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Exactamente a las ocho en punto llamaron a la puerta y ella fue graciosamente al encuentro de Danvers.

– Estás espléndida -la saludó él como siempre-. Voy a ser el hombre más orgulloso.

«El más orgulloso, no el más feliz», pensó ella. La fiesta era en un salón de banquetes, decorado con telas de seda y rosas blancas. La pareja era poco más que unos niños; Rory tenía veinticuatro años y Elspeth, dieciocho. El padre de Elspeth era el presidente del banco en que trabajaba Danvers, que a su vez era parte del consorcio que había financiado el Allingham.

– Pensaba que la gente ya no creía en el «para siempre» -le comentó Rebecca a Danvers al final de la noche.

– Supongo que si eres lo suficiente joven y tonto, tiene sentido.

– ¿De verdad tienes que ser joven y tonto?

– Vamos, cariño, los adultos sabemos que pasan cosas y la vida no sale como esperabas.

– Es cierto -contestó ella, que entonces se vio asaltada por Elspeth.

– Estoy tan contenta, Becky -le dijo la joven mientras la abrazaba-. Y vosotros dos, ¿qué? Ya es hora de que deis el paso. ¿Por qué no hacéis el anuncio ahora?

– No -dijo enseguida Rebecca, que lo suavizó-. Esta es tu noche.

– Vale, pero en la boda te tiraré el ramo -prometió la niña, y se fue bailando.

– ¿Por qué te ha llamado Becky? -le preguntó él.

– Es el diminutivo de Rebecca.

– Nunca he oído a nadie llamártelo, y me alegra. Rebecca te queda mejor; es más sofisticado. No eres de la clase de las Beckies.

– ¿Y cómo es la clase de las Beckies, Danvers?

– No sé, torpe y poco elegante. Alguien que no es más que una niña y no sabe mucho del mundo.

Rebecca bajó la copa porque le temblaba el brazo, pero sabía que él no se daría cuenta.

– No siempre he sido tan sofisticada.

– Pero así es como me gusta verte.

Por supuesto también sabía que a Danvers no le interesaría otra versión de ella que no le fuera bien a él. Probablemente acabaría casándose con él, no por amor, sino por falta de otra fuerza que se opusiera. Tenía treinta y dos años y sentía que el camino sin rumbo que era su vida no podía seguir así indefinidamente. Rechazó su propuesta de una cena, alegando cansancio. Él la acompañó a su suite e hizo un último intento de prolongar la velada, acercándose para besarla, pero ella se puso tensa.

– De verdad estoy muy cansada. Buenas noches, Danvers.

– Está bien. Tómate un sueño de belleza para estar perfecta para mañana.

– ¿Mañana?

– Cenamos con el presidente del banco, no puedes haberte olvidado.

– Claro que no. Estaré allí con mi mejor sonrisa. Buenas noches.

Al fin se quedó sola. Apagó la luz y se asomó a la ventana, desde la que observó las luces de Londres, que brillaban contra la oscuridad, y que le recordaron a lo que prometía ser su vida a partir de entonces, un panorama interminable de ocasiones brillantes, cenas con el presidente, noches en la ópera, restaurantes lujosos, entretenerse en una mansión lujosa como una perfecta esposa y anfitriona.

Antes le parecía suficiente, pero algo la había desestabilizado aquella noche. Ver a aquella pareja joven que creía apasionadamente en el amor le había recordado demasiadas cosas en las que ya no creía.

«Becky» sí había creído, pero estaba muerta. Había muerto en una confusión de dolor, sufrimiento y desilusión, pero aquella noche su fantasma revivió en la opulenta fiesta, mirándola con reproche y recordándole que una vez había tenido corazón, que le había dado a un joven rebelde que la adoraba.

El veredicto de Danvers sobre Becky había sido «una niña que no sabe nada del mundo», y tenía más razón de la que creía. Los dos habían sido unos críos y habían creído que su amor era la respuesta final a todos sus problemas.

Becky Solway se había enamorado de Italia nada más verla, sobre todo de la tierra de la Toscana, donde su padre había heredado de su madre italiana la finca de Belleto.

– Papá, ¡es precioso! -le dijo al verla-. Me quiero quedar aquí para siempre.

– Muy bien, cielo, lo que tú digas -se rió él.

Él era así, siempre dispuesto a complacerla sin meditar lo que le pedía, y mucho menos lo que pensaba o sentía. Con catorce años lo único que conocía Becky era complacencia. Eran ellos dos solos desde la muerte de su madre dos años antes. Frank Solway, un fabricante de electrónica con éxito, y su preciosa y brillante hija.

Frank tenía fábricas por toda Europa, que trasladaba a dondequiera que el trabajo fuera más barato. Durante las vacaciones escolares viajaban juntos y visitaban las avanzadillas del imperio financiero o se quedaban en Belleto. El resto del año ella estudiaba en Inglaterra. A los dieciséis años Becky le anunció que dejaba los estudios.

– Quiero vivir en Belleto para siempre, papá.

– Muy bien, cielo, lo que tú digas.

Le compró un caballo con el que ella pasaba los días felices explorando los viñedos y olivares de Belleto. Como tenía buen oído no le costó aprender no solo italiano de su abuela sino también el dialecto toscano. Su padre apenas hablaba idiomas y sus sirvientes no lo entendían, así que pronto le dejó los asuntos domésticos a ella. Un tiempo después también lo ayudaba en la finca.

Todo cuanto Becky sabía de su padre era que era un hombre de negocios con éxito; nunca habría podido imaginar un lado oscuro, hasta que se vio forzada a ello.

Frank había cerrado su última fábrica en Inglaterra, había abierto otra en Italia y después había viajado a España en busca de nuevas oportunidades. Durante su ausencia un día Becky fue a montar a caballo y se encontró con tres hombres.

– Eres la hija de Frank Solway -le dijo uno de ellos en inglés-, admítelo.

– ¿Y por qué iba a negarlo? No me avergüenzo de mi padre.

– Pues deberías -le gritó otro de los hombres-. Necesitamos nuestro trabajo y tu padre de la noche a la mañana cerró la fábrica inglesa porque aquí es más barato. Ninguna compensación ni remuneración. Simplemente desapareció. ¿Dónde está?

– Mi padre está en el extranjero ahora. Por favor, déjenme pasar.

– Dinos dónde está -la detuvo él agarrando la brida-. No hemos venido hasta aquí para nada.

– Volverá la semana que viene -dijo ella desesperada-. Le diré que han venido; estoy segura de que hablará con ustedes.

– Somos los últimos con quienes querría hablar -aseguró uno de ellos, tras una carcajada heladora-. Se ha estado escondiendo de nosotros, no contesta nuestras cartas…

– Y ¿qué puedo hacer yo?

– Puedes quedarte con nosotros hasta que venga por ti.

– No lo creo.

La frase salió de un joven al que nadie había visto. Había aparecido de entre los árboles y se quedó de pie hasta asegurarse de que habían notado su presencia, una presencia imponente, no tanto por su altura y anchura de espaldas como por la ferocidad de su rostro.

– Aléjense -dijo, comenzando a andar.

– Lárgate -dijo el hombre que sujetaba la brida.

El extraño no se hizo esperar y, con un movimiento más rápido que la vista, de repente el otro hombre estaba en el suelo.

– Eh -empezó otro, pero sus palabras murieron cuando el extraño lo miró con cara de pocos amigos.

– Váyanse de aquí, los tres. Y no vuelvan.

Los otros dos ayudaron a su compañero a levantarse. Este se limpió la sangre de la nariz y, aunque la mirada que dedicó a su asaltante era furiosa, fue suficientemente listo para saber que era mejor no ir más lejos. Se marcharon, aunque en el último momento el humillado se volvió a mirar a la joven de un modo que hizo al extraño avanzar. Entonces se escabulleron.

– Gracias -dijo Becky con fervor.