamaño parece sietemesino.

Pero el esfuerzo, el bochorno, el reteso de doña Catalina, que por vez primera en su vida había realizado una tarea personal por sí misma, sin apelar a manos mercenarias, tuvo sus dolorosas consecuencias. Se sentía exhausta y desarmada y, cuando a la mañana siguiente le entregaron el niño para que mamase, el pequeño retiró la cabecita del pezón aquejado de un llanto convulso. El doctor Almenara, que había presenciado la reacción del recién nacido, auscultó pacientemente a doña Catalina, colocó la mano del anillo sobre el pecho izquierdo de la enferma, se volvió hacia don Bernardo y sus hermanos, que se habían presentado en la casa inopinadamente, y pronunció otra de sus frases lapidarias:

– La parturienta padece calenturas. Habrá que buscar una nodriza.

La influencia de la familia Salcedo se desplegó por la villa y pueblos limítrofes. Don Ignacio, oidor de la Chancillería, donde se preparaba esa mañana la recepción del Rey, dio el parte entre el personal subalterno: urgía una nodriza joven, con leche de varios días, sana y dispuesta a alojarse en casa de los padres. Los corresponsales de la lana, en el Páramo, recibieron de don Bernardo la misma consigna: Se precisa nodriza.

La familia Salcedo requiere urgentemente una nodriza. A las doce del día siguiente se presentó una muchacha, casi una niña, procedente de Santovenia, madre soltera, con leche de cuatro días, que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina, aún no demasiado cargada de fiebre, le gustó la chica, alta, delgada, tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación de una muchacha alegre a pesar de todos los pesares. Y una vez que el niño se enroscó en su regazo y estuvo una hora inmóvil tirando del pezón y se quedó dormido, doña Catalina se conmovió. El “fervor materno” de aquella chica se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al acostar a la criatura, en la comunión de ambos a la hora de alimentarlo. Deslumbrada por tan buena disposición, doña Catalina la contrató sin vacilar y la alabó sin reservas. De esta manera apresurada Minervina Capa, natural de Santovenia, de quince años de edad, madre frustrada, empezó a formar parte de la servidumbre de la familia Salcedo en la Corredera de San Pablo 5.