Выбрать главу

Antes de que se instalara la Corte, la noche del 30 de octubre de 1517, el coche que ocupaban el hombre de negocios y rentista, don Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina de Bustamante, se detuvo ante el número 5 de la Corredera de San Pablo. Al salir de la casa de don Ignacio, rubio y lampiño, oidor de la Real Chancillería, hermano de don Bernardo, donde habían pasado la velada, doña Catalina había confiado discretamente a su marido sentir dolores en los riñones y, en este momento, al detenerse bruscamente los caballos ante el portal de su casa, volvió a aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo, poco experto en estas lides, primerizo a sus cuarenta años, instó al criado Juan Dueñas, que sostenía la portezuela del coche, que acudiese vivo a casa del doctor Almenara, en la calle de la Cárcava, y le hiciera saber que la señora de Salcedo estaba indispuesta y requería su presencia.

Don Bernardo Salcedo consideraba al niño que se anunciaba como un verdadero milagro. Casado diez años atrás, el inesperado embarazo de su esposa constituyó para ambos una sorpresa. Los Salcedo no solían incurrir en estas vulgaridades. Fue doña Catalina, la que, intrigada por la infertilidad de su matrimonio, se puso en manos de don Francisco Almenara. Don Francisco era el más prestigioso médico de mujeres en toda la región. Autorizado para curar en 1505 por el Real Tribunal del Protomedicato después de brillantísimas pruebas, sus prácticas junto al acreditado doctor don Diego de Leza no hicieron sino confirmar los esperanzadores auspicios. Hoy la fama del doctor Almenara había salvado fronteras y los más importantes industriales tejedores de Segovia y los más famosos comerciantes de Burgos acudían habitualmente a su consulta. Sin embargo a doña Catalina Bustamante le costó lágrimas la decisión. ¿Cómo mostrar las partes pudendas a un desconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con su marido no dieran fruto? Pero su curiosidad pudo más que su pudor. Aunque ella no suspiraba por un hijo, como buena pragmática deseaba saber por qué su conducta, análoga a la de tantas mujeres, no producía los mismos efectos. Días después el noble porte del doctor Almenara, embutido en su loba de terciopelo oscuro, el rubí pendiente del gorjal, su luenga barba puntiaguda y la disforme esmeralda que ornaba su pulgar derecho, acabaron con sus escrúpulos y reticencias. A su aceptación contribuyeron también los correctos modales del sanador, sus palabras suaves apenas musitadas, la delicadeza con que solicitaba acceso a las partes más íntimas de su cuerpo y los contactos, mínimos pero turbadores, que exigía su cometido. El largo período que estuvieron en sus manos disipó todo recelo en el ánimo de doña Catalina y abrió el corazón de don Bernardo a una leal amistad. Pero antes tuvo que soportar terribles pruebas, como la del ajo, para intentar averiguar quién de las dos partes era la causante de la esterilidad matrimonial. Con este objeto, don Francisco Almenara introdujo en la vagina de doña Catalina un diente de ajo, debidamente pelado, antes de meterla en cama:

– Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olerla -advirtió.

Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho. Divagó por la casa durante horas y cuando, sobre las nueve de la mañana, oyó a la puerta los cascos de la mula del doctor levantó el visillo de la ventana con inquietud manifiesta.

El criado del doctor, que traía a la caballería del ronzal, ayudó a apearse a su dueño y ató aquélla a la armella de la columna. Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.

– ¿Cómo? -A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.

– El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento -insistió el doctor inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció.

– Otra vez, si no le importa.

La esposa de don Bernardo Salcedo alentó ante la nariz de don Francisco quien frunció sombríamente el ceño. Acto seguido, en una actitud de gravedad extrema, el doctor Almenara se encerró con don Bernardo en el despacho de éste, se sentó en el escritorio y miró al señor Salcedo con inusitada frialdad:

– Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas -dijo simplemente.

– ¿Qué quiere decir, doctor?

– La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.

La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:

– ¿Quiere sugerir…? -apuntó, pero fue incapaz de proseguir.

– No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo.

¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas.

La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.

Don Bernardo había arrancado a sudar y sus movimientos se habían hecho torpes y resignados:

– Eso quiere decir que soy yo el causante del fracaso matrimonial.

Almenara le miró de abajo arriba con un asomo de desprecio:

– En medicina dos y dos no siempre son cuatro, señor Salcedo.

Quiero decirle que estas pruebas no son matemáticas. Existe la posibilidad de que ambos estén en condiciones de procrear y, por lo que sea, sus respectivas aportaciones no se entiendan.

– O sea, que mi esposa y yo no congeniamos.

– Llámelo como quiera.

El señor Salcedo guardó cauto silencio. Le constaban los conocimientos del doctor Almenara, sus éxitos espectaculares entre las familias más distinguidas de la ciudad, su lucidez. Asimismo era del dominio público que en su biblioteca se alineaban trescientos doce volúmenes, no tantos como en la de su hermano Ignacio, pero suficientes para dar idea de su grado de ilustración. No era cosa de coger una pataleta por motivo tan nimio. Sin embargo inquirió:

– Y ¿la ciencia no dispone de ninguna otra prueba, doctor, digamos menos afrentosa, un poco más delicada?

– Podríamos someter a su esposa a la prueba de la orina, pero es una operación asquerosa y tan poco fidedigna como la del ajo.

– ¿Entonces?

Almenara se levantó lentamente del escritorio. Embutido en su loba de terciopelo oscuro parecía un gigante. Su barba puntiaguda le alcanzaba al tercer botón. Tomó ligeramente del codo a don Bernardo:

– Sinceramente, señor Salcedo, ¿qué resultaría para vuesa merced más deprimente, el hecho de no tener descendencia o tener que reconocer ante su esposa que el responsable es usted?

El señor Salcedo carraspeó:

– Veo que también vuesa merced es especialista en hombres -dijo.

– Aquel que conoce bien a las mujeres termina conociendo a los hombres. Son conocimientos complementarios.

Don Bernardo alzó unos ojos vacuos, extrañamente opacos:

– ¿No sería suficiente, doctor, comunicar a mi esposa que nuestros organismos no riman, que nuestras respectivas aportaciones, como usted dice, no se entienden?